Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 27 de marzo de 2022

Memoria de la peste

 

Pintado en la Pared No. 249

El espectáculo de la guerra

 

Han pasado más de treinta días de la cruenta invasión de Rusia a Ucrania, a esa invasión la hemos llamado guerra y creo que debería designarse, mejor, como una agresión que atenta contra el derecho internacional y en la que han sido cometidos actos atroces de los agresores rusos contra la población civil de Ucrania. Este episodio, sumado a la pandemia, señala un retroceso de la humanidad, esta vez en los términos de la condición moral de la humanidad. Puede ser que algunas sociedades y algunos países hayan logrado avances en la industria militar y encuentren en este episodio un momento oportuno de exhibición de sus "progresos" y que puedan enorgullecerse de la precisión y capacidad de exterminio de sus armas; sin embargo, ese presunto progreso no oculta que los seres humanos y, en particular, que los líderes políticos no han hallado las fórmulas para resolver racional y pacíficamente los conflictos entre países.

La guerra o invasión a Ucrania ha sido el resultado de la incapacidad para hacer acuerdos, pactos que produzcan confianza entre los Estados y que impidan pensar en soluciones bélicas para los conflictos. También ha sido consecuencia de la inoperancia de instituciones transnacionales como la ONU que tienen poco poder de persuasión y de disuasión; ese escaso poder en ambos sentidos está relacionado con la ausencia de un código lo suficientemente estricto y preciso de sanciones, castigos y premios para que un Estado no opte por la acción violenta contra otro. El mundo no posee hoy en día un arbitraje imparcial y poderoso que haga posible la eliminación del recurso bélico y, menos, que impida que una potencia militar con designios imperialistas destroce países pequeños o débiles que no se acomodan a sus propósitos de expansión.

Esta guerra ha sido una exaltación de la amenaza y, por tanto, de una imposición del miedo. Putin ha amenazado con recurrir al armamento nuclear. Estados Unidos ha hecho vaticinios sobre la invasión, sobre los métodos que puede emplear el ejército ruso; por ejemplo, varias veces ha advertido que Rusia va a emplear armas químicas y que, en tal caso, la OTAN está dispuesta a actuar, aunque no es preciso cómo va a ser esa reacción. La incertidumbre que acompaña tanto anuncio hace parte del clima de miedo generalizado que va más allá de los pueblos directamente implicados en la contienda.

Esta guerra otra vez muestra que un imperio quiere imponer el derrotero sobre aquellos países que considera satélites y que deben estar subordinados a los propósitos de un Estado aparentemente superior a esos países. Los pretextos económicos, militares, étnicos y hasta históricos para hacer creer que Putin simplemente intenta recuperar algo que su imperio había perdido han pretendido suplantar el derecho a la libre determinación de cualquier pueblo. Y a propósito de esto, ¿esta cruenta guerra no ha hecho pensar a la dirigencia política ucraniana que su deseo de adherirse a la Unión Europea y a la OTAN no eran propósitos que la distanciaban de sus tradicionales vínculos históricos, étnicos y lingüísticos con Rusia? Todo este mes de experiencia bélica ha mostrado las fracturas familiares en Rusia y Ucrania, porque los vínculos de parentesco y de amistad entre sus habitantes comprueban que rusos y ucranianos han compartido muchas cosas durante mucho tiempo, muchas cosas difíciles de separar.

Ahora bien, las democracias representativas de la presunta civilización occidental han quedado expuestas como un conjunto de potencias impotentes que le lanzaron a Ucrania un canto de sirena que terminó siendo un terrible engaño. Europa occidental ahora sólo despliega sentimientos dudosos de compasión ante el sacrificio de un país que habían incitado e invitado a adherirse a la Unión Europea y a la OTAN. Y los ucranianos han quedado expuestos como el chivo expiatorio que deberá pagar su falta de querer acercarse a Occidente sin el permiso del jefe del Kremlin; mientras el pueblo ucraniano paga su falta, la Unión Europea se desparrama en elogios a la valentía de quienes han sido ofrecidos como sacrificio con tal de preservar al resto de Europa de una guerra mundial. Esa conmiseración no está a la altura de las responsabilidades de la Unión Europea y de la OTAN que azuzaron la ampliación de su influencia en países que habían sido de la órbita de la antigua URSS.

