Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

sábado, 24 de abril de 2021

Memoria de la peste

 

La vida simple.

¿En este pequeño municipio de Montenegro se vive una relación muy particular con el conocimiento? Me hago con frecuencia esta pregunta que sale de mis conversaciones cotidianas con la gente del vecindario. Conocí, por ejemplo, un maestro de escuela jubilado que había estudiado literatura en la universidad; alguna vez le pregunté si tenía un ejemplar de Don Quijote de la Mancha. No solamente no lo tenía, sino que me adelantó que nunca lo había leído y, más aún, que no pensaba leerlo. Hasta me pregunto si “vale la pena” leerlo. No me asombraría tan afirmativa ignorancia de la quizás principal novela escrita en lengua española, si no se tratara, además, de alguien que es conocido en esta región como un gran poeta que ha recibido distinciones y premios tanto por su trayectoria docente como por sus libros de versos.

Tengo dos vecinas que frisan los ochenta años; son dos hermanas solteras que siempre han vivido en la misma casa de la vereda. Una hermosa casa campesina rodeada de árboles. Cada vez que las visito les pregunto acerca de su entorno natural y la respuesta suele ser invariable: “no sé”. Si les pregunto por el nombre del árbol que está sembrado al frente de la cocina desde hace unos cincuenta años, me dicen que no saben qué árbol es ese y que simplemente está ahí porque lo sembró su padre. Si les preguntó por algunas flores del jardín, dirán que tampoco saben qué flores son esas; pero eso sí, estaremos de acuerdo en que “son tan bonitas”. Si les pregunto por el canto de un pájaro, responderán que no saben qué pájaro es ese. Si les señaló un ave cualquiera, dirán un rotundo “no sé qué ave es esa”. Ese árbol, esas flores, esos cantos de los pájaros les han sido familiares desde sus tiempos de infancia, han sido parte de su entorno inmediato, los han contemplado largamente en muchas tardes acumuladas; pero, lo más impactante para mí, es que nunca les ha interesado averiguar por los nombres o por distinguir un pájaro de otro. Todavía no saben la diferencia entre un turpial y un cucarachero, entre una begonia y una orquídea. No sólo no lo saben, tampoco han querido saberlo.

Y esto no es asunto exclusivo de la gente vieja; Daniela tiene veinte años y hace tres se graduó de bachillerato en el Instituto Montenegro. Ignora datos elementales de literatura, tampoco ha leído ni siquiera resúmenes de Don Quijote de la Mancha; creía que Gabriel García Márquez era un escritor mexicano y admite que alguna vez intentó leer, porque no terminó, Crónica de una muerte anunciada; las ecuaciones algebraicas son, para ella, un lejano y triste recuerdo. Me dice que no está dispuesta a presentarse a los exámenes de admisión de la Universidad Nacional y no le interesa mejorar el bajísimo puntaje que obtuvo en la prueba del Icfes. Le sugerí que aprendiera inglés y hasta quise prestarle unos manuales, pero me advirtió que eso no era necesario. "Fue suficiente para mi perder el tiempo estudiando en el colegio", me dijo. Por ahora le ayuda a su madre a fabricar y vender arepas todas las mañanas y en la tarde está aprendiendo a arreglar uñas. Cuando tenga su propio equipo de manicure comenzará a trabajar independiente para comprar una moto y, lo más celestial de todo, para casarse.

Yesenia tiene 35 años y padece un cáncer de timo; la empresa prestadora de salud le ha birlado sistemáticamente, durante esta peste, una necesaria cirugía para extirparle el tumor. Cuando le pregunto a ella por su enfermedad, ella no sabe exactamente cuáles son los síntomas ni cuáles son los tratamientos posibles. No se le ha ocurrido ni preguntarle al médico ni averiguarlo en algún sitio de internet; le basta con saber que “Dios me ha regalado otro día” y “que gracias a Dios hoy amanecí mejor”. Esta conformidad con su padecimiento y este escaso o nulo deseo de averiguar por su propia enfermedad me abruman diariamente, porque es una vecina que puedo ver todos los días cómo decae su cuerpo y su ánimo.    

Por aquí nadie lee, salvo los mensajes que vienen por el whatsapp. Nadie tiene biblioteca. Todos, antes de acostarse, habrán visto al menos un nuevo episodio de la telenovela o del reality de moda. Son gentes que se hacen pocas preguntas sobre la vida, casi ninguna; viven simplemente, simplemente viven. Y sospecho que así son felices.  

Pintado en la Pared No. 226.

jueves, 22 de abril de 2021

Memoria de la peste

 

Sin líderes.

