Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Pintado en la Pared No. 40- Un nombre para nuestra guerra




Francisco Gutiérrez Sanín (coordinador académico), María Emma Wills y Gonzalo Sánchez (coordinadores editoriales), Nuestra guerra sin nombre . Transformaciones del conflicto en Colombia, Bogotá, Editorial Norma-Universidad Nacional de Colombia, 2006, 607 pags.


Este libro de múltiples autores está compuesto de un prólogo y cinco divisiones temáticas que reúnen, en total, trece ensayos. El grupo de autores lo constituye un personal destacado con reconocida trayectoria en el estudio de nuestra guerra o, si acudimos a la vacilación que contiene el libro mismo, nuestro conflicto. Según las áreas temáticas, hay un enorme esfuerzo exhaustivo porque se ha pretendido abordar el problema en todas las dimensiones posibles. Como bien lo advierte el interesante prólogo, cuyos responsables son los profesores Francisco Gutiérrez Sanín y Gonzalo Sánchez, no se trata de un libro que presente un consenso académico sobre un asunto tan polémico ; se trata más bien de un libro que reúne enfoques y afirmaciones diversos, pero todos unidos por una voluntad de rigor metodológico difícil de reprochar. El lector, por tanto, no encontrará un conjunto de conclusiones generales ; al contrario, su deber será llegar a sus propias conclusiones según los análisis que ofrecen estos ensayos. De todos modos, habrá que leer con minucia para encontrar entre este grupo de autores divergencias ostensibles porque, así no se lo hayan propuesto los autores y los editores de este libro, pueden detectarse algunas tendencias generales en la interpretación de « nuestra guerra sin nombre ».

Un aporte sustancial de este libro es que contiene el examen de aspectos que antes no habían sido objeto de análisis rigurosos ; eso significa, de una parte, que « nuestra guerra » ha adquirido en su trayecto nuevos rasgos que debían ser estudiados ; y , de otra, que los estudios sobre esos aspectos nuevos ya se han ido consolidando. Ese es el caso de los ensayos que constituyen la primera parte del libro, consagrada a lo que se denomina « la internacionalización de la guerra ». Diana Rojas se encarga de examinar el papel que ha ido cumpliendo Estados Unidos y demuestra que el influjo de este país ha ido creciendo tanto en lo que concierne a la definición del conflicto como en la aplicación de políticas ; la investigadora advierte que este país ha introducido una visión bastante simplista sobre todo en la calificación de las FARC como un grupo desideologizado y dedicado exclusivamente al tráfico ilegal de drogas. Según Rojas, « un desconocimiento de las motivaciones del carácter ideológico y político de estos grupos puede conducir a errores en la estrategia y a procesos fallidos de negociación ». Mientras tanto, Socorro Ramírez contribuye con dos ensayos : el primero se concentra en el análisis de la participación europea y el siguiente en lo que ella considera como « la ambigua regionalización » del conflicto. En su primer ensayo, queda claro que el aporte europeo es precario y más bien simbólico. Quizás haya faltado decir de manera más consistente que América latina para Europa es una región de poca importancia geoestratégica y que en las agendas de aquellos países el conflicto colombiano constituye, aparte de la singular preocupación francesa por el tema del secuestro, un asunto bastante marginal. Aun así, incentivar la presencia europea en un conflicto en que predomina, como ya lo explicó Diana Rojas, el simplismo norteamericano, parece indispensable. En su otro ensayo, la investigadora Ramírez demuestra, con estadísticas, que el conflicto colombiano ha permeado y degradado la vida pública en las fronteras con los países vecinos. Pero hay que matizar que Ramírez considera que esa « regionalización » del conflicto no puede adjudicársele a un supuesto desmadre sino a una dinámica más compleja en la que participan los conflictos internos de los países vecinos. Lo más visible, en todo caso, es que durante el ya largo régimen uribista se ha acentuado el aislamiento regional de Colombia debido a su absoluta inclinación pronorteamericana. Dicho de otro modo, Colombia se ha consolidado como bastión de la política de Estados Unidos en el sur de América y eso ha implicado, entre otras cosas, una separación de los proyectos de integración económica regional. El padrinazgo norteamericano ha dotado, sin duda, de soberbia las relaciones de Colombia con su vecindario.

