Es un macho persa de
rostro sombrío cuyo maullido nocturno acaba por espantar a las hembras más
ingenuas. Su cuerpo reúne peores antecedentes, su cola fue mutilada y exhibe
unos testículos prominentes. Su verga ha destrozado los genitales de varias
hembras que han muerto desangradas luego de una penetración despiadada. Cuando
era joven y de mirada esplendorosa, hombres pervertidos le amarraron, le
introdujeron un palo de escoba en el ano, le amputaron la cola y lo iban a
quemar mientras el cuerpo giraba en una vara. Logró liberarse y desde entonces
camina con renguera en la pata trasera izquierda y con cicatrices de las
quemaduras en las orejas.
Desde entonces
prometió vengarse. Lo adoptó una dulce anciana que no sabe nada de sus andanzas
nocturnas. Todas las noches sale, luego de que su protectora se ha dormido
mientras mira la televisión, y regresa silenciosamente todas las madrugadas. Se
volvió con el tiempo una mezcla de mascota y cómplice de una banda de asesinos.
Los acompaña en sus fechorías, les sirve de campanero y mensajero. Tuvo para su
vida un episodio glorioso; logró llevar a su banda hacia uno de los hombres que
lo había torturado y aprovechó el asalto para treparse en su cuello y
enterrarle sus colmillos hasta degollarlo. Desde entonces ganó respeto en la
banda y se convirtió para ellos en una mezcla de amuleto y socio. Lo esperan
para deliberar, le reservan una silla mullida y lo llevan en carro por la
ciudad. Al principio lo veían como un curioso animal deforme y ahora tiene para
ellos el aire de un astuto gato asesino.
Es gato de tres
nombres que sabe diferenciar. El primer nombre de su juventud, que ahora le
parece deleznable, fue Monín, impuesto por el niño que lo recibió como regalo.
Luego de padecer el abuso y abandono, la nueva protectora decidió llamarlo Jonás.
Sus compañeros de banda se tomaron su tiempo para discutir el nombre de quien,
al principio, era un intruso que los seguía en sus andanzas y que luego se
volvió una compañía incuestionable. El jefe de la banda, un expolicía de alto
rango, propuso que merecía el nombre propio de un humano, porque no era un gato
cualquiera. Después de varias noches de deliberaciones decidieron que merecía
llamarse Álvaro o Adolfo. El gato se acomodó fácilmente a los sonidos del
primero.
Pintado en la Pared No. 191.
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