Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Pintado en la Pared No. 43


La formación en la disciplina histórica

El último Congreso de Historia fue multitudinario y desigual en la exhibición de avances de sus oficiantes y de quienes pretenden serlo; de hecho, fue un evento en que participaron con ponencias antropólogos, sociólogos, filósofos, lingüistas, geógrafos, periodistas y, en fin, hasta historiadores. La disciplina histórica se ha ido distinguiendo en Colombia por ser una especie de corredor con puertas abiertas por el que puede caminar cualquiera con cualquier intención; puede pasarse de largo o entrar por alguna de esas puertas. Y cualquiera que entre puede reclamar, si desea, algún derecho de propiedad del pequeño lugar que ha ocupado con el riesgo de que presuma pronto de ser dueño de todo el corredor. La ciencia histórica ha devenido una disciplina muy acogedora, generosa e igualitaria, porque recibe desde lo más excelso y refinado en la creación de conocimiento hasta lo más espurio y desahuciado. Reúne las prácticas y percepciones más diversas acerca del oficio; acepta las más disímiles intenciones y las más diversas calidades en la escritura, desde el especialista en escribir adefesios, pasando por el ensayista ligero, por el argumentador juicioso hasta llegar a aquel que no puede ni con la caligrafía de su propio nombre.

No es fácil decir si tanta generosidad de una disciplina que convoca tanta gente constituye un atributo o la señal de una carencia enorme. Si lo tomáramos como una virtud, tendríamos que suponer que la ciencia histórica tiene como rasgo intrínseco un eclecticismo exacerbado, un alto grado de maleabilidad. Si lo tomáramos como un defecto, entonces podríamos pensar que se trata de una disciplina que no ha sabido constituir sus fronteras ni sus cánones, que no ha sabido determinar ni sus objetos de estudio ni sus modos de investigar ni sus protocolos de escritura. Pero, en cualquiera de estas dos posiciones, terminaríamos por constatar que cualquier cosa y cualquier persona podrían ser un libro de historia y un historiador.

Quizás la mejor, por no decir que la única, manera de determinar el estatus de la Historia como disciplina científica diferenciada, se halla en la construcción en el ámbito universitario de criterios consensuados de formación en el oficio y en la escritura; en las prácticas distintivas y autorreguladas que constituyen su propia artesanía intelectual y, al lado de esto, como complemento ineludible, la preparación en una sensibilidad que condense la interpretación y la escritura. Dicho en otras palabras, no podría considerarse historiador a quien va todos los días al archivo, a quien sabe transcribir un documento del siglo XVII, a quien sabe reunir los datos para una estadística; tampoco lo es el buen dicharachero de cafetería que conoce las anécdotas más recónditas de un general del siglo XIX; tampoco lo es aquel que escribe sabrosos relatos sin ningún fundamento documental, así nos regale ratos de embeleso. El historiador no se hace solamente con la preparación en destrezas de búsqueda y clasificación de fuentes ni tampoco en la escritura. El historiador es una sumatoria de prácticas de investigación y de reglas discursivas. Lo que equivale a decir que la ciencia histórica es práctica y discurso; destrezas de oficio y destrezas (y talentos) de escritura. Lo uno sin lo otro y lo otro sin lo uno nos deja en una situación a mitad de camino.

Visto el asunto de este modo, estamos entendiendo la ciencia histórica como una ciencia de la interpretación de procesos de cambio que enuncia sus resultados interpretativos mediante argumentos y relatos debidamente documentados. Eso implica que el historiador sea concebido como un sujeto en permanente formación, que se construye a sí mismo y construye el entorno disciplinar gracias a una sistemática relación con fuentes documentales, a una continua creación, adopción o revisión de modelos interpretativos y a la solución de los desafíos de la escritura persuasiva. Este ensayo de definición quizás nos permita entender, a su vez, el orden de preocupaciones de la formación de generaciones de historiadoras e historiadores en las universidades colombianas; la formación en la disciplina histórica debería tratar de satisfacer esas condiciones que, diría yo, hacen parte del retrato básico de la figura del historiador.

Por eso, las premisas formativas en la ciencia histórica en Colombia deberían ser: uno, el examen de modelos historiográficos de investigación y escritura; es decir, esculpir una cultura historiográfica básica, un cierto dominio de autores y textos clásicos, canónicos o paradigmáticos. Dos, el examen del legado historiográfico del país de manera más o menos exhaustiva, con la debida distancia y con el debido compromiso. Me explico, lamentablemente la comunidad de oficiantes de la Historia y otras ciencias sociales en Colombia no ha salido de su etapa religiosa, dogmática y sectaria, mala herencia de las militancias de izquierda de antaño; a eso habrá que agregar los desencantos ideológicos y políticos de las dos ultimas décadas que se plasman en la entronización de muy particulares tribunales de inquisición: las condenas a priori al remozamiento del marxismo, por ejemplo. O el desprecio, también a priori, al estudio de las élites en nombre de la reivindicación de los sectores subalternos olvidados y marginados por una perspectiva dominante en la investigación histórica. Ese examen del legado historiográfico colombiano debería fundarse, primordialmente, en un ejercicio de historia intelectual que sepa situar, explicativamente, obras y autores de tal manera que podamos situarnos mejor en nuestro propio presente.

Estas dos premisas y otras parten de un solo principio o, más bien, de un propósito: crear con base en la tradición. Saber qué hemos sido y qué hemos tenido para saber qué hace falta, dónde es necesario agregar algo. En definitiva, la tradición como sustento metodológico de la creación. Ahora bien, estas dos premisas formativas que acabamos de enunciar deberían estar acompañadas de otras en los niveles de la investigación, la interpretación y la escritura.
Esos niveles los examinaremos en los siguientes números de nuestro Pintado en la pared. Hasta luego, Gilberto Loaiza Cano.

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