La segunda parte del libro está dedicada al examen de los actores armados, de sus dinámicas y estrategias ; la inaugura un ensayo de Eduardo Pizarro Leongómez acerca de las FARC. Admitamos que es difícil leer al profesor Pizarro, porque es necesario hacer abstracción de su parábola académico-política y de las paradojas en que ha vivido inmerso. Es difícil ser un lector impasible de su obra, tan difícil como es ser ciudadano en esta loca historia de Colombia. Lo recuerdo desde sus tiempos de investigador en el centro de estudios sociales del partido comunista, cuando ya generaba polémicas y discrepancias fuertes por su caracterización de la democracia colombiana. Desde entonces lo veo y lo leo como un intelectual que siempre sostiene –y se sostiene en- posiciones muy difíciles. En el profesor Pizarro, y como puede suceder con muchos académicos en Colombia, es complicado saber cuándo no se piensa y escribe con el deseo. De todos modos, me parece que llega a una conclusión errónea en su ensayo ; es posible que con respecto a las FARC sí pueda hablarse de una actual etapa de retroceso y de un debilitamiento estratégico, pero no podría afirmarse lo mismo en el caso de los grupos paramilitares cuyo criticado proceso de paz no parece ser el fruto de una derrota de actores armados no estatales. Al contrario, parece ser el fruto de triunfos militares y políticos.

Los otros dos ensayos de esta parte están dedicados, el uno, a caracterizar al ELN ; el ensayo sirve para entender en qué condiciones puede llegar esa organización guerrillera a un eventual proceso de negociación ; según el profesor Mario Aguilera, se trata de una guerrilla militarmente débil pero políticamente con mayor capital que la misma guerrilla de las FARC. El siguiente ensayo hace parte de las necesarias novedades en el estudio de nuestra guerra, es un examen de lo que los autores denominan « la interacción entre los grupos paramilitares y el Estado colombiano ». Francisco Gutiérrez y Mauricio Barón se han apoyado para su análisis, entre otros instrumentos, en un trabajo de campo de tres años en el Magdalena medio central ; en entrevistas con paramilitares, con sus víctimas, con funcionarios del Estado y con políticos regionales. Los autores adoptan como punto de partida que es imposible explicar el paramilitarismo colombiano sin comprender cómo diversos actores, incluido el Estado, enfrentan el desafío de la guerrilla. En este ensayo se demuestra, por ejemplo, que los paramilitares han sido tanto aliados del Estado como enemigos del Estado. Cuando Gutiérrez y Barón hablan de la progresiva autonomización del paramilitarismo, a causa de sus vínculos indudables con el narcotráfico, parece que de manera implícita el Estado colombiano queda exonerado de esta problemática alianza. Ahora bien, queda claro que el fenómeno paramilitar encontró en el proceso de descentralización política y administrativa una fuente que lo ha alimentado sustancialmente.

Parece que en el tema de los paramilitares poco se ha avanzado en su examen sociohistórico ; el ensayo de Gutiérrez y Barón es una excelente aproximación que esboza problemas que merecen ser tratados con mayor detalle. Algunas de sus conclusiones son apenas obvias ; por ejemplo, decir que la interacción entre el Estado y los paramilitares ha sido ambigua no suena novedoso ni exacto. Tal vez sea preferible hablar de una relación de conveniencia, pragmática, con sus altibajos ; pero también podríamos encontrar que, aparte de las relaciones coyunturales basadas en el pragmatismo, también ha habido una doctrina paramilitarista difundida y puesta en práctica por agentes del mismo Estado. En este aspecto se ha avanzado muy poco, con excepción de las publicaciones del Cinep y los postulados o denuncias de la izquierda democrática, que han hecho énfasis en la existencia de un ideario paramilitar que ha justificado no solamente las relaciones coyunturales del Estado con grupos de autodefensas sino, y sobre todo, ha incentivado su creación. Y cuando hablamos de un examen sociohistórico no se trata solamente de elaborar una historia desde la década de 1960 para encontrar, entre otras cosas, los orígenes del adoctrinamiento paramilitar y contrainsurgente en Colombia. Sería quizás más interesante y productivo averiguar si por lo menos desde los orígenes del sistema republicano se cimentó una cultura paramilitar en que la existencia del ciudadano armado se volvió una costumbre.

