Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 29 de enero de 2012

Pintado en la Pared No. 62-DICCIONARIO DE CONCEPTOS-COLOMBIA, SIGLO XIX

EL MAESTRO DE ESCUELA

"Yo he observado siempre que los que practican oficio tan interesante,

son regularmente los hombres de la hez del pueblo".

Diego Tanco, Semanario del Nuevo Reino de Granada, No. 37, septiembre 11 de 1808, p. 324


Los orígenes de la figura social del maestro de escuela parecen remontarse a una etapa embrionaria pero muy activa de liberalización de la sociedad que vivía todavía en los tiempos del dominio de la corona española; dos estudios, uno ya lejano y otro muy reciente, ayudan a confirmar esa percepción. En 1981, Alberto Martínez Boom había detectado en su pesquisa a unos individuos libres, a unos “mercaderes de la enseñanza” que deambulaban por las aldeas del entonces virreinato de la Nueva Granada en la segunda mitad del siglo XVIII (A. Martínez Boom, 1981); en 2008, Renán Silva Olarte detecta a unos “maestros ambulantes” cuyas vidas eran “frágiles e itinerantes”; gentes sin arraigo y probablemente sin oficio definido. Tal vez combinaban el oficio circunstancial de maestro con otras ocupaciones que les permitiera sobrevivir. Sin embargo, algo queda claro, eran hombres pobres y libres, guardianes de su propia mercancía que sometían a algún tipo de intercambio el servicio que podían ofrecer. Eran, además, maestros sin escuela que enseñaban aquí y allá, muchas veces sin permiso de las autoridades. Eran individuos que no estaban bajo el pleno control de autoridad alguna. Ellos establecían por libre iniciativa algún tipo de vínculo circunstancial con una comunidad que recurría, también por libre iniciativa, a su servicio. Por tanto, su existencia era indicio de una sociedad mucho más dinámica de lo que hemos creído. Desde entonces, podemos suponerlo, el maestro se fue erigiendo en una figura social popular por su cercanía con las comunidades locales, por el acumulado de saber que poseía, “con un nivel cultural mínimo”, dice también Silva. Y además de popular, poseía otro rasgo que no podemos despreciar en la comprensión de lo que iba a ser el maestro, ese sí con escuela, durante el siglo XIX: su carácter laico en la medida que no pertenecía a la Iglesia católica; precisamente, su origen parecía responder al vacío dejado por la expulsión de la Compañía de Jesús, en 1767. Así, en resumen, desde el siglo XVIII la sociedad neogranadina conocía a individuos libres, laicos y de algún arraigo en la vida aldeana que iniciaban a las gentes en la lectura y la escritura.

Durante el siglo XIX es posible que haya pervivido ese individuo libre que se dedicaba a ser maestro; de hecho, hubo trayectorias individuales de maestros que fundaron sus propios colegios y persistieron como educadores particulares. Aun así, quedaban sometidos con frecuencia, según las oscilaciones de la legislación educativa, a la vigilancia y censura oficial sobre los métodos y textos que empleaban en la enseñanza; por ejemplo, el restrictivo decreto que impartió Simón Bolívar en 1829 decía que “en los establecimientos de escuelas particulares tendrán plena libertad los maestros para adoptar el método que mejor les acomode, con tal que no enseñen principios contrarios a la religión, a la moral, ni al gobierno de la Republica” (“Decreto del 5 de diciembre de 1829”, en Obra educativa de Santander, tomo II, 1990, p. 57, 58). Aun así, en esas trayectorias de maestros que sostenían sus escuelas o colegios particulares había algunas ventajas, el nombramiento de la pequeña planta de maestros no dependía de un concurso oficial y era más bien el resultado de la concentración entre el director de la escuela o colegio y los padres de familia. Pero, de todos modos, la fijación de un sistema escolar público, regido por autoridades en representación de un Estado central pudo haber limitado la libertad de ese individuo andariego. La organización de la escuela tuvo, entre otras implicaciones, el ejercicio de la vigilancia sobre los individuos tanto dentro como fuera de la escuela. Los principios de la obligatoriedad y la gratuidad intentaron ser garantizados mediante censos, incompletos y desganados, de población en edad de asistir a la escuela. Eso implicó obligaciones y sanciones para los padres de familia y los funcionarios locales. Pero también entrañó una vigilancia sobre lo que podía hacer o no el maestro de escuela. El maestro, en la escuela, quedaba sometido a varias fuerzas de la sociedad que podían ser incompatibles en propósitos y en concepciones de la enseñanza. Su designación se sometía a las condiciones de unos concursos reglamentados por los funcionarios de la Instrucción Pública; su permanencia en la escuela dependía de las buenas relaciones con los inspectores, los padres de familia, las autoridades de la comarca y, por supuesto, el cura párroco. Todos ellos podían objetar su labor y su idoneidad; de ellos dependía, además, el pago de un sueldo mensual; de ellos provenían las decisiones acerca de los manuales que podía utilizar en el aula. En fin, los protocolos republicanos le fueron adjudicando un lugar bastante modesto y subordinado en los eventos que reunían a las autoridades.

