Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 3 de octubre de 2010

Pintado en la Pared No. 39-Mamotreto biográfico de político conservador


Reseña del libro de César Augusto Ayala Diago, El porvenir del pasado: Gilberto Alzate Avendaño, sensibilidad leoparda y democracia. La derecha colombiana de los años treinta. Bogotá, Fundación Gilberto Alzate Avendaño-Gobernación de Caldas-Universidad Nacional de Colombia, 2007, 559 pags.

Por: Gilberto Loaiza Cano.
PRIMERA PARTE

Desde que conozco al profesor Ayala Diago, en 1982, cuando él enseñaba en la Universidad del Quindío y yo todavía no tenía edad de cédula de ciudadanía, ya lo veía elaborando fichas de lectura acerca de Getulio Vargas y el Estado Novo en Brasil. Quizás desde antes, ya se había entregado a la misión de escribir la historia de los populismos frustrados en la Colombia del siglo XX. Desde entonces, ha recorrido un larguísimo y prolífico camino en la construcción de una línea muy definida en la interpretación de la historia política colombiana; han sido más de veinticinco años, cuatro libros, la enseñanza de la historia en universidades de Armenia, Popayán, Bucaramanga, Bogotá; una estadía en Brasil y una relación muy fecunda con colegas de varios países. Tanto ha sido su compromiso con su forma de entender y reconstruir la vida pública colombiana que terminó hace poco una maestría en Lingüística con el fin de dotar de mayor refinamiento interpretativo su constante análisis de los discursos de los agentes y medios de difusión de la política. También hay que agregar la voluminosa y paciente acumulación de testimonios de historia oral que permite pensar que Ayala Diago es quizás el historiador colombiano que mejor conoce el personal político de la segunda mitad de nuestro siglo XX. Sospecho, con algo de ironía y mucho de sinceridad, que Ayala acumula la suficiente información –y más- para escribir una especie de diccionario de la política colombiana del siglo precedente. Su trayectoria, en fin, revela una laboriosa artesanía intelectual, un compromiso con un oficio que exige, ante todo, una indoblegable paciencia, una irredimible voluntad de persistir.

Todo ese tiempo y todo ese esfuerzo han ido perfilando una personalidad ya bien definida. Ayala Diago ha insistido en escribir un tipo de historia política ceñida a una temporalidad y unos problemas más o menos precisos: sus tres primeros libros se han detenido principalmente en los movimientos de oposición al Frente Nacional, pero esta última obra señala un cambio significativo porque arranca desde inicios del siglo veinte. Sin embargo, ha hecho prevalecer sin concesiones una muy particular concepción del ejercicio narrativo de la historia. Todo lo ha hecho sin muchas pretensiones teóricas; le ha preocupado poco escribir exordios conceptuales y no es fácil hallar en sus obras unas definiciones categóricas o explícitas de, por ejemplo, el fenómeno populista, aunque esa sea la materia prima en muchos de sus estudios. El ha preferido un camino más descriptivo, como si pretendiera dejar que los hechos y los individuos hablen por sí solos, según propósito de una muy vieja escuela historiográfica. El ha preferido introducir al lector en el microcosmos del funcionamiento cotidiano de un movimiento político, como si se tratara de elaborar un diario o una memoria. Como si se tratara, siguiendo a uno de sus autores tutelares –Clifford Geertz- de introducirnos en una densa descripción del entramado cultural de una comunidad política. Tampoco hay que despreciar que Ayala Diago es un juicioso lector de la obra de Mijail Bajtin y parece que su noción de polifonía no sólo la ha puesto en práctica en su manera de escudriñar las voces diversas de la política, sino además en la representación de esas voces en la composición narrativa. El resultado es una historia política profusamente documental y documentada, y tal vez demasiado sostenida por la estructura superficial de los discursos que contrapuntean en las publicaciones periódicas. Lo que dice o deja de decir la prensa; lo que dice o deja de decir tal o cual protagonista o testigo en una entrevista se convirtieron en las principales y casi exclusivas fuentes documentales de sus libros. Ese rasgo es determinante y decisivo en su obra y también puede verse como su más ostensible defecto. Pero, de todos modos, ese culto al detalle y a la minucia; esa apelación obsesiva al testimonio; la constante introducción de las voces de los protagonistas; esa ilusión de cercanía (es eso, tan sólo una ilusión) constituyen, a mi modo de ver, uno de los rasgos más evidentes y definitorios de lo que ha sido para Ayala Diago la escritura de la historia política.

Esa manía descriptiva ha brindado resultados verdaderamente mamotréticos e intimidantes; sus libros, sobre todo este último, son un verdadero reto incluso para lectores acostumbrados a faenas de largo aliento ante volúmenes farragosos. El porvenir del pasado es apenas el primer tomo de una trilogía anunciada. Es decir, el autor nos advierte que el estudio de la trayectoria del político conservador Gilberto Alzate Avendaño (1910-1960) va a ser asunto que superará, muy probablemente, las mil quinientas páginas. De hecho, el primero tomo es un minucioso relato de casi setecientas paginas (el tamaño microscópico de la letra permitió reducir el asunto a poco más de quinientas, algo que el lector no podrá agradecer jamás) que tan sólo reconstruye lo que va de 1910 a 1939. El espíritu de síntesis explicativa todavía no ha invadido al profesor Ayala Diago, pero nos queda la esperanza de que el proceso largo y lento de madurez por el que ha caminado le ofrezca un momento de solaz para dedicarse a ver el paisaje. Me parece una necesidad obvia de un investigador en las ciencias humanas detenerse a sistematizar y definir categorías. Ese momento se lo deseamos y esperamos que él mismo se lo haya propuesto.

