Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

miércoles, 6 de febrero de 2019

Modelos historiográficos (4)



Leer tradiciones.

Buscamos adquirir cultura historiográfica porque necesitamos acumular capital simbólico, conocer tradiciones, porque necesitamos conseguir capacidad de discernimiento hasta entender a qué podemos seguir aferrándonos y de qué debemos intentar separarnos. No basta leer clásicos, obras canónicas que provienen de tradiciones académicas más firmes y lejanas que las nuestras; hay que leer, también, las historiografías nuestras. Por eso, hay que volver a decirlo, el historiador en su formación que es casi permanente necesita pasar por el tamiz de un lector voraz y despiadado.

En los proyectos de investigación histórica hay un punto que solemos llamar “estado de la cuestión” o “estado del arte”; allí queda plasmado nuestro juicio general sobre la historiografía que, según el proyecto, más nos incumbe. Esa revisión historiográfica está orientada por una lectura orientada y, otra vez, despiadada en que hacemos una especie de ajuste de cuentas. Hacemos un inventario de las contribuciones y carencias que nos preceden para luego tomar nuestras propias decisiones y sentirnos seguros de la investigación que vamos a emprender. De modo que leer nuestras tradiciones historiográficas nos ayuda a ejercer el criterio.

La lectura de nuestras tradiciones historiográficas nos dota, además, de una visión de conjunto que permite establecer el estado general de la disciplina y, al tiempo, nos va situando en algún lugar de esa disciplina. Vamos entendiendo en qué momento del desarrollo disciplinar nos estamos situando, vamos adquiriendo un lugar en el campo específico de determinada o determinadas áreas historiográficas. Leer a nuestros maestros, a nuestros colegas, a nuestros compañeros e, incluso, a nuestros rivales, nos va integrando dentro de las competiciones, disputas y cooperaciones de eso que llamamos comunidad académica. Eso nos prepara para saber hablar acerca de algo o de alguien. Por eso la lectura de nuestras tradiciones historiográficas debe ir acompañada de buenos apuntes, de reseñas críticas, de juicios de valor, de elecciones fundamentadas.

Adquisición de cultura historiográfica y formación del juicio historiográfico; conocer autores y obras, situarlos en el contexto de una historia intelectual y de evolución de la disciplina. Además de eso, educar el criterio para saber tomar decisiones acerca de lo que sirve y no sirve, acerca de lo que el campo historiográfico ha construido y le falta por construir. Al lograr ese grado de formación, el historiador ha ido especializándose, porque ha ido conociendo con algún grado de detalle determinados conjuntos de obras que tienen ciertas afinidades.

Los historiadores y las historiadoras, al leer lo producido por sus tradiciones historiográficas comienzan a adherirse a ellas, a sentir que forman parte de un lenguaje común y que con respecto a ese lenguaje común pueden agregar nuevas formas de hablar, nuevas palabras, nuevas verdades. Leyendo se aprende a querer y a odiar, a saber que vale la pena que permanezca y que es mejor desterrar de esa tradición.  

Los historiadores y las historiadoras se forman, en muy buena medida, leyendo libros de historia, conociendo los intríngulis del oficio; si omite esta premisa de su formación, estará expuesto a prácticas ingenuas y, sobre todo, no le podrá garantizar a la ciencia histórica nuevas contribuciones. ¿Por qué insistir tanto en esta fase formativa? Porque tendemos al descuido y a las omisiones flagrantes: “historiadores” que no han leído ni a Bloch ni a Braudel ni a Thompson; “historiadores” que no saben distinguir entre un libro de historia, una novela y un relato periodístico; “historiadores” que no conocen la tradición historiográfica de su propio país. En fin, “historiadores” que no han recorrido los caminos básicos y, por eso, hay que poner en duda su condición de historiadores.

Pintado en la Pared No. 190.

martes, 5 de febrero de 2019

Modelos historiográficos (3)


Nuestra cultura historiográfica se consolida leyendo obras fundamentales que han sobrevivido al paso del tiempo y hemos vuelto clásicas hasta convertirse en libros canónicos. Sé que vivimos tiempos muy escépticos que nos hacen sospechar de esos cánones; leamos entonces con sospecha, pero leamos para saber contra qué hay que establecer ruptura. Leamos para saber con claridad qué podemos y queremos hacer y qué no. También vivimos tiempos de pérdida de humildad en que creemos que podemos prescindir de ciertas lecturas porque las consideramos, de entrada, superfluas; pero puedo garantizarles con certeza que con esa arrogancia no se llega a ninguna parte.
Cuando leemos a cualquier historiador de Francia, Gran Bretaña o Italia, incluso algunos historiadores españoles, nos daremos cuenta de las distancias institucionales del desarrollo disciplinar. Aquello que esos señores, y señoras, escribieron en las décadas de 1940 o 1960 no podemos escribirlo nosotros; ellos escribieron en medio de mayores dificultades técnicas que nosotros y escribieron más, visitaron más archivos, escribieron anticipos con mayor profusión que nosotros. Todo eso nos habla de una vida más o menos profesional del oficio, de unas convicciones mucho más sostenidas, de un vínculo más familiar con los archivos.

