Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

jueves, 15 de octubre de 2009

LA PRENSA Y LA OPINIÓN EN LOS INICIOS REPUBLICANOS, 1808-1815 (I)

PINTADO EN LA PARED No.18


Introducción

A partir de 1808 hubo cambios ostensibles en la producción y circulación de periódicos en Hispanoamérica. Los prospectos de los periódicos de entonces y la legislación sobre libertad de imprenta, entre 1808 y 1815, testimonian una intensa mutación entre el personal letrado que admitía la importancia persuasiva, didáctica, de la prensa. Cualquier cronología básica sobre la historia de la opinión pública debe otorgarle a estos años la importancia de una primera etapa que les demuestra a los políticos letrados que el taller de imprenta, que las libertades en el ejercicio de la opinión, que la difusión escrita de impresos publicados con alguna regularidad, eran indispensables en los balbuceos de la formación de un sistema republicano.

Ciertas circunstancias empujaron a las elites hispanoamericanas a recurrir de manera cada vez más sistemática al uso de publicaciones regulares que sirvieran para hacer circular sus opiniones, sus prácticas legislativas en representación del “pueblo”. La circunstancia más evidente fue la incertidumbre política que obligó a aquellos individuos a competir en la exposición de variantes doctrinales para legitimar un viejo o un nuevo orden. Otro factor fue la tradición deliberante y crítica que, en el caso de la elite criolla, podría encontrar despliegue erigiéndose como tribunal supremo de la opinión. Para el personal criollo de aquellos años no eran nada extraños los efectos didácticos y persuasores del periodismo; tampoco ignoraban, ni mucho menos, un arsenal retórico aprendido dentro y fuera de los protocolos de la educación durante la segunda mitad del siglo XVIII y que les sirvió para expresar sus opiniones y para legitimarse como un grupo selecto de individuos que sabían ejercer con regularidad el uso de la razón. Hubo una matriz cultural que les permitió a los hombres letrados de la época, principalmente sacerdotes católicos y abogados, acudir a un repertorio de estrategias discursivas exhibidas con alguna destreza, en ciertos casos con excepcional lucidez. Eso les sirvió para debatir entre iguales, para cuestionar antiguas autoridades e instituciones y, quizás lo más importante, para asentarse como miembros de una república de las letras que hallaron en la opinión pública política un medio muy eficaz de legitimación.

Se trataba, sin duda, de una revolución letrada nada despreciable. Era, por lo menos, la afirmación del poder de la escritura y de quienes detentaban con holgura la capacidad de leer y escribir. Situarse y afirmarse política y culturalmente como la elite destinada a asumir el control de una etapa todavía incierta y aparentemente caótica fue una de las tareas más apremiantes, expuestas con franqueza en los primeros periódicos de entonces. Parte sustancial de esa revolución fue el hecho de recurrir a un medio de comunicación de las ideas que implicaba una evolución tecnológica importante y una noción de público mucho más amplia a la que habría predominado en los dos siglos precedentes. Aunque en Europa, desde inicios del siglo XVIII, ya se habían percibido las implicaciones de hacer circular periódicos que sostenían una conversación casi imaginaria con un público en su mayoría físicamente ausente, lejano, en Hispanoamérica y más estrictamente en la Nueva Granada, mientras tanto, la experiencia de hacer circular periódicos “por todo el reino” era todavía incipiente.[1] De modo que para las elites criollas multiplicar los impresos era un reto novedoso cuyas consecuencias eran difíciles de pronosticar; esa ampliación del auditorio, del público, hace parte de los cambios importantes que se concentraron en aquella coyuntura.


