Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 5 de febrero de 2019

Modelos historiográficos (3)


Nuestra cultura historiográfica se consolida leyendo obras fundamentales que han sobrevivido al paso del tiempo y hemos vuelto clásicas hasta convertirse en libros canónicos. Sé que vivimos tiempos muy escépticos que nos hacen sospechar de esos cánones; leamos entonces con sospecha, pero leamos para saber contra qué hay que establecer ruptura. Leamos para saber con claridad qué podemos y queremos hacer y qué no. También vivimos tiempos de pérdida de humildad en que creemos que podemos prescindir de ciertas lecturas porque las consideramos, de entrada, superfluas; pero puedo garantizarles con certeza que con esa arrogancia no se llega a ninguna parte.
Cuando leemos a cualquier historiador de Francia, Gran Bretaña o Italia, incluso algunos historiadores españoles, nos daremos cuenta de las distancias institucionales del desarrollo disciplinar. Aquello que esos señores, y señoras, escribieron en las décadas de 1940 o 1960 no podemos escribirlo nosotros; ellos escribieron en medio de mayores dificultades técnicas que nosotros y escribieron más, visitaron más archivos, escribieron anticipos con mayor profusión que nosotros. Todo eso nos habla de una vida más o menos profesional del oficio, de unas convicciones mucho más sostenidas, de un vínculo más familiar con los archivos.

Yo suelo comenzar un curso o seminario historiográfico mostrando el par de tomos de El Mediterráneo, de Braudel. Es una especie de intimidación; parece una bofetada a nuestros propósitos. El asunto tratado por el historiador francés nos parece exótico; sin embargo, tan solo eso, para empezar, tiene una vigencia enorme hoy en un país biodiverso en proceso de auto-aniquilación. En la moda de la historia ambiental, Braudel es una ignorancia estupenda; ni siquiera han leído allí la historia del clima de Ladurie. Parte de la bofetada cultural es mostrar que lo que alguien pudo escribir en medio de la segunda guerra mundial, y en un campo de concentración, no lo puede hacer un historiador colombiano. Pero, peor: ¿no podemos o no queremos?
Nuestro modo de pensar el ejercicio historiográfico es muy modesto, muy reducido en acumulación de archivos, en invención de problemas de investigación, en definiciones de una temporalidad. A nosotros nos queda muy difícil pensar en grandes obras abarcadoras y cuando queremos ser ambiciosos, terminamos siendo pretenciosos hasta la parálisis, hasta la confusión interna. El primer mensaje que lanza a un joven historiador colombiano el libro de Braudel es que estamos institucionalmente lejos de concebir obras de esa naturaleza. Algo muy semejante sucede con los dos tomos de la Formación de la clase obrera en Inglaterra, de Thompson. Una obra que ha sugerido tantas otras posibilidades de investigación en la historia social y política sigue siendo, entre nosotros, una simple maravilla digna de admiración, pero de muy poca aplicación.

Poner a leer obras de esta envergadura es un intento, ojalá no sea vano, de borrar las distancias. Hay que acercarse a esas obras, aprender de ellas y volverlas modelos inspiradores. Y la cosa más inmediata, por obvia, que nos dicen esas obras es que la buena historia se escribe en libros, la buena historia se escribe despacio, se investiga despacio. Nuestro oficio no da respuestas inmediatas, nuestro oficio puede producir grandes obras si se investiga con minucia, con paciencia y si se escribe de igual manera. Los libros de historia son exigentes para el historiador mismo, son pruebas vitales, son travesías azarosas en que sabemos cuál fue el punto de partida pero no sabemos con certeza a dónde llegaremos.

Pintado en la Pared No. 189 

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