Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

sábado, 1 de mayo de 2021

Memoria de la peste

 

La inminencia de la muerte.

Esta peste nos expuso ante la inminencia de la muerte; pero creo que esa inminencia no la hemos entendido suficientemente bien. La inminencia es la proximidad aterradora, es un aumento del temor y de la angustia porque la muerte ya no es algo remoto y contingente; al contrario, la peste nos ha puesto muy cerca de la muerte, porque puede morir usted, puedo morir yo, puede morir un amigo, puede morir alguien de la familia. Esa inminencia también significa que nuestra situación de seres vivientes puede cambiar repentinamente; podemos gozar de buena salud y en un par de días pasamos a una situación de deterioro del cuerpo que nos arrastrará rápidamente al sepulcro. Mucha gente que veíamos en actividades públicas, radiantes y vitales, luego aparece registrada en los obituarios. La inminencia de la muerte es el aumento de las posibilidades de morir. Insisto, eso no lo hemos entendido.

¿Por qué? Porque rápidamente hemos banalizado la situación; esa banalización ha tenido varias expresiones. La muerte se volvió un conteo diario de fallecidos, una cifra para el registro sin nombres propios; un simple dato al final del día que se integra a una sumatoria general. Ese conteo diario pierde su sorpresa, deja de aterrarnos o de indignarnos, se vuelve una rutina; es decir, morir pierde toda trascendencia, no constituye un dolor. ¿Cuántas veces nuestro jefe de Estado o nuestros jefes espirituales (¿los hay?) han convocado un alto en el camino? ¿Cuántas veces han propiciado un alto en el camino que haga conmemorar, en colectivo, esta terrible acumulación de muertes? No recuerdo un solo momento que contenga ese impacto simbólico. Ahora bien, la muerte nos sigue pareciendo una desgracia ajena; nos lamentamos porque murió aquel o aquella o aquellos, pero creemos que sigue siendo un suceso que no nos involucra, seguimos creyéndonos espectadores de un suceso en que podemos terminar siendo otras víctimas.

La inminencia de la muerte no la hemos entendido, entre otras cosas, porque en la experiencia cotidiana y colectiva se ha ido acumulando algunas certezas más terribles. No le tememos a la muerte por el contagio de un virus que nos provoca una neumonía, les tememos a otras cosas que consideramos peores y más inmediatas; por ejemplo, la gente pobre de Colombia, que hoy supera el 40% (más de 20 millones de colombianos), le teme mucho más al hambre. En un país de pocos asalariados, de predominio de la economía informal, la gente obligada al “rebusque” diario no pudo contenerse disciplinadamente en sus viviendas, esa gente tuvo que salir a la calle a buscar algo para sobrevivir.

En Colombia, las muertes diarias por el coronavirus no ha sido el único conteo lúgubre; desde el inicio de las cuarentenas, en marzo, aprendí a registrar en un cuaderno el número diario de muertes a causa de la Covid-19, las muertes de líderes y lideresas sociales, las muertes de los desmovilizados de la antigua guerrilla de las Farc, las masacres en zonas de conflicto por el control del cultivo y comercio de la coca, las asonadas y motines contra un gobierno autoritario. Todo ese acumulado de muertes volvió relativa, casi banal, la preocupación por la muerte provocada por un virus. Esa es la forma de muerte menos terrible e indigna en Colombia. En Colombia le tememos a morir de hambre, a morir asesinado, a morir en un asalto callejero, a morir atropellado por la brutalidad policial. Le tememos al presidente Duque, al expresidente Uribe, al ministro Carrasquilla, a los jefes de las disidencias de la guerrilla, a los jefes de carteles del tráfico de drogas y de armas, y le tememos mucho menos a un contagio viral, eso es lo más decente y tranquilo que nos puede suceder.

En mi cuaderno de notas, hasta el 27 de abril de 2021, tengo estas cifras básicas de muerte en Colombia durante este tiempo pestífero: en el preludio de la cuarentena de marzo de 2020, hubo una masacre en la cárcel principal de Bogotá, hubo 23 muertos;  en el 2020 hubo más de 60 masacres y han sido asesinadas más de 250 personas; en 2020 fueron asesinados cerca de 200 desmovilizados de las Farc; el 11 de septiembre de ese año hubo 13 muertos y más de 400 heridos tan solo en Bogotá, en una protesta ciudadana contra la brutalidad policial. Las cifras de las muertes y contagios diarios son los datos más comunes, aparecen diariamente registrados en los periódicos y boletines oficiales del ministerio de salud.

Hoy, 1º  de mayo de 2021, es el cuarto día de protestas contra el proyecto de reforma tributaria presentado al Congreso por el gobierno Duque; el proyecto es un asalto contra la clase media y los pocos asalariados en un país con cifras históricas de desempleo y pobreza. Las protestas son masivas y suceden en la plenitud del tercer punto más alto de muertes y contagios; ha habido semanas de más de 400 muertes diarias en promedio. Las multitudinarias y violentas protestas no estaban en los cálculos de nadie, ni siquiera de los mismos promotores. Una multitud heterogénea, con muy diversos intereses seguramente, ha saqueado y destruido bienes públicos y privados en Cali, Bogotá, Medellín, Pereira, Popayán. Les he escuchado decir a los manifestantes que le temen más al gobierno Duque que al coronavirus o que prefieren morir de coronavirus que aplastados por el modelo económico del ministro de Hacienda.

El acumulado de muertes, heridos y destrucción aumenta cada día y a eso sumará, en pocos días, el aumento de contagios provocado por la movilización popular. En un país mal acostumbrado a políticos matones, en un país mal acostumbrado a sobrevivir a sangre y fuego, la muerte inminente por una peste le resulta trivial.

Pintado en la Pared No. 227.

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