Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 30 de mayo de 2021

Memoria de la peste

 

 La universidad pública y la protesta social (2).

 

La universidad pública colombiana puede hacer un aporte muy relativo a la crisis social y política que ha tenido expresión cotidiana en más de un mes de protestas callejeras. El acceso a la educación es apenas uno de los temas centrales en las demandas que han tomado la calle en este último mes; la situación de empobrecimiento de la gente joven ha puesto por delante otros asuntos como la necesidad de una renta básica mensual. La Universidad del Valle, situada en el epicentro de esa protesta, tiene por delante unos retos enormes para contribuir a brindarle mejores condiciones de educación a la juventud que, con valentía, ha enfrentado la brutal represión del gobierno Duque.

La apertura del campus universitario.

El paso más inmediato debe ser la reapertura del campus universitario; creo que están dadas las condiciones de salud pública para un retorno progresivo a las clases presenciales el semestre próximo y al funcionamiento regular de los servicios de restaurante universitario, de la biblioteca central, del sistema de salud. Sobre todo, es indispensable que la Universidad del Valle recupere las condiciones de una vida en comunidad, dispuesta a reunirse, a discutir propuestas de reforma académica y administrativa que la sintonicen con las demandas de la gente joven de la región.

La ampliación de su cobertura.

Algunos consideran prioritario que la Universidad del Valle se instale definitivamente con una sede en el oriente de Cali; allí debería construirse un nuevo campus que ofrezca todas las carreras y programas académicos tanto de pregrado y de posgrado. A esa propuesta yo me permito agregar que ese nuevo campus debería albergar por lo menos 10.000 nuevos estudiantes y tener como una de sus premisas el reclutamiento de al menos 50 jóvenes investigadores en todas las áreas del conocimiento que puedan garantizar altos niveles en actividades de docencia, investigación y extensión. Algo semejante debería emprenderse en el centro o norte del departamento del Valle; una sede que acoja a estudiantes de esa zona del departamento y que también irradie la influencia de la universidad en los departamentos vecinos (Chocó, Quindío y Risaralda, principalmente). En asocio con las universidades del Cauca y Nariño, la Universidad del Valle debería ofrecer programas de pregrado y posgrado en beneficio de toda la población juvenil del suroccidente colombiano.

Por supuesto, proyectos de expansión de esta naturaleza demandan la aplicación de la matrícula cero, las garantías de un presupuesto que les dé sustento al crecimiento de la institución en la creación de nuevas sedes, a la formación y reclutamiento de jóvenes doctores en todas las áreas de conocimiento, a la financiación de la investigación.

La investigación social en una región pluriétnica.

La riqueza pluriétnica del suroccidente colombiana necesita ser examinada y valorada sistemáticamente por las universidades públicas colombianas; la Universidad del Valle tiene que corregir o reforzar en ciertos aspectos la investigación acerca de esa compleja riqueza cultural de esta región del país. Para eso debe dar algunos pasos inmediatos como, por ejemplo, la creación de un departamento de antropología con un programa académico de pregrado. No puede ser que la principal universidad del suroccidente colombiano vea como un asunto decorativo el estudio de la población de esta región en su dimensión antropológica.

Al lado de eso es muy importante la creación de un centro de investigación que reúna grupos interdisciplinarios dedicados a investigar las dimensiones histórica, lingüística, geográfica, médica, filosófica, antropológica, sociológica de la población y los poblamientos de las ciudades y del mundo rural del suroccidente de Colombia. La universidad pública colombiana tiene que comprometerse con el rescate y difusión de saberes ancestrales, de las lenguas de las comunidades originarias, de las cosmovisiones de todas las comunidades étnicas que constituyen el variopinto paisaje cultural de esta parte del país.  

Por supuesto, la concreción de estos propósitos pasa por un necesario cambio cualitativo y cuantitativo en los presupuestos para la educación superior en Colombia; pasa por discusiones y acuerdos entre los miembros de nuestra comunidad universitaria y entre la universidad pública y la sociedad de esta región. Por eso sólo podemos hablar, hasta hoy, de propósitos de redefinición del lugar de la universidad pública colombiana en una sociedad más incluyente y participativa. Eso está por verse, eso está por lograrse en medio del cruento sacrificio de nuestra gente joven en las calles de Colombia.

