Leer y releer a Fernand Braudel.
La comunidad de historiadores e historiadoras es tan
abierta como la disciplina misma. Acepta conversar incluso con disciplinas o
ciencias muy distantes. Eso lo hace a riesgo de desdibujarse, de dejarla sin
fronteras o puntos de referencia o paradigmas; y tanta gentileza de la Historia les ha hecho creer a
algunos que es muy fácil volverse historiador o historiadora, de la noche a la mañana. Por eso, uno de los desafíos en la formación de historiadores es que lean modelos de
investigación y escritura de la Historia y, en medio de la liviandad que tiende
a imponerse en estos días, se vuelve cada vez más apremiante el retorno a unos clásicos que
son, para las gentes de hoy, toda una aventura exótica. Unas lecturas raras.
Veo que muy pocos leen y hacen leer a Fernand Braudel
y su Mediterráneo. La sola proporción
de dos tomos intimida y entonces vuelve fácil tomar la decisión de evadirlo.
Grave error que cometen los prospectos de historiadores e historiadoras y los colegas que pretenden enderezar a esos prospectos; error
en que incurren también los geógrafos y los presuntos historiadores ambientales, tan abstraídos y tan desprovistos de cultura historiográfica.
Precisamente, el libro de Braudel nació y creció con la convicción de una
integración de las ciencias humanas, fue la inspiración de una “historia
totalizante” por abarcadora, por aglutinadora. Si hay un ejemplo laborioso y difícil
de superar del estudio de la relación entre el espacio y los seres humanos es,
precisamente, este libro que hace la “biografía” del mar Mediterráneo en
tiempos de Felipe II.
El libro de Braudel enseña varias cosas elementales
que, por serlo, merecen el justiprecio. Hay una que es necesario destacar y ponerla
de presente entre los jóvenes que ingresan con mucho entusiasmo a las
universidades y entre esos veteranos ingenuos provenientes de otras ciencias; El Mediterráneo de Braudel es un
ejemplo de paciencia y lentitud, valores que el ritmo de la competición
contemporánea ha ido desahuciando. La obra del historiador francés enseña que un
objeto de estudio es una elaboración lenta, nutrida de conversaciones
interdisciplinares; que tan solo decidirse por un asunto y una perspectiva es
un grueso problema que necesita depuración. Enseña, enseguida, que la
investigación histórica es también un largo proceso de visita a archivos, de
conocimiento de otras lenguas; y, luego, la escritura es una elección narrativa
que también toma su tiempo de definición. El libro de Braudel tomó unos veinte
años, algo que para cualquier tecnócrata actual del conocimiento es todo un
desastre. En fin, el libro de Braudel es un mensaje de subversión de lo
que hoy se ha impuesto como investigación en la ciencia histórica. Nos hemos
acostumbrado a objetos de estudio pequeños, de fácil y rápida concepción, de
fácil y rápida solución que quedan reducidos a ensayos de revistas especializadas
y, acaso, a un poco más de un par de centenas de páginas.
Y enseña otra cosa entre
tantas; muy consecuente con lo anterior, el libro de Braudel está hecho de
conversaciones. Sin entrar en detalles de lo que esa obra contiene, desde la
elección de un objeto de estudio y de una trama narrativa, pasando por la
reflexión sobre el tiempo histórico, todo el libro es el resultado del diálogo
con oficiantes de otras disciplinas: la geografía, la economía, la filosofía, la sociología, la antropología, entre otras. Hoy sigue reclamándoles a los nuevos oficiantes
que se integren en la conversación y, para lograrlo, habrá que empezar por
leerlo, aunque nos haga “perder el tiempo” con su aspecto mamotrético. Leer y
releer a Braudel en estos tiempos es recuperar uno de los sentidos básicos de
la ciencia histórica, la elaboración lenta de problemas y respuestas que
culminan en grandes obras. Grandes por extensas, por exhaustivas, por
determinantes.
Pintado en la Pared No. 192
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