Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 10 de octubre de 2021

Memoria de la peste


Pintado en la Pared No. 240

El sufrimiento

 

¿Qué nos va quedando, como experiencia humana, del hecho de haber padecido una pandemia? ¿Podremos decir que hemos disfrutado o padecido esa experiencia? ¿Esa experiencia nos ha provocado placer, felicidad o, al contrario, nos ha provocado sufrimiento? Antes de responder es preciso decir que la pandemia ha sido una dura puesta a prueba de los sistemas de gobierno, de los líderes políticos, de los organismos de salud, de los científicos. La pandemia puso a prueba el sentimiento de compasión, de piedad o de misericordia de instituciones estatales y privadas, de los individuos. Las respuestas a esa prueba fueron, por supuesto, muy diversas; unos ejercieron genuinamente la solidaridad ante el sufrimiento de los demás; otros aprovecharon la circunstancia como una inmejorable oportunidad para el lucro, para aumentar ganancias o, simplemente, para ser aún más despiadado ante los más débiles.

Algunos podrán decir que el duro paréntesis de la pandemia significó el disfrute de una forma de vivir que, a pesar de lo sorprendente e improvisada, le permitió ser feliz. Dejar de ir al puesto de trabajo, refugiarse en el campo, pasar unas largas vacaciones en alguna isla del Caribe, como sucedió con varios magnates; todo eso y más fue posible para algunos en los momentos de la obligada cuarentena para otros.

Es posible testimoniar este disfrute privilegiado de la vida en tiempos de pandemia; pero eso no puede hacernos olvidar que la inmensa mayoría de seres humanos hemos padecido esta experiencia, la hemos sufrido. Nuestros cuerpos han estado expuestos al dolor prolongado, a la agonía, a la postración en la cama de un hospital. Nuestros cuerpos han padecido el encierro en pequeños espacios; nos hemos distanciado de seres cotidianamente próximos; nos hemos abstenido de actividades expansivas en el parque, en la calle, en la plaza, en auditorios, en supermercados. Nuestros cuerpos han quedado aniquilados o exánimes o asfixiados. Quienes han sufrido el contagio han quedado expuestos a secuelas imprevistas: pérdida de la memoria, dislexia, desmayos súbitos, respiración débil, pérdida prolongada del gusto y el olfato, dificultades para caminar, episodios de depresión. En fin, nuestros cuerpos han estado sometidos al dolor.

A esta forma de padecimiento se agrega todo lo que ha implicado la muerte de un pariente o de gran parte de la familia, la pérdida del empleo, la ruina de una pequeña empresa. Agreguemos también el cierre de universidades, colegios bibliotecas, archivos; el aplazamiento de cirugías, la suspensión de tratamientos médicos. El cuerpo socio-económico también ha padecido y perdido en estos casi dos años de pandemia.

Todo esto ha agudizado, en algunos países, y especialmente en América latina, las desigualdades económicas y sociales; la pobreza extrema, el desempleo, la delincuencia común y la criminalidad urbana han aumentado. La pandemia será, para esta parte del mundo, el punto de partida de una etapa social y económica muy compleja que va a necesitar audacia y, sobre todo, generosidad de nuestros líderes políticos; aunque audacia y generosidad son virtudes exóticas en nuestros gobernantes.

Las cifras mostrarán históricamente que los seres humanos padecimos, entre 2020 y 2021, una situación de sufrimiento; pero no sé aún cómo se hará palpable que los seres humanos, las instituciones estatales y los gobiernos aprendimos o no a compadecer, a acompañar el dolor de los demás; ¿la compasión, la misericordia, la piedad, términos sustantivos del lenguaje cristiano, habrán ganado sentido o habrán sucumbido en esta encrucijada?

Algunos comportamientos y acciones estuvieron desconectados de esta realidad dolorosa. En determinadas circunstancias, olvidamos que estábamos viviendo una situación excepcional. Recuerdo que, a mediados de 2020, la institución a la que pertenezco se le ocurrió preguntar si nos sentíamos afectados o no por la pandemia y de qué manera. La pregunta me pareció, por lo menos, superflua; como si fuese necesario certificar de algún modo el padecimiento obvio de poblaciones sometidas a cuarentenas estrictas y al temor de contagio y muerte inminentes. Salvo algunos magnates frívolos o algunos gobernantes despiadados, el resto de los seres humanos hemos sufrido este tiempo pestífero.

Muchos funcionarios de Estado y gobernantes actuaron con retraso y torpeza, como si hubiesen tardado en asimilar la magnitud de la situación; y ese comportamiento incidió en la calidad de las respuestas a las necesidades de sociedades constreñida y temerosas. Hubo y habrá mucho sufrimiento que no necesita explicación y mucho menos una certificación notarial; y habrá necesidad de acciones asertivas de los gobernantes latinoamericanos para paliar el retroceso social y económico de nuestros países.

 

 

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