La libertad de imprenta tiene sus raíces históricas en la necesidad individual y colectiva de adquirir el derecho a conocer lo que había sido por mucho tiempo los actos secretos del Estado. En Hispanoamérica, corresponde a la necesidad de darle solución a una encrucijada histórica, de darle publicidad a los actos de gobiernos improvisados que intentaban obtener rápidamente un consenso favorable mediante el recurso de la publicidad. Los primeros periódicos fueron, principalmente, ministeriales, órganos de difusión de las actividades de quienes habían sido delegados por la soberanía del pueblo para cumplir con inéditas tareas de representación política. Los representantes del pueblo necesitaban instruir, persuadir o disuadir permanentemente al pueblo y el instrumento más rápido y eficaz era, entonces, el periódico. De manera que el nacimiento de periódicos, a partir de 1808, estuvo signado por la necesidad de darle sustento a un incipiente sistema de representación política. Los mismos periódicos eran una pieza en el engranaje representativo; quienes dirigían y redactaban los periódicos no sólo actuaban como voceros o intermediarios de una junta suprema que era su principal protectora política y financiera, sino que ellos mismos se consideraban como un grupo de literatos o filósofos o sabios que estaban cumpliendo unas tareas apremiantes; veamos, por ejemplo, los propósitos expuestos en el prospecto del Diario político de Santafe de Bogotá, el 27 de agosto de 1810: “Difundir las luces, instruir a los pueblos, señalar los peligros que nos amenazan y el camino para evitarlos, fijar la opinión, reunir las voluntades y afianzar la libertad y la independencia sólo puede conseguirse por medio de la imprenta”.[2] La designación de miembros de las juntas supremas y la redacción de las primeras constituciones políticas, entre 1810 y 1815, siempre en nombre del pueblo, fueron eventos que no podían aislarse de la aparición de un periódico encargado de contribuir a cierto consenso y sosiego público necesarios para la actuación del cuerpo político.

El periódico, por tanto, estaba vinculado a la búsqueda inmediata de una especie de consenso patriótico, debía evitar cualquier fisura en una situación nueva e incierta para la sociedad; ese propósito lo condensaba aquello de “fijar la opinión” o de “reunir las voluntades”. La imprenta y el periódico exhibían unos atributos indispensables para aquella situación nueva y apremiante; los redactores eran conscientes de que “la circulación rápida de los papeles públicos, la brevedad de los discursos”, entre otros atributos, hacían de los periódicos un instrumento muy apropiado para afianzar el reconocimiento público de la actividad de los representantes del pueblo. Esa misión que se auto-confirieron era el reconocimiento, no tan implícito, del inicio de una etapa incierta de disputas por la legitimidad política; en torno al proceso político que se iniciaba no había opiniones unánimes ni voluntades acordes, al contrario. Pero los redactores del periódico hicieron precisiones todavía más categóricas y significativas en la definición de la importancia y, aún más, de la exclusividad autorizada del periódico. El Diario político de Santafe de Bogotá había nacido, sin duda, para contribuir a dotar de legitimidad al personal político reunido -por delegación del pueblo, según la insistencia del periódico- para redactar una constitución política. También en el prospecto se atrevieron a hacer una prescripción que después veremos extendida en la mayoría de constituciones políticas que se escribieron en Hispanoamérica en el lapso de 1811 a 1815. Para los responsables del periódico, la opinión que se expandía por medio de la imprenta era la única válida; solamente “los papeles públicos…pueden inspirar la unión, calmar los espíritus y tranquilizar las tempestades. Cualquier otro medio es insuficiente, lento y sospechoso”.[3]

En el relato que fue fabricando el Diario político de Santafe de Bogotá, desde su primer número del 27 de agosto de 1810 hasta el último del 1º de febrero de 1811, la reunión espontánea de las gentes en las calles, en la plaza, todo eso provocaba inquietud. La opinión vertida en el periódico o plasmada en leyes mediante la actuación sosegada de representantes elegidos por el pueblo era la única aceptable; lo demás podía incitar a la disgregación de una unidad indispensable. Entre el buen uso de razón de quienes conformaban la Junta Suprema y las peticiones populares aparecía a veces un abismo que lo admitían los redactores del periódico: “No todas las peticiones del pueblo eran justas. Muchas respiraban sangre y dureza. La Junta Suprema concedía unas, olvidaba otras, otras en fin negaba con persuasiones”. Y, enseguida, comunicaban la inquietud provocada por las reuniones de gentes del pueblo: “Ya muchos ciudadanos ilustrados preveían las consecuencias a que darían origen las reuniones frecuentes de un pueblo numeroso y embriagado con la libertad”.[4] En fin, el periódico y el personal político que hablaba por su intermedio prefirieron exaltar los beneficios del uso de la imprenta y, en contraste, reprobaron por inquietantes o supuestamente perturbadoras las prácticas asociativas o la simple presencia multitudinaria de las gentes.