Entre 1820 y 1829 hubo una andanada de legislaciones en que predominó un enorme celo sobre la figura del maestro. El decreto de escuelas públicas de 1820 estaba envuelto en el ambiente de las batallas por la Independencia; la organización de la escuela no podía desdeñar la preparación militar; de modo que el maestro de escuela no sólo debía enseñar a leer y escribir, también debía enseñar a portar un fusil. Los jueves y días de fiesta, previstos por el decreto para “el ejercicio militar”, el maestro de escuela iba a ostentar el título de comandante de un regimiento compuesto de niños dotados con “fusiles de palo” (“Decreto sobre establecimiento de escuelas públicas en el departamento”, Bogotá, 6 de octubre de 1820, Obra educativa de Santander, 1990, tomo I, p. 17-20). En las leyes de 1821 y 1826 se insistía en que el nombramiento de los maestros de escuelas correspondía a los gobernadores de las provincias o a las autoridades municipales; pero en la ‘ultima ya se habla claramente de la necesidad, además, de un previo examen público. En esa misma ley de 1826 no sólo se les pedía “tener una suficiente instrucción” y “conocida probidad y patriotismo”, sino que también se les definió un lugar en los eventos públicos: podían ocupar asiento “después del catedrático menos antiguo” (“Ley del 18 de marzo de 1826 sobre organización de la Instrucción Pública”, artículos 22, 23 y 26. En: Codificación nacional de todas las leyes, tomo 2, 1924, p. 227-240). Luego, el decreto enunciado por Simón Bolívar en 1829, que era en buena medida una reacción contra la facción santanderista y contra un proyecto de instrucción pública que percibía de tinte liberal, el maestro de escuela quedó sometido a la potestad eclesiástica. No hay que olvidar que esta nueva reglamentación escolar hacía parte de las prohibiciones a las sociedades secretas y de la censura de obras que, como las de Bentham, se les había considerado como instigadoras de la conspiración de 1828. En fin, el decreto en mientes les restituyó a “los curas de las parroquias” la potestad de “celar que los maestros enseñen a los niños la religión y la moral cristiana en toda su fuerza”. Con ese decreto, el maestro de escuela quedaba obligado conducir “a los niños a la iglesia parroquial, los domingos y días de fiesta a los sermones y pláticas doctrinales”; el catecismo de doctrina cristiana debía ser designado por “el respectivo prelado eclesiástico” (“Decreto del 5 de diciembre de 1829”, en Obra educativa de Santander, tomo II, 1990, p. 56 y 57).

Desde estos años se revela que el oficio de maestro en los gobiernos republicanos iba a ser una ocupación ingrata, incierta y mal remunerada. Por eso hubo dificultades en la instalación de escuelas, en seguir con rigor los concursos, en sostener la presencia del maestro e, incluso, para ponerse de acuerdo acerca de cuánto, cómo y quiénes debían pagarle. Esas dificultades explican, en parte, que en muchas ocasiones el maestro de escuela fuera el mismo jefe político del cantón; parecía ser esa la única solución ante la ausencia de un maestro o ante la necesidad de prolongar un control ideológico local en el pequeño mundo de la escuela. Pero también se pensó en acudir sistemáticamente al clero cuando, en 1836, el sacerdote y senador de la republica, Pascual Afanador, presentó un proyecto de ley para que a los eclesiásticos se les abonara como servicios prestados en los curatos la dedicación a la enseñanza pública primaria (“Cuadro de los negocios que han pasado a la Comisión de Instrucción Publica de la Cámara de Representantes, 1836”, en Obra educativa de Santander, tomo III, 1990, p. 115). Entre los decenios 1830 y 1860 abundan ejemplos de la incertidumbre que podía agobiar el oficio y de cuánto podía depender un maestro de escuela de la buena voluntad o del interés de unos vecinos o ciudadanos por la expansión de un sistema de instrucción pública. Los concejos municipales, los curas párrocos, los grupos de vecinos discutían con frecuencia acerca de la remuneración del maestro de escuela. A ellos se agregaron los clubes políticos que solían enviar solicitudes pidiendo la remoción o el nombramiento de tal o cual maestro; precisamente la Sociedad democrática de Yumbo, el 30 de octubre de 1866, le solicitó al presidente de la municipalidad la remoción del maestro de escuela porque “desempeñaba mal sus funciones” (“Presidente de Sociedad democrática de Yumbo”, AHC, Fondo: Concejo/Cabildo, 1866, folio 322).

El maestro de escuela se fue volviendo, con el paso del tiempo, un funcionario más de la voluble vida publica de las parroquias o distritos; para mediados de siglo, las cámaras provinciales ponían a consideración de los cabildos o concejos el nombramiento o remoción de gran variedad de cargos que, seguramente, dependían de las relaciones políticas preponderantes en cada lugar; regularmente se decidía la suerte de, por ejemplo, jueces, personeros, notarios y, por supuesto, maestros de escuela. Aunque su condición fuese precaria e inestable, el maestro de escuela no podía estar ausente de los ritmos de adhesiones y enfrentamientos políticos lugareños. En la eclosión de clubes políticos liberales de mitad de siglo, el maestro o director de escuela, al lado del cura, hizo parte de los listados de fundadores de muchas de esas asociaciones. Luego, en la década de 1870, el liberalismo radical quiso depositar en esa figura social la esperanza en la formación de ciudadanos e intentó priorizar la formación sistemática de un personal laico ilustrado que debía encargarse de esa tarea, de ahí la creación de un sistema nacional de escuelas normales.

Gilberto Loaiza Cano


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