El sacrificio ucraniano se resume en un sufrimiento colectivo que todos, en el mundo, hemos podido ver en imágenes en vivo y en directo. El dolor, la muerte, el desarraigo, la separación, el miedo en los rostros, todo eso podemos verlo en los informes diarios de la televisión. Hemos visto los combates, los cadáveres, los misiles que derriban edificios y que matan familias enteras. La experiencia visual de contemplar como espectadores el sufrimiento ucraniano es una novedosa mutación de la sensibilidad. La guerra es un hecho con transmisión fidedigna e inmediata del dolor humano; esta vez no imaginamos ni suponemos el sufrimiento de los demás, podemos verlo y podemos lanzar exclamaciones de tristeza, de indignación o de impotencia. Las agencias de noticias desplazan sus corresponsales de guerra que nos regalan testimonios vivientes (sobrevivientes, mejor) de la angustia, de la agonía, de la muerte y la destrucción que acechan. Hasta Joe Biden no se resistió a ver de cerca el dolor de los refugiados en la frontera polaca, tenía que ver y palpar para decir algo. Esta terrible supremacía turística de la visión, como si nos fuese preciso ver para saber que hay dolor provocado por una guerra, como si satisfacer nuestra curiosidad fuese el principal imperativo en esta situación. ¿Necesitamos ver porque no hay otra forma de entender que la guerra provoca un enorme sufrimiento colectivo? ¿O solo vemos para saciar la curiosidad y sentirnos bien informados?

Los ucranianos son ahora la glorificación del guerrero valiente. Derrotados o triunfantes, han demostrado tener más fuerza que la de sus hipotéticos aliados de Occidente; en una agresión tan asimétrica, han demostrado una capacidad de resistencia superior a cualquier cálculo; mientras tanto, otros han hecho exhibición de compasión. Incapacitados para otras acciones, varios países de Europa se han dedicado al elogio de la valentía y a la conmiseración. En Francia y Alemania, la gran preocupación cotidiana es el aumento del precio de los combustibles y los alimentos, y que lleguen refugiados a invadir sus estaciones de trenes. Otros muy perversos han aprovechado el caos para raptar y esclavizar mujeres en el tenebroso mercado del sexo. Más lejos, en este lado del Atlántico, varios países hemos entrado en las celebraciones de carnaval, porque creemos que es la hora de reír para sacudir un poco tantos miedos acumulados.

 

 

 

 

viernes, 4 de marzo de 2022

Memoria de la peste

 

Pintado en la Pared No. 248

 

La invasión a Ucrania

 

Cuando comenzábamos a sacudirnos de los temores provocados por el coronavirus, el mundo ha tenido que afrontar algo peor. La cruenta invasión rusa a Ucrania ha puesto a temblar a Europa y el mundo ante los riesgos de una amenaza nuclear. Estamos viviendo un tiempo de terrible inflexión en que el desorden del mundo ha sido puesto en evidencia por la pandemia del coronavirus, por los desastres asociados con el cambio climático y, ahora, por la amenaza de una guerra mundial. Vladimir Putin, desde Moscú, ha ordenado la invasión de Ucrania. Cuando muchos creíamos que en este invierno la gente de Europa y del resto del planeta podía por fin sacudirse de los estragos de la peste y salir a caminar plácidamente por las calles sin tapabocas, el jefe del Kremlin decidió invadir un pequeño país colocado en el umbral de la Europa occidental y el viejo imperio de lo que fue la Unión Soviética.

La invasión rusa a Ucrania no es una sorpresa; la acción militar de Putin corresponde plenamente con su trayectoria bélica desde que se instaló en el poder en 1999 y, especialmente, cuando en febrero de 2007 pronunció el amenazador discurso en la Conferencia de Seguridad de Munich. En ese momento, el antiguo funcionario de la extinta KGB cuestionó el papel de Estados Unidos de América y el orden mundial unipolar que pretendía instaurar y anunció una lucha sin tregua por recuperar la primacía política y militar de Rusia; también condenó el expansionismo de la OTAN. Sin duda, aquel discurso fue el punto de partida de la escalada militar rusa orientada a tener injerencia en Oriente medio, en disputarle influencia a Europa en buena parte de África y a recuperar los antiguos estados federados perdidos con la disolución de la Unión Soviética. Dentro de esas pretensiones, la invasión a Ucrania tuvo varios episodios, como fue, entre 2012 y 2014, la revolución del Euromaidán o de la Dignidad; en aquel momento hubo un fuerte enfrentamiento interno entre el presidente pro-ruso Viktor Yanukovich y aquellos grupos que aspiraban a la inserción de Ucrania en la Unión Europea. Cuando todo parecía listo para el ingreso de Ucrania, Yanukovich dio paso atrás y provocó una movilización de masas que dejó centenares de civiles muertos. El desenlace fue la huida de Yanukovich, el ascenso del espíritu nacionalista ucraniano y la reafirmación de la intención de adherirse a la Unión Europea. Pero la consecuencia más inmediata y funesta de aquella coyuntura fue la invasión rusa a Crimea y Sebastopol que quedaron definitivamente controlados por Moscú desde marzo de 2014; Putin iniciaba así el proceso de recuperación militar de Ucrania para alejarla de su sueño europeísta.