Yo suelo comenzar un curso o seminario historiográfico mostrando el par de tomos de El Mediterráneo, de Braudel. Es una especie de intimidación; parece una bofetada a nuestros propósitos. El asunto tratado por el historiador francés nos parece exótico; sin embargo, tan solo eso, para empezar, tiene una vigencia enorme hoy en un país biodiverso en proceso de auto-aniquilación. En la moda de la historia ambiental, Braudel es una ignorancia estupenda; ni siquiera han leído allí la historia del clima de Ladurie. Parte de la bofetada cultural es mostrar que lo que alguien pudo escribir en medio de la segunda guerra mundial, y en un campo de concentración, no lo puede hacer un historiador colombiano. Pero, peor: ¿no podemos o no queremos?
Nuestro modo de pensar el ejercicio historiográfico es muy modesto, muy reducido en acumulación de archivos, en invención de problemas de investigación, en definiciones de una temporalidad. A nosotros nos queda muy difícil pensar en grandes obras abarcadoras y cuando queremos ser ambiciosos, terminamos siendo pretenciosos hasta la parálisis, hasta la confusión interna. El primer mensaje que lanza a un joven historiador colombiano el libro de Braudel es que estamos institucionalmente lejos de concebir obras de esa naturaleza. Algo muy semejante sucede con los dos tomos de la Formación de la clase obrera en Inglaterra, de Thompson. Una obra que ha sugerido tantas otras posibilidades de investigación en la historia social y política sigue siendo, entre nosotros, una simple maravilla digna de admiración, pero de muy poca aplicación.

Poner a leer obras de esta envergadura es un intento, ojalá no sea vano, de borrar las distancias. Hay que acercarse a esas obras, aprender de ellas y volverlas modelos inspiradores. Y la cosa más inmediata, por obvia, que nos dicen esas obras es que la buena historia se escribe en libros, la buena historia se escribe despacio, se investiga despacio. Nuestro oficio no da respuestas inmediatas, nuestro oficio puede producir grandes obras si se investiga con minucia, con paciencia y si se escribe de igual manera. Los libros de historia son exigentes para el historiador mismo, son pruebas vitales, son travesías azarosas en que sabemos cuál fue el punto de partida pero no sabemos con certeza a dónde llegaremos.

Pintado en la Pared No. 189 

Modelos historiográficos (2)




Enseguida nos internamos en el texto y quizás lo primero que merece nuestra atención es la sintaxis general de la obra, la distribución de sus partes debe obedecer a algún criterio, a una intención argumentativa. Precisamente, los buenos o grandes historiadores no han dejado nada al azar y han colocado cada cosa en su lugar; no empiezan ni terminan de cualquier modo. El simple índice temático ya nos sugiere una disposición de las partes, una “estructura”, un diseño de la narración, una dosificación del relato. Pensemos de nuevo en la obra de Fernand Braudel cuya organización corresponde a una estratificación temporal, desde la más larga a la más corta duración; o pensemos por qué Thompson empezó con la importancia concedida al número en asociación de artesanos o por qué Foucault, en Vigilar y castigar, inició con un sangriento suplicio. Insistamos, nada está puesto al azar en el relato de un historiador.

Luego nos puede interesar cómo ha sido la conversación con las fuentes, las prácticas de archivo, cuál ha sido el archivo, qué tan exhaustiva o variada fue la búsqueda, que tan conforme o inconforme fue con el acervo documental. Aquí es donde cualquier iniciado en la disciplina histórica tiene que aprender mejor a leer libros de historia; hay que aprender a discernir en torno a si todo lo que dice el historiador está apoyado en testimonios, si hay pasajes basados en conjeturas, si hay licencias de argumentación en que la intención de decir verdad se ha desvanecido. Unos historiadores podrán maravillarnos por el volumen inmenso de fuentes al que acudió, otros nos habrán mostrado que podemos trabajar en medio de la precariedad de testimonios. Entenderemos mejor por qué ciertos libros toman años, hasta décadas en su elaboración; entenderemos la importancia de conocer varias lenguas para facilitar nuestro acceso a determinados archivos. Pero, en suma, nos acostumbraremos al peso narrativo y hasta tipográfico de la cita de fuentes; leeremos arriba y abajo (o adelante y atrás); leeremos el grueso del relato y el inventario trajinado de las fuentes primarias que puso a circular.

