Nuestra cultura historiográfica se consolida leyendo
obras fundamentales que han sobrevivido al paso del tiempo y hemos vuelto
clásicas hasta convertirse en libros canónicos. Sé que vivimos tiempos muy
escépticos que nos hacen sospechar de esos cánones; leamos entonces con
sospecha, pero leamos para saber contra qué hay que establecer ruptura. Leamos
para saber con claridad qué podemos y queremos hacer y qué no. También vivimos
tiempos de pérdida de humildad en que creemos que podemos prescindir de ciertas
lecturas porque las consideramos, de entrada, superfluas; pero puedo garantizarles
con certeza que con esa arrogancia no se llega a ninguna parte.
Cuando leemos a cualquier historiador de Francia, Gran
Bretaña o Italia, incluso algunos historiadores españoles, nos daremos cuenta
de las distancias institucionales del desarrollo disciplinar. Aquello que esos
señores, y señoras, escribieron en las décadas de 1940 o 1960 no podemos
escribirlo nosotros; ellos escribieron en medio de mayores dificultades
técnicas que nosotros y escribieron más, visitaron más archivos, escribieron
anticipos con mayor profusión que nosotros. Todo eso nos habla de una vida más
o menos profesional del oficio, de unas convicciones mucho más sostenidas, de
un vínculo más familiar con los archivos.
Yo suelo comenzar un curso o seminario historiográfico
mostrando el par de tomos de El
Mediterráneo, de Braudel. Es una especie de intimidación; parece una
bofetada a nuestros propósitos. El asunto tratado por el historiador francés
nos parece exótico; sin embargo, tan solo eso, para empezar, tiene una vigencia
enorme hoy en un país biodiverso en proceso de auto-aniquilación. En la moda de
la historia ambiental, Braudel es una ignorancia estupenda; ni siquiera han
leído allí la historia del clima de Ladurie. Parte de la bofetada cultural es
mostrar que lo que alguien pudo escribir en medio de la segunda guerra mundial,
y en un campo de concentración, no lo puede hacer un historiador colombiano.
Pero, peor: ¿no podemos o no queremos?
Nuestro modo de pensar el ejercicio historiográfico es
muy modesto, muy reducido en acumulación de archivos, en invención de problemas
de investigación, en definiciones de una temporalidad. A nosotros nos queda muy
difícil pensar en grandes obras abarcadoras y cuando queremos ser ambiciosos,
terminamos siendo pretenciosos hasta la parálisis, hasta la confusión interna.
El primer mensaje que lanza a un joven historiador colombiano el libro de
Braudel es que estamos institucionalmente lejos de concebir obras de esa
naturaleza. Algo muy semejante sucede con los dos tomos de la Formación de la clase obrera en Inglaterra,
de Thompson. Una obra que ha sugerido tantas otras posibilidades de
investigación en la historia social y política sigue siendo, entre nosotros, una
simple maravilla digna de admiración, pero de muy poca aplicación.
Poner a leer obras de esta
envergadura es un intento, ojalá no sea vano, de borrar las distancias. Hay que
acercarse a esas obras, aprender de ellas y volverlas modelos inspiradores. Y
la cosa más inmediata, por obvia, que nos dicen esas obras es que la buena
historia se escribe en libros, la buena historia se escribe despacio, se
investiga despacio. Nuestro oficio no da respuestas inmediatas, nuestro oficio
puede producir grandes obras si se investiga con minucia, con paciencia y si se
escribe de igual manera. Los libros de historia son exigentes para el
historiador mismo, son pruebas vitales, son travesías azarosas en que sabemos
cuál fue el punto de partida pero no sabemos con certeza a dónde llegaremos.
Pintado en la Pared No. 189
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