Esa especie de renovado positivismo en la narración histórica está mezclado con un compromiso que el autor no oculta. Uno de sus libros está dedicado a aquellos que resistieron a la implantación del Frente Nacional. Toda su gran obra se ha concentrado en las disidencias políticas que han querido zafarse de los partidos tradicionales e incluso del partido comunista. Ayala Diago ha preferido seguirles la pista a aquellos políticos e intelectuales que han intentado fundar y sostener proyectos de organización política opuestos al bipartidismo; a aquellos que han enunciado un socialismo heterodoxo con nociones de la democracia mucho más amplias y más elaboradas que las reducidas nociones de las dirigencias liberal y conservadora, y de la dirigencia comunista engolosinada con su rígido marxismo-leninismo. Con este último libro, Ayala se ha afirmado en un espectro temático que desafía la predominante historiografía liberal que ha dejado marcas difíciles de borrar a la hora de reconstituir el paisaje complejo de nuestra historia política. En El porvenir del pasado, el autor introduce con lujo de detalles una historiografía de las derechas en Colombia, de las expresiones del nacionalismo católico y fascista, del populismo conservador. Nos ha puesto a pensar seriamente en la cultura política conservadora que la historiografía colombiana predominantemente liberal nos había hecho olvidar.

Tal aporte no es baladí. Poco nos hemos detenido a pensar en el enorme lugar común que nos ha preparado, como una celada, aquella historiografía que ha hecho comenzar la historia de nuestra presunta modernidad con las reformas liberales de la mitad del siglo XIX, una historia que terminaba con la derrota del proyecto modernizador liberal en el ascenso de la Regeneración. Esa forma angosta de ver nuestra historia nos había hecho creer que la dirigencia liberal era portadora, de manera incontrovertible, de un proyecto político más democrático e igualitario; que su ideal modernizador en la economía, que se plasmaba en el librecambio, armonizaba con la difusión y puesta en práctica de libertades civiles y con la secularización de la vida pública en que la Iglesia católica ocupaba un puesto privilegiado. Pero resulta que nuestra historia, vista de otro modo, también puede mostrar que las elites liberales colombianas fueron portadoras de un aristocratismo político y social que les dificultó, desde 1830 hasta hoy, unas relaciones orgánicas y armoniosas con los sectores populares.

En lo que respecta al siglo XIX, la historia está por reescribirse. El partido católico en Colombia fue mucho más precoz en su organización que el partido liberal; los ideólogos de un ideal de república católica fueron más consistentes y perseverantes que los vacilantes ideólogos liberales. Las obras de José Manuel Groot, Sergio Arboleda, José María Vergara y Vergara, Manuel María Madiedo, José Eusebio Caro y José Joaquín Borda, todavía mal estudiadas, fueron más densas y sistemáticas que las de los políticos liberales y, además, salvo la de Madiedo, fabricaron una versión unánime y compacta de un conservatismo hirsuto, hispanista, jesuítico e intolerante ante cualquier asomo de modernidad liberal. Su ideal de república tenía que apoyarse en la Iglesia católica, su ideal de nación no podía formularse por fuera de la tradición religiosa católica, sus relaciones con los sectores populares eran inseparables de las prácticas de las virtudes teologales, era el “verdadero comunismo” de las palabras del Evangelio el que debía oponerse a la avanzada del novedoso y peligroso socialismo. Los sectores artesanales fueron más proclives a hacer alianzas con el partido conservador que con los miembros del Olimpo radical. El mismo asesinato de Rafael Uribe Uribe, en 1914, a manos de unos artesanos ebrios y desmoralizados, puede ser visto como el corolario de las malas relaciones entre la élite liberal y los sectores populares que nunca supo representar. Por eso, es más exacto ver los primeros decenios del siglo veinte como una lucha por la reconquista liberal del pueblo, una afanosa competencia por recomponer unas malas relaciones seculares; algo que nos permitiría entender por qué del liberalismo se desgajaron algunas disidencias socialistas y por qué el advenimiento de individuos que, como Jorge Eliécer Gaitán, iban a ser los agentes de condensación de la creciente movilización urbana que sobrevino con el nuevo siglo.