Atado a lo anterior deberemos fijarnos en la forma de citar textualmente; si es un recurso bien o mal explotado. Si se excede o si se abstiene; si prefiere citas extensas e ilegibles o si acude a citas cortas, puntuales y pertinentes o si sabe combinar las unas con las otras. Si hay una subjetividad que narra con fuerza y que acude a citaciones literales cuando es estrictamente necesario para darle sustento a su argumento. O si prefiere aquello de que los documentos hablen por sí solos con muy débiles intervenciones del historiador que se vuelve un remendón de citas textuales.  Esto nos irá llevando a asuntos más finos, quizás de detalle, pero que pueden ser reveladores: cómo inicia y cómo termina cada capítulo, cómo organiza cada párrafo. Hasta lograr identificar un estilo, unos sellos narrativos propios. Es muy posible que no hallemos mucho de eso en varios historiadores que procuran escribir con apego académico, completamente asépticos.

Avanzada la lectura de la obra podemos empezar a preguntarnos si lo prometido en las páginas iniciales se ha ido cumpliendo; si lo que pretendía demostrar lo ha estado demostrando; si el orden expositivo que anunciaba lo ha ido llevando hasta llegar a buen término.


Pintado en la Pared No. 188.

domingo, 3 de febrero de 2019

Los modelos historiográficos (I)



Un historiador o una historiadora a secas tiene que ser, entre otras cosas, un buen lector. Los historiadores tenemos que leer muchas cosas en busca de simple erudición, en busca de datos o testimonios, en busca del conocimiento de las claves de tal o cual época. Pero entre todas esas posibles y necesarias lectura voy a adelantarme a hablar de aquella que es formativa y, en consecuencia, diferenciadora radicalmente del historiador de cualquier aficionado amante de papeles; me refiero a la premisa insoslayable de la adquisición de una cultura historiográfica. Los historiadores y las historiadoras aprendemos a escribir libros de historia leyendo modelos historiográficos.

¿Qué buscamos en los modelos historiográficos? Primero, buscamos una tradición en la formación de un campo disciplinar, vamos en pos de aquellos hitos de investigación y escritura que representan escuelas, tendencias, paradigmas, cánones. Segundo, buscamos conocer la historia de la disciplina histórica según postulados acerca de métodos, objetos, perspectivas, acentos en determinados problemas de investigación. Tercero, leemos modelos historiográficos para discernir, pasa saber qué nos sirve y qué no, qué nos gusta y qué no. Cuarto, leemos libros medulares de la constitución del campo disciplinar de la historia para saber comparar lo que unos hicieron y otros no. En fin, y quizás lo más importante, leer libros de grandes historiadores nos ayudan a escribir nuestros propios libros.

Pero hay que aprender a leer esos paradigmas, esos modelos. No leemos solamente por acumular de forma curiosa alguna información; los historiadores tienen que aprender a leer los libros de otros historiadores, tanto como para encontrar varias cosas primordiales. Sin sugerir un orden en el examen de esas obras, me permito sugerir un itinerario de búsqueda.  

Todo modelo historiográfico contiene una génesis particular que revela las condiciones de posibilidad de la disciplina; el lugar social del historiador, sus adhesiones y repulsas; las intenciones iniciales; las conversaciones que sirvieron de preludio y de determinación. En suma, detrás de la singularidad aparente de cada obra hay una experiencia colectiva, una discusión que moldea el objeto de estudio. Es decir, se vuelve muy importante saber con respecto a qué y quiénes hubo rupturas o continuidades. 

Situar el autor y su obra se vuelve, en consecuencia, un ejercicio de historia intelectual aplicado a la obra historiográfica. Ese ámbito socio-histórico merece una reconstitución que ayude a entender elecciones temáticas y temporales, relaciones con los archivos, cuestiones narrativas y argumentativas. Situar el autor y su obra en una red de relaciones, en un momento de construcción y puja de un campo de conocimiento nos permite entender la condición subversiva, transgresora, reproductiva o imitativa de tal o cual autor; también nos ayuda a entender el estado de aceptación pública de los productos simbólicos de los historiadores, su grado de influencia social o política, sus vínculos o distancias con respecto al Estado, los partidos políticos, la academia universitaria.

Sabemos, por ejemplo, que el estudio clásico de Fernand Braudel sobre el Mediterráneo fue el resultado de una trayectoria sinuosa, de diálogos fructíferos con maestros y colegas e, incluso, de condiciones adversas para la escritura. También sabemos que el libro, también célebre, de Edward Palmer Thompson sobre la formación de la clase obrera inglesa pertenece a una tradición de estudios de las revoluciones de ese país. Y es muy posible que esas trayectorias diversas hagan parte de comunidades académicas (y no académicas) que orientaron las elecciones de objetos de estudio según pretendidas prioridades de problemas que merecían tentativas de solución.



Pintado en la Pared No. 187.




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