La libertad de imprenta
y el supuesto aporte de Jeremy Bentham


Para el personal político hispanoamericano que adquirió preeminencia entre 1810 y 1815, la libertad de imprenta fue una necesidad política apremiante. Es decir, la comunicación regular con un público vasto mediante impresos fue una exigencia en un momento de afanosa búsqueda de legitimidad política y en que comenzaba a discutirse cuál era el tipo de gobierno más conveniente ante el impasse histórico de un rey cautivo. Para ello era necesario elaborar una legislación adecuada a las circunstancias de tiempo y de lugar o, para decirlo mejor, que respondiera a los intereses particulares en la nueva repartición del poder político que tuvo lugar en aquella coyuntura. Por los énfasis de las constituciones que se proclamaron en esos años, por las reflexiones que aparecieron con frecuencia en los periódicos, podríamos suponer que las elites hispanoamericanas buscaban hallar un punto de equilibrio entre la necesidad de recurrir a la libertad de imprenta y evitar cualquier abuso en el disfrute de esa libertad. En consecuencia, sabían que el uso sistemático de la imprenta traía enormes beneficios para la comunicación de la opinión política, pero igual sabían que las virtudes de la imprenta y de los periódicos, por ejemplo la rapidez y la brevedad, podían convertirse en elementos perturbadores de un orden deseado. En suma, era una libertad que debía ser otorgada y, a la vez, controlada.

Ahora bien, es necesario hacer una precisión. Los periódicos y los textos constitucionales se refirieron mayoritariamente a la libertad de imprenta como una libertad general acerca de la publicación de impresos, entre ellos principalmente los periódicos y los libros. La imprenta era tan sólo un medio, el más eficaz como hecho tecnológico, por el cual los individuos podían difundir sus pensamientos, sus opiniones políticas, sus inventos científicos. Es decir, podía haber otros medios de difusión que no solían ser detallados en los enunciados constitucionales. Al referirse de manera genérica a la libertad de imprenta, entendemos que los redactores de las normas estaban hablando, también de forma genérica, de la libertad de opinión, de expresión de esa opinión, que podía ser acelerada o expandida por un elemento tecnológico –la imprenta- cuya eficacia apenas empezaba a percibirse en el caso hispanoamericano.

La aclimatación y las primeras aplicaciones de una legislación novedosa, contradictoria y vacilante sobre la libertad de imprenta tuvo lugar entre 1808 y 1812. Asegurar una libertad en la órbita de una tradición ilustrada, según los antecedentes de los derechos universales proclamados por la Revolución francesa, tenía que compaginar con las prevenciones y los castigos a los posibles abusos. Si se compara, el decreto casi inaugural del 10 de noviembre de 1810, emanado de las Cortes de Cádiz, es mucho más afirmativo que los artículos al respecto producidos por la mayor parte de constituciones escritas en la América española hasta 1815. En el decreto se declara categóricamente el fin de la censura previa: “Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anteriores a la publicación...”[5]. Mientras tanto, las constituciones americanas de la misma época prefirieron escribir artículos que concedían la nueva libertad y, de inmediato, hacían advertencias sobre las responsabilidades de los autores de impresos. Veamos algunos ejemplos de artículos elaborados en constituciones redactadas en lugares y tiempos diferentes, aunque cercanos, con variantes ostensibles en la escritura, unos más profusos que otros:


Cuadro comparativo de primeros artículos constitucionales sobre
libertad de imprenta en Hispanoamérica.
Fuentes: Biblioteca virtual Cervantes; Fondo José Manuel Restrepo, Biblioteca Central de la Universidad del Valle-Colombia; Diego Uribe Vargas, Las Constituciones de Colombia, vols. I y II, Bogotá, Ediciones Cultura Hispánica, 1985.

