Por las víctimas del conflicto armado
en Colombia
¿En qué se parecen, y mucho, los principales agentes
históricos del conflicto armado colombiano? En el desprecio a las víctimas. El
Estado, las organizaciones paramilitares y las organizaciones guerrilleras han
matado a civiles inermes; han provocado graves daños ecológicos; han cometido
masacres, provocado desplazamientos forzosos. Algunos agentes del Estado han
dirigido sistemáticas violaciones de los derechos humanos, han perseguido y
asesinado a dirigentes sindicales y políticos de grupos de izquierda. Han sido
ejecutores de desapariciones forzadas, de torturas. Los paramilitares han
ejecutado masacres, han aplicado métodos de intimidación a poblaciones, han
asesinado con sevicia. Las organizaciones guerrilleras han asesinado a
campesinos indefensos, han desplazado poblaciones de sus territorios
originales. Todos estos agentes históricos del conflicto armado colombiano han
saqueado, han masacrado, han impuesto episódicamente sus reglas de coerción
sobre la población civil. Todos han sido depredadores. Esos tres agentes
históricos con sus propias mutaciones en el largo conflicto armado colombiano
son tres fuerzas poderosas y su poder ha derivado del uso de la fuerza en gran
medida.
La discusión pública cotidiana entre esas tres fuerzas de la
política colombiana está llena de señalamientos. Unos quieren pasar por
víctimas de los otros y a cada uno de ellos le es muy difícil aceptar su
responsabilidad directa en hechos cruentos; en eso también se parecen. Unos
reclaman contra los otros una legitimidad sea histórica, política o moral de
sus actos. Todos ellos creen y hacen creer que han actuado en representación de
fragmentos muy importantes de la sociedad colombiana. Los sucesivos gobiernos
han hecho creer que las fuerzas armadas estatales han hecho lo que les
corresponde en nombre del Estado y que los actos en que han violado los derechos
humanos han sido cometidos por elementos aislados y sin nexo con un método
sistemático o con una doctrina de eliminación de la población civil o de su rival político; los grupos
paramilitares han hecho creer que representan a aquellos sectores de la
sociedad que no encontraron suficiente protección en las instituciones oficiales y que se
vieron obligados a armarse para defenderse de la guerrilla.
Y el movimiento guerrillero, por su parte, se ha presentado como representante
genuino de los sectores populares y en su nombre han reivindicado una
revolución basada en el recurso de las armas.
Ante esto es muy difícil que reconozcan que se convirtieron en
tres grandes fuerzas políticas cuyo poder ha ido teniendo fundamento en su
capacidad armada, más difícil aún que reconozcan que su poder es el resultado
de matar sistemáticamente. Pero ha sido el reciente informe del grupo Memoria Histórica, bajo la dirección del
historiador Gonzalo Sánchez, el que demuestra que buena parte del transcurrir
político de la segunda mitad del siglo XX, y lo que va del siglo XXI, ha estado
signado por el recurso armado en que mucha gente inerme y vulnerable ha quedado
sometida a las exacciones de alguno o todos los agentes armados. En fin, estamos
ante un hallazgo del cual se desprende consecuencias que deberíamos examinar;
se trata de la constatación, muy aterradora, de que el poder político en
Colombia se halla sustentado en grupos organizados de asesinos, en gente que de
un modo u otro, directa o indirectamente, es responsable de miles de asesinatos
y, más exactamente, de por lo menos 220.000 muertos en los 54 años. Este es el
grandioso capital político que les ha permitido sentarse a negociar en el
último decenio para insertarse en la vida pública como organizaciones políticas
legales, reconocidas y aceptadas en el sistema de democracia representativa en
Colombia.
Esos agentes contemporáneos del poder en Colombia tienen sus
abogados, sus filósofos, sus historiadores, sus intermediarios y asesores
políticos que les ayudan a fortalecer su situación en la discusión pública
cotidiana. Hace falta, en consecuencia, quienes difundan o representen las
voces de aquellos que han sido humillados u ofendidos por el cruento y largo
conflicto armado colombiano; aquellos que no eran miembros regulares ni
voluntarios de esas tres grandes fuerzas de poder armado; aquellos que han
tenido que resistir, adaptarse, sobrevivir, sufrir y morir en medio del
conflicto. Aquellos que han perdido familiares y amigos, que han perdido sus bienes,
que han tenido que buscar refugio, que han sido obligados a pagar rescates;
aquellos que han sido perseguidos por ser homosexuales o negros o indígenas o
mujeres o simples campesinos pobres en los que cayó la sospecha de ser
auxiliadores o simpatizantes de la guerrilla o del ejército oficial colombiano
o de algún grupo paramilitar. En fin, toda esa gente cuyo único poder ahora es
simbólico, basado en la dignidad de sus reclamos. Junto a esa gente el oficio
de historiador adquiere un inmenso relieve, porque le corresponde insistir en
la necesidad del recuerdo, en el acopio de datos que fabriquen las “memorias de
guerra y dignidad”, como subtitula el mencionado informe.
Alguien decía que los
mejores libros de historia salen de entre aquellos que pertenecen al universo
de los perdedores, de los que han sido aplastados por la máquina despiadada del
poder. Las víctimas han sido, en nuestra circunstancia, la gente sin poder.
Gilberto Loaiza Cano, agosto de 2013.
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