Pintado en la Pared No. 231.

lunes, 24 de mayo de 2021

Memoria de la peste

 

La universidad pública y la protesta social (1).

Algunos colegas consideran que, en estas coyunturas, como la cruda protesta social en Colombia, los profesores de las universidades públicas debemos comportarnos como funcionarios que cumplen rigurosamente con su deber técnico de impartir clases. Por ser funcionarios públicos, arguyen esos colegas, no tenemos derecho a inmiscuirnos en la discusión sobre las causas y las consecuencias de la protesta social; tampoco debemos reunirnos ni en asambleas generales ni en claustros de departamento para examinar colegiadamente temas tan álgidos porque, afirman, estaremos incurriendo en la violación de los deberes propios de la función pública. En fin, colegas así piensan que los profesores universitarios somos gente sin opinión y que las universidades no pueden ni detenerse ni alterarse en sus rutinas académicas. Para ellos, la vida universitaria debe transcurrir impertérrita, abstraída de los sucesos que la asedian. Según ellos, un profesor de una universidad pública no debería responder a entrevistas de medios periodísticos que le pidan sus diagnósticos y pronósticos acerca del fenómeno complejo de la protesta urbana en Colombia. De hacerlo, ese profesor podría ser sujeto de un proceso disciplinario ante la procuraduría.  

Esa concepción de la universidad pública, puesta en práctica, es altamente perjudicial para cualquier institución que reúna funcionarios cuyos rasgos más evidentes son los de tener una formación universitaria privilegiada, si se comparan con el resto de ciudadanos; las universidades públicas en Colombia concentran algo así como el 70% del personal con título de doctorado en cualquier área del conocimiento, en un país que muy difícilmente reúne un 1% de la población con título de doctorado. Ese atributo tan radicalmente distintivo hace que el profesor de la universidad pública tenga el deber permanente, en cualquier circunstancia, de decirle algo a la sociedad en que habita; con su trabajo cotidiano, los profesores y profesoras de las universidades colombianas, entre ellas las públicas, están guiando a la sociedad, están difundiendo nuevo conocimiento especializado, están orientando discusiones sobre asuntos cruciales, y ese trabajo cotidiano de conversación con la sociedad incluye lo que sucede en el aula de clase, en el laboratorio, en el taller, en la salida de campo, en la conferencia magistral, en la publicación de un libro, en la columna de opinión de un periódico, en la entrevista radial o televisiva, en la sesión de una asamblea general de profesores, en la marcha callejera.

Precisamente por ser un funcionario público que posee conocimientos que difícilmente poseen los demás; precisamente por ser un funcionario que ha logrado adquirir conocimientos y títulos universitarios gracias a los recursos del Estado, este tipo de funcionario tiene la obligación constante de devolverle a la sociedad lo que la sociedad con sus impuestos le ha permitido llegar a ser. Un profesor o una profesora de universidad pública no es solamente aquel o aquella que sabe interpretar el vitral de una catedral gótica o sabe descifrar un manuscrito del siglo XVII o explica lúcidamente la diferencia entre Gottfried Leibniz y Baruch de Spinoza o sabe hacer los cálculos de resistencia de los pilares de acero de un puente o diagnostica a la perfección un conjunto de síntomas de una enfermedad exótica o describe con precisión la composición fitoquímica de unas plantas. Esta es la dimensión técnica, especializada y limitada de la función transmisora de conocimiento; pero hay otra dimensión inherente a la condición de un funcionario público poseedor de un capital simbólico que le permite hablar de lo que ha sido, de lo que viene siendo y de lo que puede llegar a ser la sociedad en que están inmersos ese profesor universitario y la institución a la que pertenece.

Las y los profesores de las universidades públicas no son funcionarios públicos educados para el silencio y la sumisión; no importa la índole de su especialización en algún rincón de una ciencia, su acumulado de conocimiento no es patrimonio de exclusiva y restringida circulación en las franjas horarias de los cursos semestrales asignados. Tienen la obligación de hacer circular ese conocimiento por fuera del claustro universitario, de resignificarlo en los momentos que la sociedad se debate en torno a asuntos básicos de la existencia. Para los científicos de las ciencias humanas y sociales, está claro que no es la primera vez que la sociedad humana está sometida a los desastres de la peste; no es la primera vez que el ser humano expresa su temor y su indignación ante la enfermedad, la muerte, la ruina y la pobreza. No es la primera vez que la sociedad cuestiona las fórmulas de la representación política. Un científico de las ciencias humanas y sociales, adscrito a cualquier universidad pública, debería partir de esas elementales certezas para tratar de decirles algo a los grupos humanos que hoy están discutiendo las premisas del funcionamiento de la vida pública en Colombia. Hacerlo es un deber de científico, de humanista y de funcionario público.

