Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 3 de mayo de 2009

EL OLVIDO QUE SEREMOS


PINTADO EN LA PARED No. 11


Los lectores colombianos hemos venido padeciendo o gozando en los tres últimos lustros la saturación de una literatura autobiográfica inclinada a la justificación personal de conductas dudosas; memorias de expresidentes, de exguerrilleros, de exnadaístas, de exdivas, de exdrogadictos (vaya uno a saber si el ex es otra mentira o una verdad), auto-reportajes de paramilitares y mafiosos; a eso se agrega una serie compulsiva de testimonios de exsecuestrados. Una literatura en que, de uno u otro modo, cada cual compite por imponer su verdad y, por tanto, está untada de sospechas. En todos esos relatos, la memoria y la ficción han sido mezcladas con el fin de persuadir al lector de la ingenuidad, el candor o la inocencia del autor-personaje. Todas esas obras contienen auto-exoneraciones, expiaciones, explicaciones, justificaciones, proclamas de redención y hasta recetarios de buena conducta. Algunas intentaron cumplir con un fin terapéutico para los autores. Cada una de esas obras tiene algo o mucho de mitomanía o de megalomanía; todas son un fraude. Y al lado de esa literatura, han aparecido una serie de novelas en que los protagonistas y hasta los vencedores -como si no bastara con el triunfo en la realidad- son asesinos y delincuentes. En fin, hay una saturación de relatos en que las víctimas y los vencidos son una esquina del decorado; ya no se trata de una literatura acerca de la violencia sino, más bien, una literatura que con su pobreza de lenguaje, con sus reiteraciones y llanezas es, ella misma, violencia. Una literatura que ha suprimido la polifonía y el diálogo en favor de la restitución de un ego.


Esta saturación ha hecho cada vez más ostensible un vacío que otras literaturas en América latina sí han intentado llenar ; pienso, por ejemplo, en aquellos autores argentinos que como Juan Gelman, Ricardo Piglia o Rodolfo Walsh, por mencionar algunos, han intentado construir un universo literario que desafía el consenso lingüístico que impone el discurso del Estado o del mercado. La literatura de ficción puede reproducir las lógicas consensuales que reparte diariamente el discurso del poder o puede separarse y construir un universo reverso en que se construyen, como dijera alguna vez Ricardo Piglia, « relatos alternativos ». Y me parece que esos son los términos centrales del asunto, es esa ausencia de « relatos alternativos » lo que hay deplorar de nuestra escritura de ficción contemporánea. La escritura individualista del testimonio autobiográfico es una escritura orgánica –lo digo a manera de hipótesis- del modelo económico neoliberal, es una escritura que tiene como resorte y como fin la ausencia de proyectos colectivos y la primacía del honor, la gloria o la fama en sentido estrictamente individual. Pero a eso se une el predominio, en la valoración previa de cualquier relato, de ficción o no, la posibilidad de su éxito o fracaso en el mercado. Mucha de nuestra escritura testimonial y novelesca reciente ha partido en su génesis creadora de una evaluación implícita o explícita del éxito editorial, de lo que el público quiere leer, ver o escuchar y, sobre todo, de lo que puede comprar. Palabras más o menos, es una literatura derrotada de antemano, así ocupe primeros lugares en el listado de los más vendidos.



Según todo esto, habría que examinar qué es lo « alternativo » en el libro testimonial de Héctor Abad Faciolince, un libro que precisamente le ha ido muy bien en los registros de ventas. Primero, quizás lo más evidente, es que es un texto que reúne las voces de los derrotados, de las víctimas, así pertenezcan al ámbito aparentemente estrecho de las vidas y obras del autor del libro y de su padre. Segundo, también evidente, es que se trata de un ejercicio de reparación, el lenguaje como terapia, la palabra y la memoria como instrumentos para restituir un paisaje roto bruscamente. La nostalgia como recurso. Tercero, que la perspectiva de la víctima implicó la selección de un lenguaje sencillo y limpio. No hay complicaciones narrativas. Una escritura paciente y tierna que no se contenta con reconstituir un testimonio personal y unívoco, sino que trata de armar el rompecabezas que ayuda a entender esa y otras muchas muertes violentas en Colombia. Es un libro basado en la combinación de una memoria interna, autobiográfica, y otra memoria de origen colectivo, histórico. El libro es el resultado de una conversación consigo mismo y con aquellos que podían proporcionarle matices, precisiones o énfasis narrativos en tal o cual aspecto. La ficción no fue el instrumento principal para construir el relato; el libro es bien elaborado, con unos pasajes más densos y elaborados que otros; el detenimiento en la muerte temprana de su hermana, Marta, parece tener una intención evidente, hallarle una explicación a los « años de lucha » en que se comprometió su padre en la ruta final. El autor se decidió por algunas reiteraciones, quizás hay excesos o fantasías, por ejemplo la caricatura de un catolicismo practicado por seres deformes. El libro puede leerse como una autobiografía, la del muchacho Héctor Abad Faciolince que recuerda su infancia, las disparejas relaciones con sus padres, sus simpatías y aversiones, sus virtudes y flaquezas; pero también puede leerse como una biografía intelectual del médico y profesor universitario Héctor Abad Gómez, del defensor de los derechos humanos. Pero también puede y seguirá leyéndose como un documento que proporciona información acerca de cómo se estableció una intelectualidad de clase media en una ciudad colombiana. Y algo más, este libro proporciona elementos para comprender las características de la generación intelectual del autor. Es una generación que ha tenido que forjarse en la derrota de la muerte violenta; es una generación a la que le será difícil ver y examinar a este país con alegría y optimismo. Es una generación que sólo puede exaltar la dignidad y firmeza de la frágil palabra ante la fuerza y la irracionalidad de las armas.


El olvido que seremos subsana parcialmente la ausencia en nuestra literatura de la voz de las víctimas; también puede propiciar dudas: puede pensarse que su lenguaje sencillo es otra manera de cautivar un público y garantizar un éxito en las ventas. Pero me parece muy bien que este tipo de escritura tenga un público a la espera, eso es culturalmente un buen síntoma.

Mayo de 2009

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Aunque resulte un poco anacrónico el texto, véase de Ricardo Piglia sus Tres propuestas para el próximo milenio. Me parece que las escritoras colombianas, mucho más que los escritores, han estado cerca de elaborar un relato alternativo, un relato con voces de otros. Pienso, por ejemplo, en algunas novelas de Laura Restrepo, algunos textos de Yolanda Reyes, y en la obra de Fanny Buitrago.

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