Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 6 de febrero de 2011

Pintado en la Pared No. 47-La formación en la disciplina histórica en Colombia (5).


(Viene del No. 46)

No es poco lo que se pide al historiador, y no puede ser menos. Es difícil, pero consecuente. Es, además, mejor que lo que hay y lo que se dice. Un historiador debe tener cultura historiográfica, es decir, debe conocer los ires y venires de su disciplina, eso lo va ayudar a situarse. Un historiador debe tener la erudición cuyo alimento más constante viene del archivo, de ese archivo cada vez más amplio compuesto de, por supuesto, los fondos documentales de su inmediato interés, pero a eso se suma la novela de aquel o de aquella, el libro clásico de un historiador paradigmático, el periódico de casi todos los días, el filme que evoca e insinúa. Y agregamos esos autores que ayudan a entender procesos y a encerrarlos en conceptos que, provisionalmente, nos guían; que proporcionan modelos de interpretación que podemos desechar y mezclar: Karl Marx, Max Weber, Pierre Bourdieu, Norbert Elias y un larguísimo etcétera de todo aquello, de todos aquellos que, aquí o allá, necesitamos leer para buscar un atisbo de explicación, un caso semejante, un punto de comparación, una tesis sugestiva. Y también todo aquello que ilumina un contexto, eso que rodea un hecho, eso que ayuda a reconstituir una atmósfera, un clima moral de la época, un estado intelectual particular, una sensibilidad que existió entre grupos de individuos. En fin, todo lo que la curiosidad reclame, todo lo que la necesidad de entender nos sugiera, todo aquello que la sospecha nos haga buscar y conocer. Sí, no es poco lo que se pide al historiador, y no puede ser menos.

Y, luego, como acto culminante, el que salva o condena: el de la escritura. Aquel momento que defrauda y traiciona, que deja en suspenso, en silencio, en blanco. El momento que eludimos con las excusas más imbéciles y gloriosas: no escribimos porque el trabajo, el matrimonio, los hijos, la revolución, la guerra. Las más honestas: el miedo y la torpeza. El miedo de no saber por dónde empezar, cómo seguir y cómo terminar. Qué digo y cómo lo digo; qué dejo de decir y por qué. Instante (no tan instantáneo muchas veces) de decisiones que son elisiones; si elijo algo es porque desecho otra cosa. Ahora bien, quién nos ha enseñado a escribir historia; quién, entre nosotros, nos ha dado la clave. Sólo hemos conocido recomendaciones que son lugares comunes: “lea a Borges, para saber dónde colocar el punto y la coma, para aprender a ser sobrios y fluidos”; otros habremos dicho: “lea a E.P. Thompson, cómo comienza La formación de la clase obrera en Inglaterra”; habremos logrado que alguien se conmueva o se escandalice por la manera en que Michel Foucault comienza Vigilar y castigar. Otros habrán encontrado en El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg algo que parece fácil hacer y cuyo secreto es que se trata de un hijo de profesores de literatura o que aprendió algo de Italo Calvino. Más cerca de nosotros, nos habremos fijado en Alfredo Molano o en la Historia doble de la costa de Orlando Fals Borda. Pero, bueno, difícil seguir haciendo un listado sin saber qué buscamos exactamente.

La escritura es ineludible para el historiador porque la historia es escritura y, más claramente, relato. La escritura en la historia ha sido objeto de la poética (he ahí las obras de H. White y P. Ricoeur, por ejemplo) y eso significa que se ha reconocido que los historiadores acudimos a formas de organización del discurso, a modos de construcción de una intriga. Todo relato tiene su trama, toda narración es una forma de explicación o, mejor, toda narración es la exposición de un argumento, de un punto de vista. El historiador no puede escapar de la prisión de la escritura, es allí donde se realiza y, a la vez, donde queda expuesto con sus virtudes y flaquezas. El historiador necesita persuadir, demostrar, hacer creer en una ilusión de realidad. La reconstrucción que hace el historiador se vuelve cercana gracias al relato; el relato nos aproxima a algo que pudo haber sido así y el encanto o seducción del asunto consiste en que esa reconstrucción perdure entre nosotros como la más creíble.

Ahora bien, en estos tiempos, ¿qué escritura de la historia deberíamos intentar? Mejor, en plural: ¿Qué escrituras son posibles por persuasivas, por precisas, por legibles, por esclarecedoras, por aproximadas a la verdad y, también, por qué no, por hermosas? ¿Puede, como en tiempos antiguos, hablarse de una escritura que sintetice el deseo de verdad y belleza? Historia y escritura parecen estructuras muy pesadas. Locomotoras que ruedan lenta y trabajosamente en un mundo muy liviano en que las palabras se evaporan, vuelan en redes de intercambios rápidos, de rápidos olvidos. Palabras abreviadas, rotas en apócopes y contracciones, códigos de la simplificación y la velocidad.

El reto para el historiador contemporáneo consiste en apropiarse de la pluralidad de las escrituras; saber escribir para públicos eruditos, para públicos locales, para seres ordinarios, para aquellos que ven, para aquellos que oyen. El historiador no debería estar lejos del maestro que escribe teatro o del maestro que escribe guiones cinematográficos o del dibujante de historietas. Tampoco debería estar lejos de una buena novela, de un relato corto, de una fotografía. Todos esos son universos provocadores de relatos, nada que esté lejos de lo que escribe un historiador.

(próxima entrega: un aporte a este tema del profesor Humberto Quiceno Castrillón).

1 comentario:

  1. No faltaba más! a las diarrea que escribe don Gilbert "el loco", tenía que agregarse la Humberto "el estafador" Quiceno, buenísimo, jajajaja. Cojan oficio par de vagos, improductivos.

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