Dejemos esto en claro para empezar a decir algo acerca de lo que la universidad pública puede proponerle a la sociedad colombiana en esta encrucijada tan difícil, con o sin licencia de la mordaza de los colegas que, si acaso, saben contemplar los vitrales de las catedrales góticas de Europa.

Pintado en la Pared No. 230.    

jueves, 20 de mayo de 2021

Memoria de la peste

 

Cali: ciudad de la protesta.

En ninguna ciudad de Colombia la protesta callejera adquirió la intensidad y la complejidad de lo que ha vivido durante más de veinte días la ciudad de Cali. La capital del Valle del Cauca y sus alrededores han experimentado la movilización de la minga indígena caucana, de las comunidades afrodescendientes, las mujeres y, sobre todo, los jóvenes. Allí, el estallido social ha mezclado el desespero por el hambre y el desempleo, la indignación por expectativas frustradas, los intereses diversos de los agentes sociales y las comunidades étnicas, las urgencias de la participación directa en la búsqueda de soluciones inmediatas. Cali ha levantado, al inicio de las manifestaciones, el bastión de la resistencia, del coraje; es la ciudad que ha tenido que enfrentar la represión brutal de la fuerza pública, luego el fuego de paramilitares protegidos por la penumbra de la noche y por la complicidad de la policía nacional. Hoy, allí, se está discutiendo en cada instante, en cada rincón, cómo será el futuro inmediato luego de una lucha en que los principales sacrificados han sido los jóvenes.

Cali es la principal ciudad del suroccidente colombiano, concentra y expresa histórica y demográficamente las desigualdades sociales y económicas. El suroccidente ha sido desde hace varios siglos el espacio de convivencia muy conflictiva de comunidades indígenas, afrodescendientes esclavizados, campesinos blancos pobres, hacendados con sus peonadas. En la segunda mitad del siglo XVIII, desde Cartago hasta Pasto, la región fue el epicentro de asonadas, motines y levantamientos en contra de las reformas borbónicas; hubo incendios de los estancos, de las casas de autoridades parroquiales, manifestaciones en las plazas centrales. Entre 1848 y 1851 hubo revueltas populares en contra de los hacendados que pretendían tener el control de los ejidos ; en ese entonces hubo saqueos, asesinatos, azotes con zurriago a los dueños de haciendas.

En Cali y en el suroccidente de Colombia se acumula una larga historia de conflictos relacionados con la propiedad de la tierra, tanto en el medio rural como en el urbano. Las comunidades originarias han sido sistemáticamente desterradas de sus propiedades ancestrales mientras ascendía la propiedad hacendataria concentrada en pocas familias de blancos que se ufanaban de sus linajes españoles. En Cali, desde el siglo XVIII hasta nuestros días ha habido conflictos y debates en torno a los ejidos, terrenos comunales cuya propiedad ha estado en permanente litigio. Más cerca de nuestros tiempos, el narcotráfico, el comercio de armas, la minería ilegal, la tala de bosques han exacerbado el crimen organizado, la organización de grupos guerrilleros y paramilitares, las disputas por zonas estratégicas para el comercio ilegal.

La fisonomía de la capital del Valle del Cauca ha sido esculpida por enfrentamientos étnicos y clasistas, por disputas territoriales, por luchas simbólicas en el control de barriadas. Cada agente social y étnico lucha por el reconocimiento de antiguos derechos, reclama prioridades en la repartición de recursos, cuestiona fortunas conseguidas mediante masacres y destierros. Es una ciudad cuya topografía ha sido segmentada por expectativas enfrentadas; blancos ricos que han usurpado tierras y han querido imponer su ideal de civismo; blancos pobres provenientes de la colonización antioqueña que hallaron refugio en el pequeño comercio urbano ; comunidades indígenas que han sido constreñidas a vivir en tierras áridas y que sobreviven en medio de las hostilidades de organizaciones guerrilleras, de cultivadores y comercializadores de coca;  afrodescendientes que guardan en la memoria colectiva las expoliaciones del viejo sistema de la hacienda esclavista más aquellos que padecen el desplazamiento forzoso en Chocó y Nariño y buscan refugio en los cordones de miseria que bordean el río Cauca.

