Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 20 de abril de 2014

Pintado en la Pared No. 103

Antes Macondo no existía. Una obra contra la mentira

Juan MorenoBlanco[1]
Grupo Nación/Cultura/Memoria – Universidad del Valle


El mismo día en que supimos que a Gabriel García Márquez le otorgaron el Nobel el Ministro de Educación ordenó que en todos los colegios se leyera el primer capítulo de “Cien años de soledad”, pero eso no fue posible porque para entonces todos los estudiantes del país estaban en vacaciones. Esta anécdota, que parece una metáfora garciamarquiana, cobra actualidad ahora que los medios de comunicación nos saturan con la solemnidad de las declaraciones oficiales y semioficiales acerca de la importancia de la obra y figura del desaparecido escritor. Que “una segunda oportunidad sobre la tierra”; que “la supremacía del reportero sobre el novelista”; que el “Realismo Mágico”; que “tuve el honor de conocerlo”; que “esa excepcionalidad suya”… pareciera que el repetido ejercicio de la elipsis –con la que se escribió la satírica prosa de “Los funerales de la Mamá Grande” y “El otoño del patriarca”- quisiera ocultar la significación para Colombia de la titánica y corrosiva labor que la obra del cataqueño acometió contra el nacionalismo cultural –ese que se expresa en el formalismo abusivo, pomposo e hipócrita.

Y es que el provinciano sin apellidos que transformó la historia y la cultura colombianas es para sus compatriotas casi un desconocido. La tormenta de etiquetas y generalizaciones que lo cubren tardará mucho en amainar para que la lectura de su escritura tenga su oportunidad.

Paradójicamente es cuando un extranjero recién llegado a nuestra lengua nos afirma que ninguna otra literatura como la de García Márquez lo encanta que recibimos un aldabonazo  y nos obligamos a releerlo ya no adivinando lo que sabemos que nos va a decir sino escuchándolo, dejándonos fascinar por esa voz perfecta que con metáforas sutiles y afortunadas nos va alfabetizando sobre esa realidad de la memoria y la conciencia tan difícil de creer llamada Colombia. Antes Colombia no existía, fue Macondo la que la hizo existir. Hoy nos es imposible hablar de este país sin apoyarnos en las metáforas garciamarquianas. Cada cuento, columna periodística, reportaje y novela construye imágenes de Colombia burlándose de lo oficial, de lo verdadero; los López de Mesa y los Germán Arciniegas del establecimiento que construyó la memoria de la desmemoria, la verdad de lo mentiroso, quedan relegados al estante de las cuquerías ideológicas de la Atenas Suramericana. Su prosa cuidadosa nos enseña el distanciamiento crítico en la comprensión de nuestra historia. En la lengua garciamarquiana la realidad se amplía, su lectura nos enriquece porque nuestra visión accede al reconocimiento de lo que el nacionalismo cultural nunca reconoció: el saber de la palabra ancestral que circula en la voz común; el presentimiento de que el olvido ha devorado lo mejor de nosotros mismos; la calidad mentirosa, interesada y violenta de la palabra del político y del atuendo que lo acompaña; la seguridad de que el camino de las armas es el peor camino; la plasticidad filosófica del chiste; la valía de los sentimientos de fraternidad y reconocimiento que une a los niños Buendía y a Sierva María de Todos los Ángeles con los indios y los esclavos.

Antes de García Márquez teníamos la imagen de un país en cuya capital se hablaba el mejor español del mundo y cuya cultura de abolengo católico-hispánico se bastaba a sí misma, impetuosa y altiva como las montañas que la aislaban. Si hoy pensamos distinto es porque han sucedido muchísimas cosas que transformaron la idea de “lo nacional” forjada por nuestras élites en el siglo XIX, pero entre ellas la irreverencia y la sátira magníficas de nuestro escritor fueron capitales para liberarnos de la servidumbre de lo que la Constitución Política de 1886 sacralizó. Lo más contundente en su arte fue el irrespeto y atrevimiento ante el legado colonial y republicano que había monumentalizado la verdad. Su manera de hacer literatura para combatir la mentira no tiene antecedentes. En un párrafo de “Los funerales de la Mamá Grande” retrata sin concesiones la cultura política del Frente Nacional; una frase de “Cien años de soledad” ridiculiza la supuesta diferencia fundamental entre los partidos liberal y conservador; aquí y allá se burla del esencialismo cultural de los cachacos; una anécdota de “Crónica de una muerte anunciada” muestra la ceguera de la iglesia oficial ante las expectativas de los feligreses; una imagen de “El otoño del patriarca” profetiza la violenta sordidez de los consejos comunitarios de Uribe; desde “La viuda de Montiel” sus tramas nos repiten que en Colombia toda política secundada por la violencia se hace para robar la tierra a sus legítimos propietarios.

Difícilmente otra expresión artística y cultural podía ir a contracorriente de lo que la maestría de este costeño ponía ante nuestros ojos como evidencia incontestable. Con él tuvimos por fin un desvelamiento del país diverso, de la voz cultural que viene unida al cuerpo del territorio, de los relatos marcados por la experiencia del más de las gentes, de los signos que delatan los deseos, de la memoria que reclama su lugar en la historia. Su obra nos puso a soñar un país plural.



[1] Profesor Titular de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle, Cali, Colombia. Docteur en Études Ibériques et Ibéro Americaines, Université Michel de Montaigne-Bordeaux III. Autor de, entre otros libros, La cepa de las palabras. Ensayo sobre la relación del universo imaginario wayúu y la obra literaria de Gabriel García Márquez, Edition Reichenberger, Kassel, 2002 y Gabriel García Márquez: littérature et interculturalité, Editions Universitaires Européennes, Sarrebruck, 2011.

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