Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 5 de febrero de 2019

Modelos historiográficos (2)




Enseguida nos internamos en el texto y quizás lo primero que merece nuestra atención es la sintaxis general de la obra, la distribución de sus partes debe obedecer a algún criterio, a una intención argumentativa. Precisamente, los buenos o grandes historiadores no han dejado nada al azar y han colocado cada cosa en su lugar; no empiezan ni terminan de cualquier modo. El simple índice temático ya nos sugiere una disposición de las partes, una “estructura”, un diseño de la narración, una dosificación del relato. Pensemos de nuevo en la obra de Fernand Braudel cuya organización corresponde a una estratificación temporal, desde la más larga a la más corta duración; o pensemos por qué Thompson empezó con la importancia concedida al número en asociación de artesanos o por qué Foucault, en Vigilar y castigar, inició con un sangriento suplicio. Insistamos, nada está puesto al azar en el relato de un historiador.

Luego nos puede interesar cómo ha sido la conversación con las fuentes, las prácticas de archivo, cuál ha sido el archivo, qué tan exhaustiva o variada fue la búsqueda, que tan conforme o inconforme fue con el acervo documental. Aquí es donde cualquier iniciado en la disciplina histórica tiene que aprender mejor a leer libros de historia; hay que aprender a discernir en torno a si todo lo que dice el historiador está apoyado en testimonios, si hay pasajes basados en conjeturas, si hay licencias de argumentación en que la intención de decir verdad se ha desvanecido. Unos historiadores podrán maravillarnos por el volumen inmenso de fuentes al que acudió, otros nos habrán mostrado que podemos trabajar en medio de la precariedad de testimonios. Entenderemos mejor por qué ciertos libros toman años, hasta décadas en su elaboración; entenderemos la importancia de conocer varias lenguas para facilitar nuestro acceso a determinados archivos. Pero, en suma, nos acostumbraremos al peso narrativo y hasta tipográfico de la cita de fuentes; leeremos arriba y abajo (o adelante y atrás); leeremos el grueso del relato y el inventario trajinado de las fuentes primarias que puso a circular.

Atado a lo anterior deberemos fijarnos en la forma de citar textualmente; si es un recurso bien o mal explotado. Si se excede o si se abstiene; si prefiere citas extensas e ilegibles o si acude a citas cortas, puntuales y pertinentes o si sabe combinar las unas con las otras. Si hay una subjetividad que narra con fuerza y que acude a citaciones literales cuando es estrictamente necesario para darle sustento a su argumento. O si prefiere aquello de que los documentos hablen por sí solos con muy débiles intervenciones del historiador que se vuelve un remendón de citas textuales.  Esto nos irá llevando a asuntos más finos, quizás de detalle, pero que pueden ser reveladores: cómo inicia y cómo termina cada capítulo, cómo organiza cada párrafo. Hasta lograr identificar un estilo, unos sellos narrativos propios. Es muy posible que no hallemos mucho de eso en varios historiadores que procuran escribir con apego académico, completamente asépticos.

Avanzada la lectura de la obra podemos empezar a preguntarnos si lo prometido en las páginas iniciales se ha ido cumpliendo; si lo que pretendía demostrar lo ha estado demostrando; si el orden expositivo que anunciaba lo ha ido llevando hasta llegar a buen término.


Pintado en la Pared No. 188.

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