La invasión a Ucrania es una agresión rusa injustificada en que Putin ha sido un despiadado y sistemático violador de los derechos humanos. Durante sus dos décadas en la cabeza del poder ruso, Putin se ha distinguido por emplear métodos sangrientos para aniquilar opositores políticos, para expandirse territorialmente y para controlar gobiernos en otros países; suele usar mercenarios para realizar el trabajo sucio y evitar el señalamiento directo al ejército ruso. Sin embargo, lo que ha venido sucediendo y lo que seguirá sucediendo en Europa y en el mundo no será obra solamente de la crueldad del jefe del Kremlin; Estados Unidos y la Unión Europea también tienen un prontuario de excesos y comportamientos erráticos. Desde 2008, insistamos, Putin exhibe un enorme resentimiento por las acciones de la OTAN a favor de la adhesión de países que habían estado bajo la órbita rusa y, además, se da el lujo de actuar como un desbocado criminal de guerra, porque ha percibido y aprovechado las debilidades y contradicciones de la comunidad europea.

Putin viola impunemente la Carta de la ONU porque sus rivales geopolíticos también la han violado. En 1999, la OTAN bombardeó a Serbia sin permiso del Consejo de Seguridad de la ONU; en 2001, Estados Unidos emprendió la “guerra contra el terrorismo” bajo la consigna de una legítima defensa preventiva y con esa justificación invadió a Afganistán en octubre de ese año. Con el pretexto de destruir unas supuestas armas de destrucción masiva –que nunca fueron halladas- Estados Unidos invadió a Irak en 2003. Con permiso del Consejo de Seguridad, la OTAN intervino en Libia, en 2011. Todas esas acciones han sido violatorias del derecho internacional y han servido para incrementar la arbitrariedad en la cartografía mundial desde la caída del muro de Berlín hasta nuestros días.

Pero la Unión Europea es, quizás, la más errática en sus acciones durante las últimas décadas y puede ser, también, la más damnificada por su larga comedia de equivocaciones. Primero, ante la disolución de la Unión Soviética, en 1991, la OTAN perdió justificación y ha debido dejar de existir. Segundo, en vez de procurar una organización autónoma, Europa occidental dejó que Estados Unidos tomará la iniciativa militar y plantará bases militares y armamento de gran alcance en varios de sus países. Tercero, la OTAN, con el peligroso liderazgo norteamericano, lanzó una ofensiva de expansión hacia el Este que sólo logró inquietar aún más a Moscú. Cuarto, al tiempo que la OTAN lanzaba gestos hostiles contra Rusia, algunas potencias como Alemania y Francia se volvían dependientes de los recursos energéticos rusos y algunos dirigentes políticos, como el exministro francés Francois Fillon y el excanciller alemán Gerhard Schroder, fungen como representantes oficiales de empresas rusas. Quinto, los quince años del supuesto liderazgo de la canciller Ángela Merkel se distinguieron por la inmovilidad europea, por el estancamiento; bajo su égida, Europa no supo resolver la invasión de Georgia en 2008 ni la crisis ucraniana de 2014, tampoco supo contrarrestar la avanzada de Putin en varios países africanos ni su intervención en la guerra siria. En definitiva, Europa no ha sabido tomar decisiones para deslindarse tanto de Estados Unidos como de Rusia. No ha tenido líderes políticos a la altura de esta encrucijada.

La sangrienta fuerza de los hechos obligará a modificar el formato de las relaciones internacionales y a inventar nuevos mecanismos de control entre las principales potencias. La apuesta de Putin es arriesgada y costosa en vidas humanas y tendrá consecuencias difíciles de medir en la reorganización del tablero mundial. Lo que suceda en los próximos días será el resultado de su feroz iniciativa, de la hipocresía de Washington y de los titubeos de París, Londres y Berlín.

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