LA SABIDURÍA CAMPESINA Y NUESTRA POBREZA INTELECTUAL
Las protestas campesinas de los
últimos días han movilizado a las clases medias urbanas y todas esas minorías
convulsivas, sinceras y violentas que merodean en las ciudades colombianas. Y,
también, han inspirado a algunas plumas afiladas de los intelectuales colombianos.
Se va a poner de moda, qué bueno (o qué malo), hablar de los campesinos, de
esos hombres de ruanas mugrientas, de manos encallecidas y de palabras escasas
pero certeras que nos han dicho: “Les hemos dado de comer y ahora nos condenan
a morir de hambre”. Los campesinos colombianos han sido la carne de cañón
preferida de todas las organizaciones políticas y armadas que han existido en
Colombia en los últimos sesenta años; han tenido que soportar las andanadas de
desprecio de guerrilleros, de paramilitares, de narcotraficantes, del ejército
oficial y de los funcionarios bisoños y corruptos del Estado. Han sobrevivido
en medio del conflicto armado, han sido obligados a abastecer a tirios y a
troyanos, les han obligado a sembrar lo que no se vende, los han hecho mutar de
oficios, les ha tocado aceptar trabajos temporales mal remunerados, vivir sin
servicios básicos de salud, sin acceso a agua potable ni a sistemas modernos de
tratamiento de aguas residuales. Y, aun así, han cultivado y puesto en nuestras
plazas de mercado la papa, la leche y el arroz de todos los días.
Ellos están armados de la simpleza
del sentido común, de saberes ancestrales, del trabajo colectivo, del vínculo
familiar para cuidar sus cosechas. Tienen la fuerza para dormir y comer poco y
trabajar mucho. Todo ese acumulado de tradición y laboriosidad ha pretendido
volverlo añicos los acuerdos de Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y
la Unión Europea. Quienes pensaron en esos acuerdos sólo soñaban con el rápido
enriquecimiento como intermediarios comerciales, como bodegueros en zonas
francas. Nos atiborraron de tractomulas en medio de un sistema de carreteras
obsoleto. Todavía, la travesía de un cargamento entre los puertos y las principales
ciudades encumbradas en las cordilleras de Colombia debe hacerse por un estrecho
carril. Este es un país sin aeropuertos, sin tren, sin tranvías, sin metro y,
entregado al frenesí de la entrada de mercancías, ha terminado encerrado en su
propio laberinto de cosas mal hechas y de problemas sin solución. La protesta
de los campesinos y de los conductores de tractomulas nos ha hecho recordar que
hemos crecido sin grandes proyectos de cohesión colectiva, sin soñarnos como
una comunidad de iguales. Hemos construido para unos mientras aplastamos a
otros; nos volvemos ricos mientras arruinamos a los demás. ¿Eso cómo queda
explicado en una cátedra universitaria de economía? No sé, díganmelo Ustedes.
Queda, entre muchas, la anécdota
de los estudiantes de economía de la prestigiosa Universidad de los Andes que
decidieron ponerse la ruana, pieza representativa de la vestimenta de nuestros campesinos
de tierras altas. Los enruanados
universitarios se pararon frente al edificio de su facultad, de donde han
salido nuestros ministros de Hacienda y los sabihondos de la Planeación
Nacional que nos han condenado a vivir de colapso en colapso. Allí se reunieron
y gritaron: “¡Esos son, esos son los que venden la nación!”. La sabiduría de la
protesta campesina de estos últimos días nos ha puesto a pensar que en las
universidades colombianas nos han estado enseñando a pensar en contra de nosotros
mismos y con mucha eficacia. Hemos sido estudiantes muy aplicados.
GILBERTO LOAIZA CANO, septiembre de 2013
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