Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 24 de julio de 2017

Pintado en la Pared No. 158-Perros peligrosos


Peter Kriegel, zoólogo especialista en etología animal. Artículo tomado de Die Zeitung, abril 11 de 2012. El artículo fue solicitado por el periódico luego de un terrible caso de muerte de una joven pareja en las afueras de Bonn. Peter Kriegel es autor de Animales y vida cotidiana. Paradojas del mundo animal en el mundo de los humanos (2008). Traducción libre para Pintado en Pared.

“Perro que no muerda no es perro”, decimos desde hace mucho tiempo en Alemania. A eso añado que los perros son animales y hay que entenderlos como tales. Los perros muerden porque son animales, porque, como todos los animales, pueden sentirse amenazados; porque necesitan proteger sus crías o determinar el dominio sobre un territorio o porque quieren ganar entre los machos los favores de una hembra o porque están hechos para perseguir y atrapar o para vigilar. Claro, según la raza o la disposición ancestral serán más determinados en sus actos y estarán más o menos dotados para lanzar sus dentelladas. Como todos los animales, los perros tienen su memoria biológica y a ella son naturalmente fieles. También solemos decir que el perro es nuestro amigo más fiel; pero precisemos que esa fidelidad ha sido un laborioso aprendizaje histórico, largos años de cercanía entre ser humano y perro. Por encima de esa fidelidad hay otra, muy superior, es la información biológica de la especie, con los diversos empaques que son las razas. Según el olfato, la visión y el oído, esa información biológica se expande, se materializa en lo que llamamos el carácter o los atributos de cada raza. Cada perro es fiel representante de una información biológica que lo define.
Y hay otro elemento que solemos olvidar y es sustancial a cualquier perro de cualquier raza, de cualquier lugar, de cualquier cruce de ancestros, es la mordida. El embeleco contemporáneo del amor a las mascotas, y a los perros en particular, nos ha hecho olvidar esa parte vital y diferenciadora de los caninos: sus mordiscos, su mandíbula, su composición dental. El buen veterinario debería decirnos desde el inicio muchas cosas básicas al respecto, antes de que tomemos decisiones acerca de cuál perro nos va a acompañar durante un poco más de una decena de años. Resulta que hay perros que han sido determinados biológicamente para apretar y no soltar a su presa, otros están dotados para apretar y desgarrar fatalmente al soltar. Los humanos, conocedores del material disponible (o armamento), han aprovechado ciertas razas para usos mortíferos, canes que sirven para labores de protección casi militar, otros que sirven para perseguir, capturar y arrastrar a la presa hasta desangrarla, otros más que capturan, aprietan y luego comienzan a desgarrar. En las guerras han sido muy útiles por letales (los romanos en sus invasiones sabían mucho al respecto).
La democratización del consumo de las mascotas ha ido poniendo en manos inexpertas (mezcla de ingenuidad e irresponsabilidad) a canes que deberían estar en regimientos militares, bajo estrictos controles de reproducción, en férreas disciplinas, en espacios amplios para correr, combatir y fatigarse, bajo la autoridad de soldados vigorosos. Ahora los mastines, dogos, buldogs adornan los pequeños apartamentos de la clase media, corretean en los parques infantiles y caminan sueltos por las mismas veredas que transitamos los peatones. Resulta que esos perros pueden pesar unos 40 kilos y cuando amenazan y agreden su fuerza puede equivaler a una triplicación de su peso, así que se vuelve casi imposible bloquear una tracción de casi 120 kilos. Ante esto de nada sirve la buena voluntad del amo que terminará, por lo menos, arrastrado y olvidado por su “tierna mascota”.
La mandíbula y la dentadura corresponden plenamente con la memoria biológica de estas categorías caninas. Varias razas de estos perros tienen doble juego de colmillos arriba y abajo; algunos de esos colmillos tienen la forma de un garfio, de modo que no se sabe si es peor que penetren en la piel o que se retiren. Agreguemos la capacidad de presión en que los mastines y sus derivados son campeones sempiternos; y, por si fuera poco, su olfato les permite detectar los torrentes sanguíneos y las zonas blandas de sus víctimas, allí apretarán sin piedad y sin dificultad.
No se trata de condenar a unas razas, se trata más bien de entender que hay una relación entre la dotación corporal y la información genética que estos animales nunca podrán traicionar. Los mastines y demás perros de presa están hechos para ciertos lugares y ciertas situaciones que hacen honor a su denominación legendaria, no podemos pedirles que se comporten como un bullicioso pekinés o como un tembloroso chihuahua. Quizás sea más importante tratar de entender qué le está sucediendo a una sociedad cuando quiere mostrar que tiene a su lado a razas caninas que han hecho parte de equipos de guerra. ¿Es una advertencia sobre sus temores en un mundo cotidiano inseguro? ¿Es una declaración de hostilidad ante un vecindario que no le es confiable? ¿Una simple exhibición de superioridad y fuerza? ¿Demasiados filmes bélicos o de venganzas entre bandas mafiosas en que estos perros hacen parte del reparto estelar? ¿Otro de los tantos excesos del libre mercado?