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Constitución de Cundinamarca
(30 de marzo de 1811 y promulgada el 4 de abril de 1811)
Art. 16. El Gobierno garantiza a todos sus ciudadanos los sagrados derechos de la Religión, propiedad y libertad individual, y la de la imprenta, siendo los autores los únicos responsables de sus producciones y no los impresores, siempre que se cubran con el manuscrito del autor bajo la firma de este, y pongan en la obra el nombre del impresor, el lugar y el ano de la impresión; exceptuándose de estas reglas generales los escritos obscenos y los que ofendan al dogma, los cuales, con todo eso y aunque parezcan tener estas notas, no se podrán recoger, ni condenar, sin que sea oído el autor. La libertad de la imprenta no se extiende a la edición de los libros sagrados, cuya impresión no podrá hacerse sino conforme a lo que dispone el Tridentino.
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Constitución del Estado de Antioquia (21 de marzo de 1812)
Art. 3º. La libertad de la imprenta es el más firme apoyo de un gobierno sabio y liberal; así todo ciudadano puede examinar los procedimientos de cualquiera ramo de gobierno, o la conducta de todo empleado público, y escribir, hablar, e imprimir libremente cuanto quiera; debiendo sí responder del abuso que haga de esta libertad en los casos determinados por la ley.
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Constitución federal para los Estados de Venezuela, Caracas, 1811
Artículo 181.- Será libre el derecho de manifestar los pensamientos por medio de la imprenta; pero cualquiera que lo ejerza se hará responsable a las leyes, si ataca y perturba con sus opiniones la tranquilidad pública, el dogma, la moral cristiana, la propiedad y estimación de algún ciudadano.
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Constitución de Apatzingán, México, 1814.
Artículo 40.- En consecuencia, la libertad de hablar, de discurrir, y de manifestar sus opiniones por medio de la imprenta, no debe prohibirse a ningún ciudadano, a menos que en sus producciones ataque al dogma, turbe la tranquilidad pública, u ofenda el honor de los ciudadanos.
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Admitamos que el sólo de hecho de proclamar una libertad que antes no se tenía constituyó un paso hacia la modernidad política y cultural, pero también consideremos que se anunciaba un nuevo espacio público todavía restringido y temeroso. El uso de la libertad de imprenta no podía perturbar ni “la tranquilidad pública”, ni “el dogma”, ni “la moral cristiana”, ni “la propiedad”, ni “la estimación”, ni el “honor” de los ciudadanos. Tanto la reglamentación gaditana como las constituciones elaboradas en las provincias americanas parecen partir de una matriz. Al parecer, el liberalismo español y la dirigencia criolla en América bebieron de la fuente común proporcionada por algunos escritos de Jeremías Bentham, transmitidos y comentados por José María Blanco White en su periódico El Español, redactado en Londres. Si se revisa la Gaceta de Caracas (abril de 1811), el Semanario ministerial de Santafe de Bogota (julio de 1811) y aun La Bagatela, redactada por Antonio Nariño (diciembre de 1811), será fácil constatar una amplificación de unos primigenios escritos de Bentham sobre la libertad de imprenta en momentos de discusión y debate en la elaboración de las primeras constituciones políticas en Venezuela y Nueva Granada.

Existe una historiografía que durante varios decenios nos ha ilustrado sobre el influjo ejercido por Bentham en las primeras generaciones de políticos republicanos en Hispanoamérica. Intercambios epistolares y legislaciones lo testimonian; pero hay equívocos y excesos en la valoración. No se ha ponderado bien la influencia temprana, es decir, aquella anterior al inicio de la década de 1820. Digamos que desde 1978 la historiografía inglesa admite que hacia 1810, sino antes, hubo una relación entre Francisco Miranda y el legislador británico que luego se extendió al publicista español residente entonces en Londres, José Maria Blanco White.[6] Pero el examen matizado de ese encuentro y de la supuesta influencia de Bentham son más recientes. Es cierto, Miranda y Blanco White fueron el puente de transmisión de unos escritos de Bentham sobre la libertad de imprenta que pudieron servir de sustento a los liberales españoles y a la dirigencia criolla, especialmente en Venezuela y Nueva Granada, para redactar las primeras constituciones. Sin embargo, ni la anécdota cierta de la relación temprana con el jurista ingles ni la difusión de sus manuscritos bastan para dar respuesta certera sobre el grado de su influencia. ¿Por qué? Una cosa creía Bentham acerca de la libertad de imprenta, otra cosa necesitaban los legisladores en Hispanoamérica. Bentham, como otros intelectuales británicos, veía entonces con enorme simpatía los sucesos del otro lado del Atlántico; el paso a un régimen de libertades individuales les parecía el más auspicioso. De otra parte, el momento ideológico del jurista inglés era muy particular; se dice que su amistad con James Mill, hacia 1809, había influido fuertemente en su inclinación filosófica radical que le hizo exaltar una democracia liberal en que la libertad de opinión ocupaba un lugar privilegiado.[7]