Para el partido conservador, las relaciones con los sectores populares tampoco fueron fáciles, así buena parte de las prácticas mutualistas de los artesanos hayan contado con la tutela de la dirigencia conservadora o de la jerarquía eclesiástica. La Regeneración y la hegemonía conservadora difundieron una restringida noción de democracia y un juicio muy adverso sobre los sectores populares. Algunos mítines urbanos de fines del siglo XIX fueron la reacción indignada de un populacho que se sentía menospreciado por los heraldos de la caridad cristiana. La emergencia de un movimiento obrero, la difusión de nuevas ideologías, las influencias de la revolución mexicana y de la revolución rusa fueron elementos difíciles de digerir para la dirigencia conservadora que, anclada en los esquemas patriarcales del siglo XIX, no supo atender la creciente puesta en escena de lo que iba a conocerse como la cuestión social. Los cambios sociales del siglo veinte iban a poner en crisis las culturas políticas del liberalismo y del conservatismo. Y aunque siguieran arrastrando por mucho tiempo algunos elementos engendrados en la centuria antepasada, era inevitable la búsqueda de sintonía con las demandas de nuevas modalidades de movilización y organización política.

El libro de César Ayala Diago no ignora completamente el peso de la tradición proveniente del siglo XIX sobre la dirigencia política liberal y conservadora que se forjó en el siglo siguiente. Sin embargo, incurre en afirmaciones absolutas e inexactas. “En Colombia, afirma el autor, históricamente no se trasladaban las personas de un partido a otro”; esta es una afirmación muy desatenta. El mismo ha demostrado en varias de sus obras que el personal político del veinte fue tan elástico, tan nómada, como el del diecinueve. En la cúspide y en la base, el personal político colombiano ha sido volátil, huidizo en sus identidades; las razones pueden oscilar entre las de índole puramente doctrinaria y aquellas afianzadas en el más evidente pragmatismo. Ahora bien, hay que reconocer que el autor ha sabido mostrarnos lo que podríamos llamar la problemática de la adaptación, la tensión entre la inercia del conservatismo esclerotizado del siglo XIX y las nuevas exigencias de un mundo social que se vuelve multitudinario y complejo; el diálogo con la nueva situación dará origen a lo que el autor llama una nueva sensibilidad conservadora. Una sensibilidad de orden generacional, es decir, un grupo intelectual y político en ascenso que define su personalidad en el choque con grupos de intelectuales y políticos tradicionales y consolidados. Jóvenes que se autoerigen en portavoces de la modernización de un partido que vive en un estado inercial. Es la generación que le tocaría administrar la derrota, la caída de la larga hegemonía conservadora, y que tuvo que pensar en modernizar doctrinariamente y organizativamente a su partido. Es la generación encargada de diseñar o imaginar las vías del retorno al poder en medio del triunfo liberal; la que pondría a prueba las consignas de la abstención electoral; la que enjuiciaría los principios de la democracia representativa y, al mismo tiempo, iniciaría una democratización de la estructura de su partido. Pero, aún más interesante, Ayala Diago nos ha expuesto cómo se fue construyendo el nuevo armazón ideológico de un partido cuya esencia proviene del pasado. Eso implicó no solamente acudir a las enseñanzas reaccionarias europeas por vía del fascismo o del falangismo o de la Acción Francesa. También implicó rediseñar el papel de la Iglesia católica. En tal sentido, los jóvenes conservadores a los que perteneció Alzate Avendaño se preocuparon por reestablecer la relación orgánica con el pensamiento y la acción sociales de la Iglesia católica; restituyeron y reelaboraron la capacidad movilizadora de esa institución, sobre todo en el frente de la caridad. Allí, en el catolicismo social, me parece a mí y creo que también al profesor Ayala, se encuentra la matriz del populismo conservador que vislumbraron los nuevos grupos dirigentes del conservatismo colombiano.

Tal vez porque no se detiene en los antecedentes o en las conexiones provenientes de lo que había sido la política colombiana durante el siglo XIX, el autor no puede entender que las nuevas generaciones políticas del siglo siguiente reproducen, muchas veces a su pesar, consignas y preocupaciones que la dirigencia liberal y conservadora se había venido planteando. Por ejemplo, la preocupación por la multitud, por el lugar del pueblo en la política, las definiciones racistas y aristocráticas de la democracia tuvieron cimiento en los debates de la centuria del XIX. El hispanismo fue un producto bien elaborado desde la década de 1860 y lo que hicieron los fascistas y falangistas del decenio de 1930 fue adecuarlo a la nueva circunstancia con el aporte, claro, de otros elementos. La lectura del Ariel de Rodó, compartida por liberales y conservadores, no puede separarse, por ejemplo, de la aparición de Idola fori, de Carlos Arturo Torres, publicada en 1909. En estas y otras obras están expuestas, más allá de lo que el autor aprecia como un mensaje anti-norteamericano, unas nociones de democracia que reivindicaban el papel tutor de una aristocracia letrada que tenía que sentirse superior en sociedades todavía rurales y atrasadas. El pesimismo racial sobre el pueblo era compatible con una justificación del papel de guía del individuo ilustrado. Es decir, las lecturas de las obras de José Enrique Rodó, de Ernesto Renan, el racismo de autores como Gobineau, debieron haber estado más relacionadas con la preparación de un sentido de democracia que legitimara la clase media urbana emergente, a la que pertenecía Alzate Avendaño, y que sólo podía y pudo lograr preeminencia mediante los espacios de la meritocracia.
FIN PRIMERA PARTE

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