Cualquier cosa que sea, la única recomendación que se me ocurre, y válida para cualquier perro, desde el más inocuo hasta el más intimidante, es que no olvidemos que todos los perros son animales, que están hechos para morder y que lo harán no porque hayan planeado hacerlo, sino porque han recibido del medio o del momento la estimulación necesaria que los llevará a actuar de ese modo, con la poca o gran dotación dental que los caracterice. Unos perros nos morderán y serán motivo para algún chiste, otros no nos permitirán reír. Todo lo contrario.  

Pintado en la Pared No. 157-Los médicos de la Regeneración



Poco sabemos de la vida pública durante la Regeneración, al menos del lapso que va de 1886 hasta la guerra civil de los Mil Días (1899-1901). Hay algunos estudios puntuales, monográficos, pero no una visión que nos complete el paisaje de lo que fue el mundo de relaciones entre los individuos, sobre el funcionamiento del espacio público de opinión. Tenemos claro, como especie de premisa, que con el triunfo de la alianza de los conservadores y los liberales moderados, sellada por la Constitución de 1886 y refrendada por el Concordato de 1887 que le devolvió a la Iglesia católica potestades que desempeñó con holgura desde entonces y hasta bien entrado el siglo XX, tenemos claro, decimos, que las reglas de funcionamiento de la vida pública tuvieron modificaciones importantes: la libertad absoluta de prensa tuvo limitaciones; la injerencia eclesiástica en el sistema de instrucción pública tuvo el carácter de política cultural oficial. Pero esto es para nosotros lugares comunes, frases de cajón poco o mal demostradas.
Si nos adentramos en la letra menuda de la época, en averiguar cómo los individuos se asociaron y con qué propósitos, quizás hallemos algunos hechos significativos que no habíamos detectado o ni siquiera vislumbrado. Por ejemplo, el incremento de una sociabilidad formal, apoyada en la especialización del trabajo, en la consolidación social de determinadas profesiones. Todo esto tuvo su apoyo legal en la aparición de una legislación en torno al otorgamiento de personería jurídica que entrañó algo más que la necesidad de un registro legal de los asociados, de una descripción de los objetivos de la asociación y de un seguimiento o vigilancia de sus actividades. Aquí estamos ante un asunto que va más allá de la influencia de la Iglesia católica en la custodia de la moral pública, se trata de una especie de regulación de profesiones que habían logrado un estatus comercial y ciertos niveles de reconocimiento en el mercado y ante un público.
En unos casos puede tratarse de asociaciones que reunían a profesiones en ciernes y, en otros, a asociaciones que reunían a profesiones que habían acumulado una trayectoria pública desde antes de la Regeneración. Entre esas profesiones vale detenerse en los médicos. Por lo menos en Bogotá fue evidente el vínculo (quizás una forma eufemística de la vigilancia) entre la jerarquía eclesiástica y la Iglesia católica y la Academia Nacional de Medicina, asociación derivada de la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales. En 1888, esta asociación tuvo pronta colisión con el arzobispo José Telésforo Paul, quien asistía a sus sesiones: en una de ellas, el presidente de la asociación presentó las teorías de Charles Darwin y recibió la inmediata condena de la curia y de la prensa conservadora por la difusión del “evolucionismo materialista e insultar las creencias de un pueblo altamente religioso”.
 A pesar del desliz ideológico, la Sociedad de Medicina pudo participar ( o debía hacerlo) de las actividades públicas programadas por el arzobispado. Para 1892, la asociación se tornó en Academia Nacional de Medicina y se propuso organizar el Congreso Médico Nacional del año siguiente; una presidencia honoraria compartida por el omnipresente Miguel Antonio Caro y los médicos Jorge Vargas y Manuel Uribe Ángel lanzó un temario de discusión para aquel evento en que se revela una preocupación que, en años venideros, iba a ser mucho más fuerte. Aquel congreso anunció una vocación pública que la profesión médica supo explotar y consolidar en los primeros decenios del siglo XX.
Llama la atención que la profesión médica incluyera a veterinarios y naturalistas; una vieja disposición científica proveniente de la temprana Ilustración europea parecía arrastrar todavía la concepción del ejercicio médico. Su espíritu de intervención social también parece provenir de esa raíz ilustrada en un temario que incluía la reflexión sobre la higiene pública y más precisamente sobre la necesidad de determinar políticas públicas de salubridad para ciertos segmentos sociales de la población, entre ellos “la clase trabajadora”. Quizás más interesante es la tentativa de institucionalización de la profesión mediante la reglamentación de la farmacia y de la práctica médica, la diferenciación legal entre la medicina y la odontología. Punto aparte mereció el interés por las enfermedades de “las vías genito-urinarias de la mujer”.

