Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 30 de marzo de 2009

UN ASUNTO MUY FAMILIAR

PINTADO EN LA PARED No. 10


“Poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”. Max Weber

Las universidades, al menos en el mundo y la tradición occidentales, tienen sus determinaciones provincianas. Tienen que parecerse en algo a la sociedad que las produce. En todas partes hay enfrentamientos, luchas simbólicas y no tan simbólicas por tener el control en la producción de conocimiento, por lograr el predominio de unos campos de saber y de unas comunidades científicas. En todas partes se enfrentan grupos tradicionales y privilegiados con otros que son generacional, social o hasta étnicamente nuevos o intrusos. Unos adquieren el control de los procesos y de los recursos, otros terminan siendo más o menos marginales. Hay sistemas universitarios nacionales que han resuelto que sus profesores no tengan nexos inmediatos –el del nacimiento, por ejemplo- con la ciudad o la región a la que pertenece la universidad; pero también hay otras tradiciones universitarias en que el profesor que gane un concurso de méritos, si no era el candidato de la gente de la provincia, tendrá que soportar por mucho tiempo (puede ser toda su vida de docente) el peso hostil de no ser bienvenido. En otros lugares, por ejemplo en algunos países de Latinoamérica, existe el acuerdo tácito de negarle el ingreso, como estudiantes y como docentes, a individuos afro-descendientes y hay ciertas carreras universitarias que todavía les cierran las puertas al talento femenino. En fin, falta mucho por analizar en estos temas en que se pone en entredicho la racionalidad de los individuos que componen las comunidades universitarias en el mundo.

Esta universidad no escapa de ciertas determinaciones de su carácter provinciano. Y un rasgo evidente pero quizás poco examinado por nosotros es el peso de las relaciones endogámicas, el influjo de las relaciones de amistad y de parentesco en la construcción de la vida y del poder universitarios. Algo que, entre otras cosas, no es exclusivo de esta universidad; al contrario, las universidades en el mundo son instituciones muy proclives a la endogamia: las profesoras se casan con profesores y viceversa. Sin embargo, el tema, por sí mismo, parece tabú y con seguridad es incómodo. Pero, me pregunto si Ustedes, colegas y estudiantes, no han notado que en esta universidad es necesario conversar, como le escuche a alguien, con “una prudencia sigilosa” porque cualquier interlocutor puede ser amiga o amigo de, prima o primo de, hermano de, esposa, esposo o amante de… No se trata de prohibir la libre elección de pareja ni de ignorar que hay familias muy inteligentes que han encontrado en la educación un mecanismo de ascenso social y un lugar de reconocimiento. Tampoco se trata de estigmatizar a aquellos que han acumulado méritos académicos sin acudir al recurso del parentesco o la amistad. En un mundo monótono de vidas previsibles hay que acostumbrarse a la repetición, a convivir con las coincidencias. Además, no puedo negar la mesura, la discreción y hasta la abrumadora modestia de familias ilustres que han enaltecido la vida universitaria.
La existencia determinante de la amistad o del parentesco es inevitable en nuestro mundo universitario; el problema es el sentido, el peso y el estilo de esas relaciones. El sentido, porque muchas de esas relaciones sirven para edificar redes de omnipresencia en la cultura. El peso, porque se vuelve una constante el conflicto de intereses, porque se vuelve difícil discernir entre lo privado y lo público; porque está siempre presente la tentación de favorecer a su consorte y, por tanto, se abre la puerta de la discriminación, del nepotismo, del tráfico de influencias. Porque la crítica responsable y el libre examen quedan hipotecados cuando se trata de ser cómplice o alcahueta de nuestro amigo de toda la vida o de nuestro compañero o compañera de alcoba o del coterráneo con que crecimos por allá en La Cumbre o en el barrio San Fernando. El asunto se vuelve tan sutil, tan natural, que puede pasar inadvertido; entonces nuestras afinidades y apetencias privadas se confunden con las necesidades de la institución. No es necesario adentrarse en honduras sociológicas para adivinar que las reuniones institucionales –un Claustro, por ejemplo- cuentan con sesión previa de acuerdos en privado. Por tanto, el estilo. Sí, porque entonces el modo de gobernar en las universidades se vuelve un estilo, el de los vecinos de la parroquia, de las familias omnisapientes y omnipresentes a las que se les vuelve obsesión tener el control de las situaciones más anodinas.

Encontrar que en una misma Facultad trabajan juntos, en el mismo piso, a pocos pasos el uno del otro, el señor Decano y un hermano suyo, puede ser una prodigiosa coincidencia legalmente irreprochable; que entre allegados se desparramen en la exaltación pública de sus respectivas virtudes (de sus virtudes, por supuesto, porque defectos no van a tener), puede ser otra coincidencia inevitable que nos acostumbramos a soportar; que los grupos de investigación se parezcan a camarillas que buscan el control de cargos y recursos, puede ser otra coincidencia. Y de tanta coincidencia uno comienza a preguntarse si no ha hecho falta, de un lado, un poco de pudor, de auto-control y, del otro, un poco de amor propio, de espíritu crítico o de valor civil. Hace rato debieron haber sonado las alarmas éticas en una Facultad donde tenemos especialistas (según bibliografía circundante) en asuntos del deber ser. La representación profesoral, hoy inexistente, debió cumplir, por lo menos, con enviarnos un informe lacónico. Algún vice-decano coherente entre sus postulados y su conducta debió haber puesto signos de exclamación o de interrogación en algún documento oportuno. Hemos ido dejando que triunfe la costumbre y el ejercicio tradicional del poder, en que la amistad, el parentesco, el favor, la clientela, el beneficio privado y hasta la evidente carencia de méritos suplantaron cualquier proyecto colectivo y desahuciaron el debido trato igualitario pregonado por un pomposo e inútil Código de Ética.

La moraleja de la crisis que vivió esta Universidad, en 1998, no la hemos asimilado. No se trata solamente de cuestionar el poco compromiso estatal en la financiación de las universidades públicas, también se trata de cuestionar cómo gastamos los escasos o abundantes recursos; cómo lo público lo vamos volviendo tan privado, tan personal, tan familiar. Por ahora tenemos bien merecida una broma estudiantil que comienza así: “Bienvenidos a la Facultad de la familia…”



Abril de 2009.

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