Los sucesos de Cali, como de muchas partes de Colombia, rebasan los postulados iniciales del paro nacional convocado el 28 de octubre; el pueblo caleño es protagonista de una revuelta cuyo desenlace ahora no podemos entrever. No ha sido solamente una rebelión de la pobreza, no ha sido solamente la protesta de los jóvenes sin futuro, no ha sido solamente la indignación por el asesinato sistemático de líderes y lideresas sociales, no ha sido solamente la exasperación por el incumplimiento de los acuerdos de paz. Ha sido todo eso y más. Ante la ausencia de genuinos liderazgos y de representantes políticos, la heterogénea masa popular caleña tomó las calles y busca una metodología de negociación con autoridades locales y nacionales que le garantice la satisfacción de múltiples anhelos.

Entre todas las exigencias que afloran del día a día de la persistente protesta callejera, en Cali, destaco el papel cumplido por la juventud. Los muchachos esperan cambios cualitativos en la educación que les permitan el acceso a una formación técnica y universitaria gratuita y que les garantice un porvenir profesional. Hablan de políticas culturales incluyentes, de espacios de recreación y deporte, de salarios dignos, de acceso a planes de vivienda.

El tiempo pasa y es posible que la protesta se degrade, que aparezcan agentes sociales que buscan aprovechar la coyuntura para sus propósitos delincuenciales o para sus ambiciones electorales. Urge que los jóvenes caleños se organicen y obliguen a los funcionarios gubernamentales a asumir compromisos por exigencias concretas. Y supongamos que, en el peor de los casos, la gente caleña que ha expuesto sus vidas todos estos días no consiga nada palpable que mejore sustancialmente su situación económica, aun así, ya ha demostrado una valentía y una dignidad que contrastan con la iniquidad de las acciones del presidente Duque.

La ciudad, luego de esto, ya no será la misma. Ya no habrá lugar para hipocresías y discursos cosméticos. La sociedad caleña está dividida; los odios étnicos y de clase han quedado expuestos. Habrá necesidad, de todos modos, de nuevos pactos de convivencia entre agentes sociales muy diversos.

Pintado en la Pared No. 229.

lunes, 17 de mayo de 2021

Memoria de la peste


La protesta social en Colombia.

 

Desde el 28 de abril, Colombia está sumida en la protesta social. El detonante fue un proyecto de reforma tributaria que no se compadecía con el aumento de la pobreza monetaria en Colombia que llegó hasta el 42.5% (21 millones de habitantes); un ministro de Hacienda empeñado en respetar la ortodoxia neoliberal y desconectado de las angustias diarias de la población quiso imponer nuevos impuestos a los alimentos básicos. A eso se agregaba el descontento social acumulado desde antes de la pandemia; a fines de 2019 hubo movilizaciones que expresaban el rechazo a las medidas económicas del gobierno Duque y la pandemia se convirtió en un mal disimulado paréntesis de la protesta social.

Las manifestaciones han sido multitudinarias y persistentes durante casi veinte días; al lado de las marchas pacíficas ha habido toma y bloqueo de vías nacionales, calles en las ciudades. También ha habido saqueos de almacenes y bancos, incendios de bienes públicos y privados. La policía ha cometido excesos en el uso de la fuerza y ha sido responsable de asesinatos, de agresiones sexuales a mujeres, de lesiones. Según las cifras más conservadoras, hasta el 10 de mayo se acumulan 47 muertes (46 civiles y 1 agente de policía); de las 46 muertes de civiles, por lo menos 39 han sido responsabilidad de miembros de la policía nacional. Hay 28 personas con heridas oculares, 12 víctimas de agresiones sexuales, un centenar de casos de uso de armas de fuego que incluye episodios de civiles sin identificar armados que han disparado contra los manifestantes.