Creo también que poco se ha dicho o se ha querido decir de la importación de ideologías mediante manuales y cursos de origen norteamericano y francés en la elaboración de esa doctrina contrainsurgente que implicó que la población civil fuera vinculada como víctima y como victimaria en un conflicto armado interno. Recientemente, más en los medios intelectuales europeos que latinoamericanos, se ha demostrado y difundido cómo los métodos aplicados por el ejército francés en la guerra de liberación nacional en Argelia fueron aplicados con rigor y dramática eficacia en la América del sur, sobre todo en la década de 1970 y, según los recientes descubrimientos de fosas comunes en Colombia, en las décadas de 1980 y 1990. En definitiva, el fenómeno del paramilitarismo apenas si comienza a ser evaluado con seriedad y da la impresión que los acontecimientos políticos actuales van más rápido que cualquier posibilidad de explicarlos.

La tercera parte, titulada « Estado, régimen político y guerra », comienza con un ensayo del profesor Luis Alberto Restrepo que parece exponer una angustia que se sintetiza de este modo y según sus propias palabras : entre el Estado colombiano y los insurgentes existe una asimetría estratégica favorable a los insurgentes. Para Restrepo, es apremiante que el Estado tenga una « duradera política » ante el conflicto armado que le permita afrontar de manera más coherente y contundente la relativa coherencia y duración de la estrategia de las FARC. Creo que en estilo académico, el profesor Restrepo repite lo que muchos dicen –o decimos- con términos extraídos del sentido común : a situaciones excepcionales, las soluciones también deben ser excepcionales. Una democracia representativa, por tanto, resulta demasiado vulnerable para afrontar los retos de una insurgencia armada disciplinada y duradera. Conclusión no dicha por el autor del ensayo pero fácil de extraer para el lector. A la hora de los vaticinios, Restrepo es mucho menos optimista que Eduardo Pizarro ; mientras éste sostiene que la prolongación del conflicto armado va en contra de los insurgentes, aquel afirma que « en la medida en que el conflicto se prolonga, el tiempo favorece a los insurgentes ».

Los dos ensayos siguientes se inclinan por un análisis histórico de lo que ha sido, de una parte, la evolución del conflicto en el marco del proceso de descentralización y de las consecuentes disputas del poder político local ; y, de otra, en el caso del ensayo de Andrés López Restrepo, de los efectos del narcotráfico en la vida colombiana de las tres últimas décadas. En mi opinión, estos dos ensayos tienen en común la omisión de algunos antecedentes históricos que podrían darle una perspectiva comparada a sus análisis ; intuyo que pueden hallarse algunas semejanzas en el proceso de descentralización administrativa, política y fiscal que incentivaron las élites liberales en la segunda mitad del siglo XIX y la volatilidad de la vida pública local de las últimas tres décadas ; en el siglo XIX, las luchas eleccionarias, las sublevaciones armadas, la emergencia de una nueva élite acaparadora de tierras y de circuitos comerciales tuvo mucho que ver con esa política descentralizadora. Me parece que la comparación histórica está lejos de ser ociosa. No sé, además, por qué no se tiene en cuenta la desaparición del café como el principal cultivo de exportación. Mejor dicho, por qué no se quiere o puede afirmar que el fracaso de una élite y de una economía basada en el monocultivo y la agroexportación hizo parte de los factores que facilitaron la emergencia del contrabando, el narcotráfico y otras formas de economía ilegal. Es probable que el narcotráfico sea más el síntoma revelador de un fracaso en la construcción del Estado nacional que la causa de todos los males contemporáneos. Mejor dicho, la pregunta que hace parte del título de uno de los últimos ensayos del libro es aplicable a lo que nos ha presentado el profesor López Restrepo : « quién ha hecho a quién ? » Ahora bien, si se ha pretendido mostrar cuáles son las condiciones que han favorecido la expansión de actividades ilegales, incluidos el narcotráfico y la violencia política, como lo anuncia López Restrepo, pienso que hay que incluir el peso de las políticas neoliberales. Una ética neoliberal es inseparable del funcionamiento de las economías ilegales ; el narco-paramilitarismo hace parte del menú de opciones en la reivindicación de un Estado ausente que deja todo en manos del libre juego del mercado y de la iniciativa individual. El narcotráfico, palabras más o menos, es neoliberalismo puro.

