Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 29 de julio de 2011

Pintado en la Pared No. 56-En el tiempo de las ciencias sociales y humanas


Desde los decenios 1950 y 1960, Colombia ha experimentado cambios ostensibles en su fisonomía política y cultural. La aparición de un sistema universitario nacional, la paulatina profesionalización de algunas ciencias, la importancia pública adquirida por grupos de artistas y de científicos sociales, la multiplicación de nuevos medios masivos de comunicación –la televisión, por ejemplo- hicieron posible un grado de secularización, la puesta en tela de juicio de un viejo sistema de creencias. Nacieron revistas, movimientos artísticos, movimientos políticos que, de un modo u otro, introdujeron alguna polifonía en una sociedad que estaba acostumbrándose a la auto-aniquilación armada aderezada por reformas constitucionales, sermones católicos, rezos y camándulas.

Hasta entonces, la Universidad había sido la institución que reclutaba, desde tiempos coloniales, a sacerdotes católicos y abogados. Es decir, había contribuido a formar a quienes mediante la teología y el derecho iban a cumplir tareas de control social. Los sacerdotes católicos y los abogados se han vanagloriado de haber sido los artífices del diseño del orden político posterior a la ruptura del pacto colonial con España. Los legisladores, tanto laicos como miembros de la Iglesia católica, se han ufanado de haber sido los redactores de las primeras Constituciones políticas en nombre del pueblo soberano.

La necesidad de fabricar la ilusión de una nación moderna, durante buena parte del siglo XIX, reclamó la presencia de ingenieros y geógrafos. Construir caminos, dibujar mapas, elaborar estadísticas, inventariar recursos naturales se volvieron tareas apremiantes. Al lado de ellos, el arquitecto se hizo indispensable para la construcción de los edificios que representaran la magnanimidad del incipiente Estado. Desde entonces se volvió importante otro tipo de conocimiento: el de la sociedad humana que habitaba tal o cual territorio y que intentaba reunirse en torno a tales o cuales principios de orden político. Entonces aparecieron algo así como el proto-sociólogo o el proto-etnógrafo, aquel viajero que describía costumbres, valores, creencias y hasta las fisonomías de la población. Los viajeros, pintores y escritores, con todos sus prejuicios, reunieron los primeros acervos de información sobre las sociedades latinoamericanas durante el siglo XIX. Más tarde, cobró importancia el escrutinio social hecho por el médico, encargado de fijar normas de higiene, pautas de control sobre el cuerpo. El médico contribuyó a propagar nociones y prejuicios de belleza, de limpieza, de normalidad, de salubridad; contribuyó a acentuar diferencias sociales según el color de la piel.

A inicios del siglo XX, cuando el país comenzó a conocer una primera gran inserción en la modernización, el ingeniero parecía adquirir un renovado prestigio, casi una heroicidad. El ingeniero competía con el abogado en la difusión de pautas sociales, en el control de la población. En las escuelas de ingeniería se prepararon, entre fines del XIX y comienzos del siglo siguiente, a varios dirigentes políticos. Pero la sociedad del siglo XX se fue volviendo más compleja y masiva; en Europa lo vaticinó el interés por la sicología social o sicología de masas y en Estados Unidos la preocupación por la sociedad civil o la opinión pública. En Colombia y otros países de América latina surgieron preocupaciones semejantes que se condensaron en movimientos y partidos socialistas, comunistas y populistas; en partidos de clase, en sindicatos y en la emergencia de una sociología todavía al margen de la academia universitaria. Liberales y conservadores, a su manera, volvieron a preocuparse por el pueblo, al que le habían temido tanto durante el siglo anterior. Y otra vez, como en el siglo XIX, liberales y conservadores depositaron su fe en la labor ordenadora de la escuela pública o de la Iglesia católica.

En la segunda mitad de siglo, sobre todo a causa del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en abril de 1948, el pueblo volvió a ser una entidad inquietante, temible; entonces se acudió a la sabiduría de economistas y urbanistas que intentaron ser, en adelante, los heraldos de un Estado ordenador y planificador. El bienestar social y económico provenía de la mirada profética del economista y de la capacidad del urbanista para racionalizar el creciente, ambiguo y conflictivo espacio de nuestras ciudades.

Todo esto es muy sucinto y es cierto que el recorrido histórico es mucho más sinuoso; pero no impide decir que lo sucedido hasta hoy es mucho y es poco. Los abogados, los sacerdotes católicos, los ingenieros, los arquitectos y los médicos han hecho mucho y han hecho poco. Son responsables de cosas buenas y de cosas malas. Han sido necesarios, pero insuficientes, y también nefastos. Su sabiduría, sus métodos, sus hallazgos, sus obras no han bastado para construir una sociedad que sepa vivir con sus diferencias y conflictos.

¿Por qué? Porque ninguno de ellos ha podido comprender la complejidad de la sociedad en que han querido introducir cambios; porque en muchas ocasiones ni siquiera han comprendido por qué ha sido difícil cualquier cambio. En los últimos cincuenta años, el conocimiento sobre la sociedad colombiana no ha provenido del informe del ingeniero, de la ley fabricada por el abogado o del dictamen del médico o del plan de desarrollo de los economistas. Lo que ellos han producido ha sido incompleto e insatisfactorio, salvo casos individuales de genialidad o de persistencia.

En la segunda mitad del siglo XX, los artistas y los científicos sociales han hecho y han dicho lo que no han podido hacer ni decir abogados, sacerdotes católicos, ingenieros, médicos, con todo el prestigio que han arrastrado como una dorada cadena que comienza a teñirse de orín. Es cierto, el artista, el filósofo, el sociólogo, el historiador, en fin, no resuelven nada, no producen un bienestar tangible. Su repercusión social es más limitada y, por tanto, su prestigio y su poder son más precarios. Todos ellos han sido individuos sospechosos, impertinentes, críticos, molestos. Pero un balance, hasta el más somero, informa que lo que podemos saber hoy de Colombia, de su complejidad social, de su variedad étnica, de sus conflictos políticos, proviene abrumadoramente de las esquinas de las ciencias humanas y sociales. Han sido los sociólogos, los antropólogos, los filósofos, los historiadores, los artistas plásticos, los creadores literarios quienes han hecho posible el reconocimiento multicultural de la sociedad colombiana; ellos han contribuido a que cambie el escenario de discusión pública acerca de los derechos fundamentales de etnias, géneros y grupos sociales tradicionalmente marginados en el orden republicano inventado hace doscientos años. Han sido los oficiantes de las ciencias humanas y sociales los que han brindado algunas explicaciones plausibles sobre las causas de las violencias que han atribulado a la sociedad colombiana durante más de cinco décadas. Han sido los artistas quienes han recuperado y revalorizado las sabidurías de tradición oral que hacen parte del patrimonio cultural de un país muy diverso.

En suma, en los últimos cincuenta años el protagonismo científico en Colombia ha corrido por cuenta de las ciencias sociales y humanas, por cuenta de las despreciadas humanidades. Quizás sea necesario decirlo con mayor insistencia: hemos estado viviendo en el tiempo de las ciencias sociales y humanas y, gracias a eso, Colombia no es algo peor.


Gilberto Loaiza Cano

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