Un examen, todavía superficial, de las tesis de Bentham y lo plasmado en las constituciones redactadas en Hispanoamérica entre 1810 y 1815, permitiría pensar que “el sabio Bentham” –como ya lo denominaban- no fue seguido al pie de la letra. En principio, los constituyentes criollos pudieron haber compartido la premisa de “asegurar la libertad de imprenta” e “impedir los inconvenientes que esta libertad puede producir”;[8] también pudieron haber compartido la importancia concedida a la libertad de imprenta como medio de vigilancia de las conductas de los funcionarios públicos. Pero quizás no compartieron el optimismo del pensador inglés en lo concerniente a la confianza que podía depositarse en el pueblo y en la importancia concedida al número, a la mayoría, como fundamento de la discusión pública. La distancia entre los manuscritos del jurista inglés y una realidad que provocaba aprensiones, debieron inclinar a los legisladores hacia una libertad concedida con ambigüedades y temores. Lo cierto es que los artículos sobre libertad de prensa narran, a su manera, tempranas pugnas entre facciones políticas, dificultades para lograr consensos políticos, la necesidad de consolidar a un personal político consagrado a las tareas de representación. La libertad de imprenta tenía que emplearse para “fijar la opinión”, para garantizar consensos, para lograr algún nivel de unanimidad y de adhesión en torno a gobiernos incipientes. Además, el manuscrito de Bentham nada dice ante un elemento de ostensible interés para los políticos hispanoamericanos como lo era la relación con la Iglesia católica. La preocupación por el respeto al dogma católico estaba ausente en su opúsculo, mientras que para las elites criollas y para los liberales españoles era una preocupación inmediata. Los nuevos Estados, según las primeras constituciones políticas, debían ser Estados confesionales, protectores de una religión en particular.


Vigilar, controlar la nueva libertad implicaba en la sociedad hispanoamericana impedir que prosperaran acciones que contrariaran el sistema representativo que intentaba erigirse. Cualquier conducta, individual o colectiva, por fuera de ese sistema era un atentado a “la tranquilidad pública”, un cuestionamiento al necesario consenso. Por eso, ante tantas precauciones que rodeaban la puesta en marcha de la libertad de imprenta vale la pena indagar si su aplicación fue armoniosa y diáfana o si estuvo plagada de incoherencias, de vacilaciones e, incluso de atropellos a la libertad misma que se acababa de proclamar.

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[1] Sobre una percepción temprana y quizás pionera de los alcances de la circulación masiva de periódicos en Europa: STIELER, Caspar, Zeitungs Lust und Nutz (1695); citado y comentado por: SPLICHAL, Slavko, Principles of publicity and Press Freedom, Boston, Rowman &Littlefield Publishers, 2002, p. 4, 5.
[2] “Prospecto”, Diario Político de Santafe de Bogotá, No.1, agosto 27 de 1810, p. 1
[3] Ibidem.
[4] “La Historia de nuestra revolución”, Diario Político de Santafe de Bogotá, No. 5, septiembre 7 de 1810, p. 58 y 59.
[5] Citado por PARRA LÓPEZ, Emilio, La libertad de prensa en las Cortes de Cádiz, Valencia, NAU Libres-Biblioteca Virtual Cervantes, 2005 (1984), p. 13.
[6] McKENNAN, Theodora, “Jeremy Bentham and the Colombian Liberators”, en : The Americas, Vol. 34, No. 4 (Apr., 1978), pp. 460-475. La autora se basa en un remoto artículo de derecho comparado escrito en 1948: LIPSTEIN, Kurt, “Bentham: Foreign Law and Foreign Lawyers”, in: George W. Keeton and G. Schwarzenberger (dir.) Jeremy Bentham and the Law, London, 1948, pp. 202-221.
[7] Un interesante artículo sobre la evolución ideológica de Bentham: DINWIDDY, J.R., “Bentham's Transition to Political Radicalism, 1809-10”, en: Journal of the History of Ideas, Vol. 36, No. 4 (Oct. - Dec., 1975), pp. 683-700.
[8] “Artículo extractado de los manuscritos ingleses de Bentham y publicado por el señor Blanco en su Español”, en La Bagatela, Santafe de Bogotá, No. 23, 1º de diciembre de 1811, p. 86.

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