Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 18 de agosto de 2017

Pintado en la Pared No. 160-El libro en Colombia (2)

Los puntos extremos de una historia
La historia de la cultura impresa precedió y acompañó los procesos de transformación de la vida pública y puso un sello definitorio de las características de la historia republicana; más precisamente, la cultura letrada fue fundamento de la emergencia de un personal político y de la puesta en marcha de un ritmo de discusión permanente apoyado, principalmente, en impresos de breve formato, en particular los periódicos o “papeles públicos”, y, en menor medida, por el formato más exclusivo del libro. El predominio del universo de los impresos, en el caso de lo que fue el antiguo virreinato de la Nueva Granda y que hoy conocemos como Colombia, lo situamos entre 1767, año de la expulsión de la Compañía de Jesús y de inicio de una política publicitaria de la Corona que partió de la expropiación de la biblioteca de esa comunidad religiosa y su paulatina reorganización en busca de sintonía con un proyecto de reforma educativa en el entonces Nuevo Reino de Granada, plasmada en el Plan de Estudios que rigió entre 1774 y 1779 .[i] Hacia 1777 podía hablarse, entonces, de una biblioteca pública y, sobre todo, de un ambiente más o menos favorable a la circulación de impresos.  Aunque la expulsión de la Compañía de Jesús tuvo indudable sello autoritario, dio inicio a una etapa propicia para la circulación de saberes, para cierta expansión asociativa en las coordenadas muy estrechas de los criollos ilustrados. Unos han constatado, por ejemplo, un incremento del comercio del libro y un ambiente más favorable para su circulación;[ii] otros, más recientemente, constatan, además de una “renovación del periodismo”, la voluntad de aplicar una política cultural en un variado espectro.[iii] Eso entrañó la múltiple tentativa peninsular de modificar los estudios universitarios, de proyectar la utilidad de ciertos avances tecnológicos y científicos, de obtener inventarios de los recursos naturales de sus posesiones. Es cierto que el ejercicio de la opinión siguió controlado por las autoridades coloniales que otorgaban, o no, licencias de publicación y mantuvieron una fuerte censura previa; sin embargo, en medio de ese ambiente estrecho para la comunicación, hubo un tenue pero significativo florecimiento de “papeles públicos” en que se mezclaron la necesidad publicitaria de la Corona con el interés de algunos escritores por cumplir, a veces de modo obsequioso, una labor de agentes de comunicación de los actos de gobierno y de los propósitos ilustrados de la monarquía. Algunos historiadores consideran que hubo en esos años una relación ambigua en que se mezclaron las necesidades de difundir y prohibir, en que hubo desconfianza y a la vez convicción sobre los efectos de la circulación periódica de ideas. Esa ambigüedad produjo momentos de tensión y represalias, pero también consolidó una incipiente esfera de opinión letrada, exclusiva y excluyente, pero productiva y significativa que se plasmó en la existencia de algunos periódicos que sirvieron para forjar las premisas de la opinión letrada permanente, regular, que fue más ostensible y plural después de la coyuntura decisiva de 1808 a 1810.[iv]
El decenio 1930 conoció la última gran tentativa del Estado por popularizar el libro y la lectura; en buena medida, la República Liberal, como lo explica el historiador Renán Silva, y como yo lo entiendo, fue una tentativa de culminar un proyecto varias veces fallido que consistió en la expansión de la cultura letrada y con la convicción de moldear a los individuos y formar ciudadanos bebiendo en las fuentes bautismales de la razón y la ciencia.[v] Por su despliegue en acciones, la República Liberal fue un momento culminante de la presencia de intelectuales iluminados que como agentes del Estado le dieron cimiento a una política cultural de masas basada en la expansión del libro, de la escuela y de la figura laica del maestro; por eso, entre otras cosas, desde finales de la presidencia de Enrique Olaya Herrera y en los inicios del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo hubo una reorganización institucional en la formación de maestros de escuela;  el nacimiento en el decenio 1930 de facultades de ciencias de la educación fue uno de los elementos institucionales en el conjunto de políticas estatales de difusión cultural en que el libro y la lectura ocuparon lugar central.[vi]





1Algo detalladamente explicado por Renán Silva Olarte (Los Ilustrados de Nueva Granada, 2002, pp. 46-71).
2Renán Silva, Los Ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808. Genealogía de una comunidad de interpretación, Medellín, Eafit-Banco de la República, 2002, pp. 251-277. Téngase en cuenta, también, la legislación peninsular de 1778 a favor de la imprenta en ambos lados del Atlántico; al respecto, Fermín de los Reyes Gómez, El libro en España y América. Legislación y censura (siglos XV-XVIII), vol. 1, p. 607
3 Gabriel Torres Puga, Opinión pública y censura en Nueva España. Indicios de un silencio imposible (1767-1794), México, El Colegio de México, 2010, pp. 195, 196.
4 Además de los autores ya mencionados, aporta en la misma perspectiva el balance que hace de los periódicos difusores de la ciencia, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, Miguel de Asú, La ciencia de Mayo. La cultura científica en el Río de la Plata, 1800-1820, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, pp.93-116.
5No es casual que el mismo historiador que ha hecho tan minuciosos estudios sobre el mundo intelectual de los ilustrados, en la segunda mitad del siglo XVIII, le haya interesado dar el “salto” hacia los hechos culturales promovidos por los gobiernos liberales entre 1930 y 1946 (R. Silva, República liberal, intelectuales y cultura popular, 2005).
6 Sobre la aparición de las ciencias de la educación en esos años, en Colombia: Rafael Ríos, Las ciencias de la educación en Colombia, 1926-1954, 2008, pp. 64-93.

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