Los médicos colombianos estaban delimitando el ámbito legal de su oficio, negociando con la Iglesia católica su presencia en la vida pública y activando su injerencia en el control social. Todavía no se vislumbraba la fuerte presencia del personal médico en el sistema de instrucción pública, en los procesos de clasificación de las aptitudes de los individuos. 

domingo, 2 de julio de 2017

Pintado en la Pared No. 156


La ciencia histórica en el proyecto interdisciplinario
del doctorado en Humanidades de la Universidad del Valle


Es muy difícil que la ciencia histórica esté por fuera de cualquier apuesta interdisciplinar. Primero, la propia historia de las ciencias humanas y sociales ha puesto a la Historiografía o ciencia histórica en un lugar central en la integración de formas de conocimiento sobre el hombre y la sociedad. La Historiografía fue, por mucho tiempo, la ciencia que devoró a las demás; en la tradición francesa fue la ciencia integradora y, como se decía a mediados del siglo XX, “totalizante”. Ella reconstruía las relaciones de los seres humanos con el tiempo y el espacio, categorías abarcadoras; hacer investigación histórica era establecer conversaciones con la economía, la sociología, la psicología, la geografía. Las ciencias humanas, dominadas en el siglo XX por el proyecto estructuralista era expresión del triunfo de ese proyecto, ella podía despedazar el tiempo en estructuras cortas, medianas y largas, podía dar cuenta de la vida de los hombres en las dimensiones más inmediatas y en las más duraderas, casi a escala geológica. En fin, la Historia ha sido ciencia aglutinadora, devoradora.
Alguien, con mayor autoridad, advirtió que la ciencia histórica es la playa por la cual caminan las demás ciencias humanas. Y todo porque en ella se sintetizan tiempo y espacio, categorías imprescindibles. Siempre acudimos a la historia para situar cualquier hecho, la dimensión histórica es aquella que nos remite a las condiciones que ayudan a explicar cualquier hecho o fenómeno en la vida de los seres humanos, por eso su carácter explicativo imprescindible.
Al ser la ciencia que lograba tantas síntesis, puso en el pináculo de los recursos de investigación a sus oficiantes. En el caso francés, los historiadores pudieron inventarse y administrar la Maison des Sciences de l´Homme y allí decidieron sobre cuáles eran las prioridades de financiación de la investigación en las Humanidades de ese país. Ser historiador era estar en el centro dominante de un campo científico. De tal manera que a la bulimia de una disciplina, tan dispuesta a integrarlo todo para logar alguna explicación plausible de los hechos del pasado, se le agregaba la hegemonía en el control de los procesos administrativos del conocimiento. Todo este legado, vertido en las condiciones de un país de muy corta tradición en la investigación humanística, como Colombia, no deja de convertirse en una enorme paradoja. Una cosa es, por tanto, la tradición de una disciplina y otra cosa es el estado de formación de las comunidades científicas de cada lugar. Ese legado es, para nosotros, apenas un referente que puede volverse en un horizonte de deseo. Ojalá, alguna vez, investigar en Historia, en Colombia, entrañe acaparar el dominio de las ciencias humanas y sociales.
Todo esto para decir que, por sus propios orígenes y tradiciones, la Historiografía es una ciencia expansiva, abarcadora, ecléctica, dispuesta a establecer todos los vínculos que sean necesarios. Atraviesa sin dificultad las fronteras ficticias de las ciencias humanas. Además, está asociada a tradiciones diversas por su propia naturaleza epistemológica y discursiva. En lo epistemológico, porque sus métodos de indagación parten de la íntima relación con todas las formas de lo textual; la ciencia histórica demanda saber hacer operaciones ante los archivos, ante todas las formas de expresión documental; en lo discursivo, porque la forma culminante de la investigación histórica sigue siendo la escritura, el máximo esfuerzo por borrar la distancia entre un pasado muerto y nuestras existencias en el presente. La escritura de la Historia transita en las brumas de lo ficticio y lo real, lo conjetural y lo fáctico, lo probable y lo cierto. La escritura histórica mezcla relato y explicación, es narración documentada que intenta reconstituir lo que ya no es. Por esa condición ambivalente de su escritura, la Historiografía está, en ciertas tradiciones, más cerca de las artes y las letras (por ejemplo en la tradición británica) que de las ciencias sociales (caso francés) y, también por eso, hace parte de las experimentaciones postmodernas de nuestros días.


Gilberto Loaiza Cano, junio de 2017

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