Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Pintado en la Pared No. 44-La formación en la disciplina histórica (2).


(Viene del No. 43)
Hemos intentado establecer que una de las premisas formativas de un historiador es su capacidad e intensidad de conversación con una cultura historiográfica que le precede. Esa conversación es una manera de situar y de situarse; y, por demás, debe ser lo más exhaustiva posible. Los prejuicios, o algo peor que eso, hay que abandonarlos a la hora de los balances historiográficos; los balances son informativos y formativos. Informativos, porque permiten precisar vacíos o saturaciones en temas; formativos, porque permiten que el historiador se despoje de sus odios y sepa discernir entre lo que se lee, el autor, la corriente de pensamiento o la adhesión política de ese autor. Los juicios sobre obras y autores tendrían que basarse, de ese modo, en la comprensión y explicación de cada obra en los códigos de la creación historiográfica y en la relación de esa creación con contextos intelectuales determinados y, por supuesto, determinantes.

El examen de la cultura historiográfica conduce a algo igualmente decisivo; a la descomposición de la obra de tal manera que nos aproximemos al cómo fue concebida y cómo fue construida. Desarmar (déconstruire, según ya vieja tradición prestada de los franceses) es un ejercicio metodológico que, aplicado a obras paradigmáticas nos permitiría entender, por ejemplo, cómo fue construida la arquitectura de obras como las de Lucien Febvre, Fernand Braudel, Edward P. Thompson, Jaime Jaramillo Uribe, Germán Colmenares, Marco Palacios. Los métodos historiográficos, como otros, no se aprenden en los cursos diseñados como recetarios para aprender a nadar sin sumergirse en la piscina. Uno de los puntos más inocuos de los planes de estudio en Historia son los cursos de metodología, breviarios de instrucciones y definiciones in vacuo que podrían ser remplazados y superados por la descomposición y recomposición de autores y obras de manera que se determine el camino que se siguió, en cada caso, en la dilucidación del objeto de estudio, en la formulación de las preguntas fundamentales, de las respuestas tentativas que guiaron ese estudio; las relaciones que cada autor estableció con comunidades científicas, con sus tradiciones historiográficas, con los fondos documentales. Cada autor, sobre todo un buen historiador, se distingue por el sello que impone en su particular conversación con las fuentes documentales, por los énfasis narrativos, por las metáforas que emplea, por las reiteraciones argumentativas, por la manera de introducir una cita en algún lugar del texto, por sus obsesiones y simples recurrencias en la construcción de frases. En definitiva, en vez de cursos sumarios de métodos de investigación, más bien examen de obras concretas que nos revelan los desafíos que se afrontan en concreto y cómo cada autor los resolvió. Eso nos haría entender, con necesaria humildad, que los historiadores son sujetos históricos, sujetos culturales que se plantean problemas y los resuelven con las herramientas que les eran inherentes a su época. Los historiadores también somos hijos de cada tiempo.


Ahora sí es posible concentrarnos en la siguiente premisa formativa, la de la relación íntima con el archivo. Sabemos que ya no se trata de la relación orgánica y casi oficial al estilo de la vida del historiador-devorador, como fue Jules Michelet, quien vivió sumergido en el Archivo Nacional de Francia por ser historiador y, a la vez, funcionario público asignado a la administración de una de las secciones de ese lugar (cosa envidiable y menos frecuente hoy). Ahora los historiadores nos alejamos y nos alejan de los archivos; los archivos los dirigen bibliotecólogos, los administran empleados improvisados –cuotas políticas de gobiernos efímeros- que no tienen ni la pasión ni las destrezas ni las sensibilidades más elementales para facilitar las pesquisas de los historiadores. Por eso, si el historiador mismo se aleja de los archivos contribuye a que se le declare intruso, elemento perturbador ocasional de la modorra hostil. Esa situación la complementa el débil estatus público de muchos de esos lugares en el país y el abandono presupuestal que los condena al cierre temporal o a la desaparición.

La presencia sistemática en el archivo hace parte de la formación de un historiador. Primero por obra de la costumbre, de la rutina marcada por el liderazgo de cada profesor. Las clases en la sala del archivo son y han sido útiles para crear una relación íntima con los documentos, han servido para justipreciarlos, para respetarlos y para saber cómo empezar a descifrarlos. Luego, cada joven habrá aprendido a ir solo, a volverse paciente con la hostilidad del lugar y con los enigmas de los documentos. Y, después, reconocerá zonas documentales, comenzará a formar su propio archivo, sabrá seleccionar según curiosidades o según preguntas preparadas con algún sistema. Es posible que se sienta haber desarrollado una especie de tentáculo, una especie de prolongación sensitiva, de vínculo afectivo con papeles borrosos y polvorientos. Un lugar de la casa ya se habrá especializado en guardar, casi como reliquias, las pruebas de nuestra manera de revivir y de matar el pasado, de hacer ver y hacer ocultar lo que alguna vez fue. Un historiador o una historiadora son archivos ambulantes, no solamente porque lleven en su cartera esos adminículos prodigiosos que llamamos memoria, ese diminuto espacio en que guardamos siglos. Son archivos ambulantes porque han ido ensartando en sus vidas, en sus modos de ser, el recurso de evocar una carta, una foto, un poema para ponerlos en uso narrativo y explicativo. Se ha ido aprendiendo a hablar del pasado dando ejemplos tomados de alguna parte de algún archivo. El historiador o la historiadora han aprendido a arrastrarse por las colecciones de vestigios del pasado.

Hoy es aterradoramente sencillo volverse un archivo ambulante; la visita desagradable a una sala de lectura va siendo remplazada por la visita a páginas de Internet que exhiben con generosidad catálogos, documentos digitalizados, libros usados que se pueden adquirir con solo deslizar algunos números de la tarjeta de crédito, en fin. Con un mágico doble clic, cualquier ciudadano, ni siquiera un historiador, puede comenzar a acumular un acervo documental. Mientras más se democratiza el acceso a las redes virtuales de comunicación, el historiador es un pobre peregrino sometido a la competencia despiadada de la acumulación de información. Algo que alguna vez lo diferenciaba, la familiaridad del contacto con papeles viejos, comienza ahora a diluirse de manera peligrosa. La situación es, al tiempo, fascinante y aciaga. Fascinante, porque lo inaccesible y enigmático se nos ha vuelto simplemente prosaico, trivial. Aciaga, porque entonces un atributo casi exclusivo del historiador se ha ido borrando. Por tanto, ya no basta con saber guardar documentos, tampoco basta con ese buen gusto para catarlos y acariciarlos.

Por eso, el historiador tiene que sumar una premisa más en su formación. Esa premisa tiene que ver con esculpir el talento de la interpretación. El historiador no es solamente cultura historiográfica, no es solamente archivo ambulante. El historiador es una plétora de interpretaciones. Es un ser penetrante, inquisidor, dispuesto a desentrañar tomando de aquí y de allá. No se trata de un agregado artificial, como a veces lo creemos, se trata de revelar la esencia de lo que hace el historiador y de lo que hace al historiador. Pero esta premisa la examinaremos en el siguiente Pintado en la Pared.
Hasta luego, Gilberto Loaiza Cano

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