Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 19 de abril de 2020

Angustia



Hoy me aferro a una palabra que intente atrapar un sentimiento colectivo, esa palabra es angustia. Algunos psicólogos nos hablarán de un trastorno de ansiedad o de pánico y otros, quizás más freudianos o lacanianos, hablarán de la angustia. Yo lo hago por un apego etimológico; hoy estamos sumergidos en una angustia porque nos señala una condición de estrechez, estamos en un momento en que el mundo se ha vuelto angosto de muchos modos; por un lado, la inminencia de un peligro que puede hacer breves nuestras vidas, súbitamente breves. Por otro, estamos recluidos en espacios pequeños, con poco movimiento, con poca capacidad de acción, nuestro libre albedrío ha sido constreñido a unos pocos metros cuadrados. Imagino esas buhardillas de estudiantes en París, donde hay que sobrevivir en 9 metros cuadrados o esa prole numerosa y hambrienta en alguna habitación húmeda de Ciudad Bolívar, en el extremo sur de Bogotá, o en cualquier barrio marginal colombiano.

Este tiempo es angustioso, aunque intentemos disimularlo con esas gotas risueñas que circulan por las llamadas redes sociales. Y es angustioso porque es el momento de la inminencia, de lo que sucede de inmediato y lo que está por suceder. La muerte de alguien cercano que nos anuncia la proximidad del virus; el cierre de la empresa donde laboramos; el despido masivo; el rechazo a la solicitud del crédito en el banco; el presidente del país que anuncia nuevos impuestos justificados por la emergencia sanitaria. La angustia es tangible, es una experiencia cotidiana de la madre que acuesta a sus hijos con hambre, que no le dejaron retirar sus cesantías, que espera un auxilio económico que no va a llegar.

La acción humana ha sido confinada; la libertad, la voluntad, el deseo han sido recluidos. Estamos reducidos a las medidas oficiales de autoridades médicas, políticas y económicas. El Estado, bien o mal construido, bondadoso o perverso, bien o mal intencionado, organizado o caótico, transparente o corrupto ha tomado un protagonismo inusitado. Cuando las acciones estatales nos perjudican o nos subestiman o nos desprecian hay la certeza, quizás la única que nos ronda ahora, la de no poder hacer nada. El Estado decide por nosotros, la banca privada y los gremios económicos también. No se trata siquiera de una lucha desigual, de una relación contestataria que se plasma en la protesta callejera, en el motín o la huelga. No hay lucha porque predomina la indefensión. La angustia registra esa impotencia.

Confinados o no, este tiempo de la pandemia nos ha impuesto el sello de la angustia porque es tiempo de peligros, de asechanzas. No es solamente un elemento microscópico que nos amenaza, nos amenaza el capitalismo despiadado, las decisiones abyectas, los líderes irresponsables. La angustia expresa hoy un estado afectivo que señala una carencia, la de la libertad. No sé si la angustia sea también una esperanza, la leve esperanza de que captemos plenamente nuestras miserias, nuestras limitaciones y, entonces, nos sobresaltemos, nos sacudamos de una condición que ya no podemos soportar más. Entonces, si sobrevivimos a todos los males que se juntan en estos tiempos pestíferos, hallaremos nuevos sentidos para nuestras existencias. Dicen, los que saben, que la angustia es una buena guía en la realidad. Pero esto es tan sólo una hipótesis; nada de certezas.

Pintado en la Pared No. 210.    

viernes, 3 de abril de 2020

El virus profético



El virus Covid-19 ha despertado otra pandemia, la infección inherente a los profetas, a los agoreros de todo pelambre que, también muy sabios, son los oráculos de todos los males que el destino, la providencia, dios, la virgen y todas las fuerzas naturales y sobrenaturales (sobre todo estas últimas) nos tenían reservados a esta pobre humanidad “agobiada y doliente”.

Entonces han hablado los profetas del Armagedón; este bicho microscópico era la plaga que faltaba para castigar todas las perversiones, todas las porquerías mundanas que hemos cometido en nuestras míseras existencias. De modo que, si hacemos bien las cuentas cristianas, esta es como la sexta plaga que faltaba para desatar una limpieza global de pecadores y sólo sobrevivirán los que han sabido esperar el retorno de Cristo; y ese honor sólo lo tendrán aquellos cuya fidelidad fue imperturbable. Por eso solemos decir, cuando se avecina una calamidad, que “nos coja confesados”. Todos los que tengamos un déficit en la caja de méritos devocionales estamos condenados y nos va a agarrar el virus sin misericordia.

Otros, más eruditos, han leído a Nostradamus. Entre la colección de profecías de don Michel de Notre-Dame hay, según los genios apocalípticos, un par de metáforas que predecían esta catástrofe. Expertos en acertijos, sus seguidores descifraron convenientemente la predicción y aquí estamos escondidos bajo llave para evitar la visita del enemigo invisible. Los numerólogos, también muy sofisticados, miraron en sus cuadernos de sumas y restas que este año, el fatídico 2020, era el de la compilación de todos los males porque algún número kármico salió de las tinieblas. Y la cabalística halla en todas las iniquidades la causa de este desquite de la naturaleza contra los humanos que pensamos y obramos inclinados hacia la auto-destrucción.

Un vecino mío, un joven arquitecto, devoto de la virgen María, acostumbrado a ir a misa todos los días, de esos que llevan la camándula en una mano, me dijo que no se sentía obligado ni a usar tapaboca, ni a lavarse obsesivamente las manos, porque ya estaba “limpio y puro”. Según su interpretación del inmediato futuro, el Covid-19 estaba destinado por la providencia para atacar a los pecadores, a los incrédulos, a los blasfemos. Él, según su alucinada reflexión, estaba inmunizado por la gracia divina. Con vecinos así, queda muy justificada la cuarentena.

Hay predicciones menos atrabiliarias; tienen que ver con lo que será el mundo después de esta pandemia. Aquí funcionan todos los expertos posibles: epidemiólogos, infectólogos, microbiólogos, ingenieros, economistas, estadígrafos, sociólogos, políticos han empezado a vaticinar lo que se nos viene encima. Iremos a los estadios y salas de cine vestidos con escafandras; la sociedad será aun más individualista y egoísta; el mayor porcentaje de fallecidos provendrá de la clase obrera, de las minorías étnicas, de los sectores económicos más vulnerables (como suele suceder en cualquier guerra, los muertos los pone el pueblo); sobrevivirán los ricos, los poderosos, las multinacionales (sobre todo las farmacéuticas), los templos y sus predicadores. Es decir, saldrán airosos todos aquellos que perdieron el alma mucho antes de esta pandemia.

Pero hay una predicción elemental que nadie puede hacer, menos yo. Presumo que muchos de nosotros nos estaremos preguntando qué destino nos tiene reservado el poderoso bicho que, paradójicamente, podemos eliminar con agua y jabón.

Pintado en la Pared No. 209.


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