Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 24 de mayo de 2021

Memoria de la peste

 

La universidad pública y la protesta social (1).

Algunos colegas consideran que, en estas coyunturas, como la cruda protesta social en Colombia, los profesores de las universidades públicas debemos comportarnos como funcionarios que cumplen rigurosamente con su deber técnico de impartir clases. Por ser funcionarios públicos, arguyen esos colegas, no tenemos derecho a inmiscuirnos en la discusión sobre las causas y las consecuencias de la protesta social; tampoco debemos reunirnos ni en asambleas generales ni en claustros de departamento para examinar colegiadamente temas tan álgidos porque, afirman, estaremos incurriendo en la violación de los deberes propios de la función pública. En fin, colegas así piensan que los profesores universitarios somos gente sin opinión y que las universidades no pueden ni detenerse ni alterarse en sus rutinas académicas. Para ellos, la vida universitaria debe transcurrir impertérrita, abstraída de los sucesos que la asedian. Según ellos, un profesor de una universidad pública no debería responder a entrevistas de medios periodísticos que le pidan sus diagnósticos y pronósticos acerca del fenómeno complejo de la protesta urbana en Colombia. De hacerlo, ese profesor podría ser sujeto de un proceso disciplinario ante la procuraduría.  

Esa concepción de la universidad pública, puesta en práctica, es altamente perjudicial para cualquier institución que reúna funcionarios cuyos rasgos más evidentes son los de tener una formación universitaria privilegiada, si se comparan con el resto de ciudadanos; las universidades públicas en Colombia concentran algo así como el 70% del personal con título de doctorado en cualquier área del conocimiento, en un país que muy difícilmente reúne un 1% de la población con título de doctorado. Ese atributo tan radicalmente distintivo hace que el profesor de la universidad pública tenga el deber permanente, en cualquier circunstancia, de decirle algo a la sociedad en que habita; con su trabajo cotidiano, los profesores y profesoras de las universidades colombianas, entre ellas las públicas, están guiando a la sociedad, están difundiendo nuevo conocimiento especializado, están orientando discusiones sobre asuntos cruciales, y ese trabajo cotidiano de conversación con la sociedad incluye lo que sucede en el aula de clase, en el laboratorio, en el taller, en la salida de campo, en la conferencia magistral, en la publicación de un libro, en la columna de opinión de un periódico, en la entrevista radial o televisiva, en la sesión de una asamblea general de profesores, en la marcha callejera.

Precisamente por ser un funcionario público que posee conocimientos que difícilmente poseen los demás; precisamente por ser un funcionario que ha logrado adquirir conocimientos y títulos universitarios gracias a los recursos del Estado, este tipo de funcionario tiene la obligación constante de devolverle a la sociedad lo que la sociedad con sus impuestos le ha permitido llegar a ser. Un profesor o una profesora de universidad pública no es solamente aquel o aquella que sabe interpretar el vitral de una catedral gótica o sabe descifrar un manuscrito del siglo XVII o explica lúcidamente la diferencia entre Gottfried Leibniz y Baruch de Spinoza o sabe hacer los cálculos de resistencia de los pilares de acero de un puente o diagnostica a la perfección un conjunto de síntomas de una enfermedad exótica o describe con precisión la composición fitoquímica de unas plantas. Esta es la dimensión técnica, especializada y limitada de la función transmisora de conocimiento; pero hay otra dimensión inherente a la condición de un funcionario público poseedor de un capital simbólico que le permite hablar de lo que ha sido, de lo que viene siendo y de lo que puede llegar a ser la sociedad en que están inmersos ese profesor universitario y la institución a la que pertenece.

Las y los profesores de las universidades públicas no son funcionarios públicos educados para el silencio y la sumisión; no importa la índole de su especialización en algún rincón de una ciencia, su acumulado de conocimiento no es patrimonio de exclusiva y restringida circulación en las franjas horarias de los cursos semestrales asignados. Tienen la obligación de hacer circular ese conocimiento por fuera del claustro universitario, de resignificarlo en los momentos que la sociedad se debate en torno a asuntos básicos de la existencia. Para los científicos de las ciencias humanas y sociales, está claro que no es la primera vez que la sociedad humana está sometida a los desastres de la peste; no es la primera vez que el ser humano expresa su temor y su indignación ante la enfermedad, la muerte, la ruina y la pobreza. No es la primera vez que la sociedad cuestiona las fórmulas de la representación política. Un científico de las ciencias humanas y sociales, adscrito a cualquier universidad pública, debería partir de esas elementales certezas para tratar de decirles algo a los grupos humanos que hoy están discutiendo las premisas del funcionamiento de la vida pública en Colombia. Hacerlo es un deber de científico, de humanista y de funcionario público.

Dejemos esto en claro para empezar a decir algo acerca de lo que la universidad pública puede proponerle a la sociedad colombiana en esta encrucijada tan difícil, con o sin licencia de la mordaza de los colegas que, si acaso, saben contemplar los vitrales de las catedrales góticas de Europa.

Pintado en la Pared No. 230.    

1 comentario:

  1. El título de este blog me trae recuerdos de la abuela: fulano de tal “no es cualquier pintado en la pared”, luego, los demás sí lo somos, “estamos pintados en la pared”… Más que pensar en estos históricos discursos de segregación, cotidianamente reproducidos, las palabras recogidas en “Memoria de la peste” nos invitan a mirar más allá. Cumplen su papel de producción de conocimiento, inspiran, y sobre todo, llaman la atención sobre el compromiso ético y político (que suele ser tan banalizado en esferas políticas y académicas) de quienes hemos decidido (pese a múltiples dificultades tangibles e intangibles, con o sin privilegios) construirnos como científicos sociales, sin olvidar nuestras raíces, nuestra humanidad, nuestra capacidad para recuperar la esperanza con solidaridad, afecto y unidad desde la diversidad y la adversidad compartida (tal como lo han demostrado las primeras líneas). Retos grandes, pero no imposibles.

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