Las protestas han decantado una masiva movilización de jóvenes que se han empobrecido, que no tienen oportunidades de empleo, ni de acceso a la educación universitaria. Además, la juventud no se siente representada ni por los partidos políticos, ni por los líderes sindicales; los jóvenes en los barrios han sido los principales protagonistas de los bloqueos de vías y han sido baluartes de una explosión de lucha digna contra la pobreza, en búsqueda de políticas públicas que los incluyan y en la creación de mecanismos de participación ciudadana. Ellos han sido, además, las principales víctimas de los excesos de la fuerza pública.

A medida que pasan los días, las movilizaciones masivas se mantienen, pero también han irrumpido protagonistas de muy diverso tipo que han provocado confusión y desasosiego en algunos lugares del país. Civiles armados han lanzado ráfagas contra los manifestantes, han disparado contra miembros de la minga indígena; también han intervenido grupos delincuenciales que cobran dinero por dejar pasar vehículos o que destruyen o incendian estaciones de gasolina.

En los primeros días, el gobierno Duque reaccionó con la renuncia de su ministro de Hacienda y con el retiro del proyecto de reforma tributaria; sin embargo, el descontento no se detuvo y, al contrario, parece incontenible en sus demandas que son tan diversas como los agentes sociales comprometidos en las movilizaciones cotidianas. La represión armada no bastó para contener la protesta social y ahora, con cierta tardanza, el presidente y su gabinete se han sentado a negociar con un comité del paro nacional cuya representatividad está, ahora, en entredicho.

La protesta social ha sido tan arrasadora que ha provocado dificultades en el desplazamiento de los habitantes y en el abastecimiento de medicamentos y de alimentos; pero, sobre todo, hizo olvidar las altas cifras de contagios y muertes por la Covid-19. Mientras se ha protestado diariamente, Colombia se ha estacionado en el cuarto lugar en el mundo en muertes diarias por el coronavirus; en promedio, en las dos últimas semanas, han muerto diariamente 480 personas y ha habido días que superan las 500 muertes.

La solución al conflicto social parece lenta, lejana y traumática. El país no va a ser el mismo después de esta situación desastrosa provocada, en muy buena medida, por un gobierno que no supo percibir la creciente inconformidad de una sociedad que la estaba pasando muy mal a causa de la pandemia y a la que el presidente Duque le iba a agregar el fardo de una reforma tributaria que exacerbaba las desigualdades en el país que tiene el índice de desigualdad más alto en América latina. Esta protesta social habla de hambre, de pobreza, de democracia, del futuro de nuestros jóvenes y de lo que será o no será Colombia en su difícil tránsito a la sociedad posterior a los acuerdos de paz con la guerrilla.

Pintado en la Pared No. 228.        

sábado, 1 de mayo de 2021

Memoria de la peste

 

La inminencia de la muerte.

Esta peste nos expuso ante la inminencia de la muerte; pero creo que esa inminencia no la hemos entendido suficientemente bien. La inminencia es la proximidad aterradora, es un aumento del temor y de la angustia porque la muerte ya no es algo remoto y contingente; al contrario, la peste nos ha puesto muy cerca de la muerte, porque puede morir usted, puedo morir yo, puede morir un amigo, puede morir alguien de la familia. Esa inminencia también significa que nuestra situación de seres vivientes puede cambiar repentinamente; podemos gozar de buena salud y en un par de días pasamos a una situación de deterioro del cuerpo que nos arrastrará rápidamente al sepulcro. Mucha gente que veíamos en actividades públicas, radiantes y vitales, luego aparece registrada en los obituarios. La inminencia de la muerte es el aumento de las posibilidades de morir. Insisto, eso no lo hemos entendido.

¿Por qué? Porque rápidamente hemos banalizado la situación; esa banalización ha tenido varias expresiones. La muerte se volvió un conteo diario de fallecidos, una cifra para el registro sin nombres propios; un simple dato al final del día que se integra a una sumatoria general. Ese conteo diario pierde su sorpresa, deja de aterrarnos o de indignarnos, se vuelve una rutina; es decir, morir pierde toda trascendencia, no constituye un dolor. ¿Cuántas veces nuestro jefe de Estado o nuestros jefes espirituales (¿los hay?) han convocado un alto en el camino? ¿Cuántas veces han propiciado un alto en el camino que haga conmemorar, en colectivo, esta terrible acumulación de muertes? No recuerdo un solo momento que contenga ese impacto simbólico. Ahora bien, la muerte nos sigue pareciendo una desgracia ajena; nos lamentamos porque murió aquel o aquella o aquellos, pero creemos que sigue siendo un suceso que no nos involucra, seguimos creyéndonos espectadores de un suceso en que podemos terminar siendo otras víctimas.

