Leer tradiciones.
Buscamos adquirir cultura historiográfica porque
necesitamos acumular capital simbólico, conocer tradiciones, porque necesitamos
conseguir capacidad de discernimiento hasta entender a qué podemos seguir
aferrándonos y de qué debemos intentar separarnos. No basta leer clásicos,
obras canónicas que provienen de tradiciones académicas más firmes y lejanas
que las nuestras; hay que leer, también, las historiografías nuestras. Por eso,
hay que volver a decirlo, el historiador en su formación que es casi permanente
necesita pasar por el tamiz de un lector voraz y despiadado.
En los proyectos de investigación histórica hay un
punto que solemos llamar “estado de la cuestión” o “estado del arte”; allí
queda plasmado nuestro juicio general sobre la historiografía que, según el
proyecto, más nos incumbe. Esa revisión historiográfica está orientada por una
lectura orientada y, otra vez, despiadada en que hacemos una especie de ajuste
de cuentas. Hacemos un inventario de las contribuciones y carencias que nos
preceden para luego tomar nuestras propias decisiones y sentirnos seguros de la
investigación que vamos a emprender. De modo que leer nuestras tradiciones
historiográficas nos ayuda a ejercer el criterio.
La lectura de nuestras tradiciones historiográficas
nos dota, además, de una visión de conjunto que permite establecer el estado
general de la disciplina y, al tiempo, nos va situando en algún lugar de esa
disciplina. Vamos entendiendo en qué momento del desarrollo disciplinar nos
estamos situando, vamos adquiriendo un lugar en el campo específico de
determinada o determinadas áreas historiográficas. Leer a nuestros maestros, a
nuestros colegas, a nuestros compañeros e, incluso, a nuestros rivales, nos va
integrando dentro de las competiciones, disputas y cooperaciones de eso que
llamamos comunidad académica. Eso nos prepara para saber hablar acerca de algo
o de alguien. Por eso la lectura de nuestras tradiciones historiográficas debe
ir acompañada de buenos apuntes, de reseñas críticas, de juicios de valor, de
elecciones fundamentadas.
Adquisición de cultura historiográfica y formación del juicio historiográfico; conocer autores y obras, situarlos en el contexto de una historia intelectual y de evolución de la disciplina. Además de eso, educar el criterio para saber tomar decisiones acerca de lo que sirve y no sirve, acerca de lo que el campo historiográfico ha construido y le falta por construir. Al lograr ese grado de formación, el historiador ha ido especializándose, porque ha ido conociendo con algún grado de detalle determinados conjuntos de obras que tienen ciertas afinidades.
Los historiadores y las historiadoras, al leer lo
producido por sus tradiciones historiográficas comienzan a adherirse a ellas, a
sentir que forman parte de un lenguaje común y que con respecto a ese lenguaje común
pueden agregar nuevas formas de hablar, nuevas palabras, nuevas verdades.
Leyendo se aprende a querer y a odiar, a saber que vale la pena que permanezca
y que es mejor desterrar de esa tradición.
Los historiadores y las historiadoras se forman, en
muy buena medida, leyendo libros de historia, conociendo los intríngulis del oficio; si omite esta
premisa de su formación, estará expuesto a prácticas ingenuas y, sobre todo, no
le podrá garantizar a la ciencia histórica nuevas contribuciones. ¿Por qué
insistir tanto en esta fase formativa? Porque tendemos al descuido y a las
omisiones flagrantes: “historiadores” que no han leído ni a Bloch ni a Braudel
ni a Thompson; “historiadores” que no saben distinguir entre un libro de
historia, una novela y un relato periodístico; “historiadores” que no conocen
la tradición historiográfica de su propio país. En fin, “historiadores” que no
han recorrido los caminos básicos y, por eso, hay que poner en duda su
condición de historiadores.
Pintado en la Pared No. 190.
El final es genial... Historiadores
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