¿Los políticos, los gobernantes de cada país de este mundo han estado a la altura de crisis de salud pública provocada por la peste del coronavirus? No, ninguno se ha destacado ni por su solidaridad, ni por su generosidad, ni por su audacia. Todos han tenido un comportamiento reactivo y tardío, otros le han añadido mezquindad, avaricia y hasta desprecio por la vida humana; eso incluye a los dirigentes chinos, a los europeos, a los del diverso continente americano. Todos han estado por detrás o por debajo de la expansión mortal del virus. Ni el capitalismo, ni el socialismo, ni los populismos de izquierda y de derecha, ni las democracias parlamentarias han sido eficaces en esta dura coyuntura. En fin, la política ha sido un fracaso; lo que han aprendido nuestros líderes acerca de la administración pública, acerca de la salud pública, acerca de cómo afrontar situaciones imprevistas, acerca de cómo poner el Estado en función de una emergencia sanitaria ha sido poco, muy poco. O la ciencia política ha demostrado su ineficacia o los alumnos convertidos en presidentes y primeros ministros han sido pésimos estudiantes.

Este año de peste nos ha enseñado, sin piedad, que el mundo carece de líderes. Una de las grandes causas de la expansión de los contagios en Europa y en América fue que los gobiernos tomaron decisiones tardías, demoraron en cerrar las fronteras, vacilaron en decretar cuarentenas. En América, particularmente, algunos presidentes se distinguieron por subestimar el problema; Donald Trump, Boris Johnson, Jair Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador quisieron hacer creer que el nuevo coronavirus no era más que una simple gripa; luego tomaron medidas erráticas que aceleraron las cifras de contagios y muertes. Más cerca de nosotros, el presidente ecuatoriano Lenin Moreno fue desbordado por la crisis de contagios y muertes en Guayaquil, algo que tardó en admitir; luego, sus ministros de salud prefirieron resolver sus angustias privadas antes que fortalecer el débil sistema de salud; en Argentina, un ministro creó una sala exclusiva para repartir las primeras vacunas a familiares y amigos.  

En Colombia, un país acostumbrado a hacer todo a medias respondió mediocremente a las alarmas de la pandemia; el presidente Duque tardó en cerrar aeropuertos y en declarar el confinamiento general. Las ayudas a la población pobre fueron insuficientes, mal distribuidas, porque las bases de datos del Estado son incompletas y no poseen información fidedigna de cuántos y quiénes son los ciudadanos en situación económica precaria. La miseria impuso sus propias reglas de desespero y obligó a la gente a abandonar las restricciones del confinamiento; en otras partes, la gente pobre hacinada en viviendas estrechas no podía soportar confinamientos prolongados mientras se vivía a temperaturas superiores a los treinta grados centígrados. Países como Colombia desmantelaron desde la década de 1990 los sistemas de salud pública, abandonaron la investigación farmacéutica y la fabricación de vacunas; el personal de salud es minoritario y mal remunerado para afrontar los desafíos de la pandemia.

Al lado del gobierno Duque, otros políticos se han distinguido en esta grave coyuntura por su locuacidad irresponsable. Gustavo Petro, el posible candidato presidencial a nombre de un populismo de izquierda, anunció al inicio del confinamiento que estaba padeciendo una grave enfermedad y que debía viajar a Cuba para practicarse unos exámenes que descartaran o confirmaran un cáncer; como si en medio de la pandemia su situación de salud mereciera algún grado de compasión diferenciado o distinguido. El inquieto expresidente Uribe posó de víctima del poder judicial y exhibió todas sus argucias para evadir el ejercicio de la justicia ante un proceso menor, si se compara con acusaciones aún más terribles relacionadas con cruentas violaciones de los derechos humanos durante su presidencia, entre 2002 y 2010. Más debajo de estos personajes, algunos alcaldes y gobernadores aparecieron involucrados en el robo o el desvío de recursos que debían destinarse a la inmediata atención de las emergencias de la pandemia. Cuando los políticos y sus situaciones personales se vuelven más importantes que la comunidad a la que pretenden representar; cuando sus egoísmos y ambiciones se destacan sobre las urgencias de la sociedad es porque esos dirigentes no son los individuos idóneos para asumir el liderazgo de sociedades expuestas a la inminencia de la quiebra económica, del hambre y de la muerte.

La aparición de las vacunas fue una dosis de esperanza mundial que se diluyó rápido en las emboscadas de la voracidad nacionalista, en el afán de lucro de las compañías farmacéuticas. Ningún Estado, ningún gobernante, ninguna asociación de países ha podido fijar el derrotero acerca de los criterios y prioridades en la distribución de las vacunas y en la producción y reproducción de las fórmulas. Hasta ahora, la batalla por el enriquecimiento a la sombra del sufrimiento colectivo la están ganando los laboratorios. Los países ricos han hecho prevalecer sus fortunas y los países pobres han quedado a merced de una distribución a cuentagotas que no compensa la expansión de los contagios y los fallecimientos diarios.