La inminencia de la muerte no la hemos entendido, entre otras cosas, porque en la experiencia cotidiana y colectiva se ha ido acumulando algunas certezas más terribles. No le tememos a la muerte por el contagio de un virus que nos provoca una neumonía, les tememos a otras cosas que consideramos peores y más inmediatas; por ejemplo, la gente pobre de Colombia, que hoy supera el 40% (más de 20 millones de colombianos), le teme mucho más al hambre. En un país de pocos asalariados, de predominio de la economía informal, la gente obligada al “rebusque” diario no pudo contenerse disciplinadamente en sus viviendas, esa gente tuvo que salir a la calle a buscar algo para sobrevivir.

En Colombia, las muertes diarias por el coronavirus no ha sido el único conteo lúgubre; desde el inicio de las cuarentenas, en marzo, aprendí a registrar en un cuaderno el número diario de muertes a causa de la Covid-19, las muertes de líderes y lideresas sociales, las muertes de los desmovilizados de la antigua guerrilla de las Farc, las masacres en zonas de conflicto por el control del cultivo y comercio de la coca, las asonadas y motines contra un gobierno autoritario. Todo ese acumulado de muertes volvió relativa, casi banal, la preocupación por la muerte provocada por un virus. Esa es la forma de muerte menos terrible e indigna en Colombia. En Colombia le tememos a morir de hambre, a morir asesinado, a morir en un asalto callejero, a morir atropellado por la brutalidad policial. Le tememos al presidente Duque, al expresidente Uribe, al ministro Carrasquilla, a los jefes de las disidencias de la guerrilla, a los jefes de carteles del tráfico de drogas y de armas, y le tememos mucho menos a un contagio viral, eso es lo más decente y tranquilo que nos puede suceder.

En mi cuaderno de notas, hasta el 27 de abril de 2021, tengo estas cifras básicas de muerte en Colombia durante este tiempo pestífero: en el preludio de la cuarentena de marzo de 2020, hubo una masacre en la cárcel principal de Bogotá, hubo 23 muertos;  en el 2020 hubo más de 60 masacres y han sido asesinadas más de 250 personas; en 2020 fueron asesinados cerca de 200 desmovilizados de las Farc; el 11 de septiembre de ese año hubo 13 muertos y más de 400 heridos tan solo en Bogotá, en una protesta ciudadana contra la brutalidad policial. Las cifras de las muertes y contagios diarios son los datos más comunes, aparecen diariamente registrados en los periódicos y boletines oficiales del ministerio de salud.

Hoy, 1º  de mayo de 2021, es el cuarto día de protestas contra el proyecto de reforma tributaria presentado al Congreso por el gobierno Duque; el proyecto es un asalto contra la clase media y los pocos asalariados en un país con cifras históricas de desempleo y pobreza. Las protestas son masivas y suceden en la plenitud del tercer punto más alto de muertes y contagios; ha habido semanas de más de 400 muertes diarias en promedio. Las multitudinarias y violentas protestas no estaban en los cálculos de nadie, ni siquiera de los mismos promotores. Una multitud heterogénea, con muy diversos intereses seguramente, ha saqueado y destruido bienes públicos y privados en Cali, Bogotá, Medellín, Pereira, Popayán. Les he escuchado decir a los manifestantes que le temen más al gobierno Duque que al coronavirus o que prefieren morir de coronavirus que aplastados por el modelo económico del ministro de Hacienda.

El acumulado de muertes, heridos y destrucción aumenta cada día y a eso sumará, en pocos días, el aumento de contagios provocado por la movilización popular. En un país mal acostumbrado a políticos matones, en un país mal acostumbrado a sobrevivir a sangre y fuego, la muerte inminente por una peste le resulta trivial.

Pintado en la Pared No. 227.

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