Enseguida nos internamos en el texto y quizás lo
primero que merece nuestra atención es la sintaxis general de la obra, la
distribución de sus partes debe obedecer a algún criterio, a una intención
argumentativa. Precisamente, los buenos o grandes historiadores no han dejado
nada al azar y han colocado cada cosa en su lugar; no empiezan ni terminan de
cualquier modo. El simple índice temático ya nos sugiere una disposición de las
partes, una “estructura”, un diseño de la narración, una dosificación del
relato. Pensemos de nuevo en la obra de Fernand Braudel cuya organización
corresponde a una estratificación temporal, desde la más larga a la más corta
duración; o pensemos por qué Thompson empezó con la importancia concedida al
número en asociación de artesanos o por qué Foucault, en Vigilar y castigar, inició con un sangriento suplicio. Insistamos,
nada está puesto al azar en el relato de un historiador.
Luego nos puede interesar cómo ha sido la conversación
con las fuentes, las prácticas de archivo, cuál ha sido el archivo, qué tan
exhaustiva o variada fue la búsqueda, que tan conforme o inconforme fue con el
acervo documental. Aquí es donde cualquier iniciado en la disciplina histórica
tiene que aprender mejor a leer libros de historia; hay que aprender a
discernir en torno a si todo lo que dice el historiador está apoyado en
testimonios, si hay pasajes basados en conjeturas, si hay licencias de
argumentación en que la intención de decir verdad se ha desvanecido. Unos
historiadores podrán maravillarnos por el volumen inmenso de fuentes al que
acudió, otros nos habrán mostrado que podemos trabajar en medio de la
precariedad de testimonios. Entenderemos mejor por qué ciertos libros toman
años, hasta décadas en su elaboración; entenderemos la importancia de conocer
varias lenguas para facilitar nuestro acceso a determinados archivos. Pero, en
suma, nos acostumbraremos al peso narrativo y hasta tipográfico de la cita de
fuentes; leeremos arriba y abajo (o adelante y atrás); leeremos el grueso del
relato y el inventario trajinado de las fuentes primarias que puso a circular.
Atado a lo anterior deberemos fijarnos en la forma de
citar textualmente; si es un recurso bien o mal explotado. Si se excede o si se
abstiene; si prefiere citas extensas e ilegibles o si acude a citas cortas,
puntuales y pertinentes o si sabe combinar las unas con las otras. Si hay una
subjetividad que narra con fuerza y que acude a citaciones literales cuando es
estrictamente necesario para darle sustento a su argumento. O si prefiere
aquello de que los documentos hablen por sí solos con muy débiles
intervenciones del historiador que se vuelve un remendón de citas textuales. Esto nos irá llevando a asuntos más finos,
quizás de detalle, pero que pueden ser reveladores: cómo inicia y cómo termina
cada capítulo, cómo organiza cada párrafo. Hasta lograr identificar un estilo,
unos sellos narrativos propios. Es muy posible que no hallemos mucho de eso en
varios historiadores que procuran escribir con apego académico, completamente
asépticos.
Avanzada la lectura de la obra podemos empezar a
preguntarnos si lo prometido en las páginas iniciales se ha ido cumpliendo; si
lo que pretendía demostrar lo ha estado demostrando; si el orden expositivo que
anunciaba lo ha ido llevando hasta llegar a buen término.
Pintado en la Pared No. 188.
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