El tira y afloja entre la Unión Europea y el Reino Unido lo ha ido ganando la codicia de Boris Johnson. Su victoria pírrica será poder decir que se adelantó en el acaparamiento de millones de dosis y que dejó al resto de Europa expuesto a los riesgos de una tercera ola de contagios. Ni la Organización Mundial de Comercio, ni la Organización Mundial de la Salud han podido persuadir a los países ricos para que liberen las patentes de las vacunas producidas en sus países para que en Asia, África y Latinoamérica puedan multiplicar más rápidamente las dosis que logren inmunizar a la mayoría de sus poblaciones.

Algo peor que el coronavirus ha sido, sin duda, nuestros políticos. Lección despiadada del momento que, quizás, no aprenderemos.

Pintado en la Pared No 225.

jueves, 1 de abril de 2021

Memoria de la peste

 

Mundos pequeños.

 

En el microcosmos de la vida aldeana se aprecia con mejor detalle, como si la escala de observación se hubiese ampliado y nos permitiese seguir la ruta de una hormiga solitaria, el peso inercial de costumbres arraigadas, amarradas al suelo por la tradición familiar, por el respeto al legado de los antepasados y por un sistema de creencias que combina la adhesión al catolicismo y a unos principios inamovibles de comportamiento cotidiano. En esta pandemia conocí a Amelia, una señora que supera los setenta años y que todo su mundo ha sido la labor en la cocina y el descanso en su habitación; mujer de pocas palabras, tímida, ensimismada que no toma ninguna decisión propia; sus hermanos son un poco mayores (Esther y José Manuel) y salen a la cabecera municipal casi todos los días. Ellos, a diferencia de Amparo, tuvieron vida profesional y conocieron un poco más de mundo que ella. Esther fue visitadora rural, una especie de trabajadora social que, en la vida del campo, prestó un servicio comunitario invaluable en la visita a cada hogar campesino y era la personificación del Estado que llevaba algunas instrucciones médicas y de higiene; mujeres como ella controlaron los brotes de malaria y tuberculosis en el campo colombiano hasta fines del siglo XX. José Manuel tuvo formación universitaria y es ahora un maestro de escuela jubilado. Ninguno de los tres hermanos ha viajado en avión; la distancia más larga que han recorrido en los últimos cuarenta años es la que separa a su vereda, en Montenegro, de Armenia, la capital quindiana. Muy excepcionalmente, José Manuel fue un día a Cali y regresó ese mismo día.

Pero el caso más impresionante es el de Amelia. No conoce un mundo distinto a los desafíos diarios de la culinaria elemental, del tendido de las camas, de barrer y limpiar la habitación, de alimentar a las mascotas. No lee, no escribe, ve muy poca televisión, su gran vínculo con el mundo es un par de estaciones radiales y los chismes diarios que le trae Esther de sus caminatas por el pueblo; cuando va al pueblo es, casi siempre, por iniciativa de su hermana y cuando el suceso lo justifica: asistir a un sepelio, reclamar la mensualidad de su reciente pensión. Cuando los visito, las respuestas de Amelia para cualquier pregunta mía son, invariablemente, “no sé”. Las decisiones fuertes de la casa, parece, las toman sus hermanos, incluso en asuntos que le incumben plenamente a ella. Por ejemplo, en estos días de vacunación para los mayores de setenta años, Amelia no sabe si se vacunara, “hay que esperar qué dicen José Manuel y Esther”.

Otro ejemplo de reclusión en la vida doméstica es el de mi tío Cristóbal. Su decisión de replegarse en el solar de su casa, desde 1990, es aparentemente un ejercicio soberano de su voluntad. El día que más camina es cuando queda solo en la casa y debe abrir la puerta. Mi tío Cristóbal es locuaz, dicharachero, buen repentista de refranes antioqueños; pero sus principales conversaciones son con su vieja lora que tiene más de cuarenta años y con los pobres pájaros enjaulados. Por alguna razón, a mi tío no le interesa desde hace tres décadas salir a la tienda, comer en un restaurante y mucho menos visitar al médico o viajar a otras ciudades. Cuando inició la cuarentena, dijo con su común buen humor que eso para él no era ninguna novedad, que nos llevaba treinta años de experiencia en la vida de encierro y que estaba disponible para dar algunos buenos consejos. Mi tío tiene 86 años y no quiere salir a vacunarse, está esperando que la enfermera visite su dominio reducido al breve espacio de un patio.     

 

Pintado en la Pared No. 224.

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