El ensayo que cierra esta parte del libro no me parece tan atractivo ; Jonathan Di John se dedica a demostrar que en el caso de Colombia no es aplicable la idea de que la abundancia de recursos minerales aumenta la probabilidad de violencia política ; tal vez lo interesante de este estudio sea la perspectiva comparada con otros países que permite poner en su justa dimensión nuestro conflicto que, al final, y es lo insípido de este ensayo, queda caracterizado por la vía de la negación : no es la abundancia de minerales lo que pueda tomarse como causa del conflicto armado colombiano, eso es todo lo que logra decirnos el autor.

Las dos últimas partes me parecen tanteos analíticos, primeros pasos en el uso y en la interpretación de prolijas bases de datos. Leyendo no solamente los aportes de los investigadores del IEPRI, al simple lector le puede quedar la sensación de que comenzamos a saturarnos de bases de datos que necesitan ser examinadas con lupa. Por ejemplo, creo que las bases de datos del CINEP caminan por un lado muy diferente de las del IEPRI (menos mal, dirán algunos). Tal vez se vuelva necesario, por metodología, exponer desde un principio las especificidades y diferencias de cada base de datos. Hay que reconocer, además, que la materia de esas bases de datos es bastante lúgubre : homicidios y homicidas de múltiple espectro. Gutiérrez Sanín nos hace una dura advertencia : la borrosa distinción entre homicidio político y no político. La respuesta tentativa a ese dilema no es menos grave : si la organización se autodefine como política sus actividades son políticas. Otras afirmaciones de Gutiérrez dan rienda suelta a muchas elucubraciones ; él dice : « Colombia es uno de los pocos países del mundo donde ha habido una coexistencia estable entre conflicto armado y democracia ». Qué podemos colegir de esta afirmación : Que el conflicto armado ha sido funcional a un tipo de democracia representativa ? Que ganar elecciones ha sido parte inherente de las actividades de grupos armados en aras de garantizar controles locales ? Que entre armas y votos ha habido una relación de reciprocidad en la historia de la democracia colombiana ?

La última parte la compone un único ensayo, escrito por Ricardo Peñaranda, que examina el papel de la población civil sobre todo en actividades de resistencia contra los diferentes actores armados, pero se concentra especialmente en la capacidad de movilización de las comunidades indígenas de la región caucana, donde constata el autor que la distancia entre las comunidades indígenas y la guerrilla de las FARC es enorme.
Este libro, en definitiva, sirve para ponerse al día en la evaluación de nuestra guerra ; sirve para saber cuál es la modulación académica en la interpretación de esa guerra ; para saber cuáles son los énfasis y matices explicativos de la comunidad académica que terminó por especializarse en el análisis de la peculiar condición de la vida pública colombiana. Nuestra guerra o nuestro conflicto o nuestra violencia pronto dará para preparar diccionarios biográficos, bancos de datos prosopográficos (que ya hacen parte del instrumental de los expertos) y enciclopedias temáticas. Tal vez entre comprenderla, banalizarla y popularizarla haya pocas diferencias ; pero, en todo caso, una guerra tan prolongada y que parece ocupar espacios de la vida pública y de la vida privada tan variados va a exigir estudios aún más específicos. El elemento audiovisual, por ejemplo, parece todavía soslayado; quizás acogiendo algunas de las insistencias del profesor Jesús Martín-Barbero, hay que hacer una historia de la relación entre nuestra guerra y la evolución de los medios de comunicación audiovisuales ; el estudio de la evolución en el control de territorios y en la tenencia de la tierra, cuya consecuencia más ostensible y trágica es el desplazamiento forzoso, es un gran ausente de este libro. El estudio ideológico de las élites políticas que se han formado y consolidado en los últimos cuarenta años es otro gran silencio académico ; por otro lado, el perfil ideológico y socioeconómico de los fundadores y dirigentes de los grupos paramilitares apenas comienza a insinuarse. Nuestra guerra, que no tiene nombre, es una guerra explicable aunque no del todo explicada.

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