Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Pintado en la Pared No. 131


El expresidente Belisario

Muchos males de la vida pública colombiana son adjudicables a su dirigencia política. La mala calidad de la burocracia estatal tiene que ver con una educación fraudulenta, postiza. Muchos  funcionarios exhiben trayectorias académicas llenas de títulos y nombres rimbombantes, pero la mayoría de eso es espuma y mentira. A lo sumo pertenecen al ambicioso gremio abogadil donde  una que otra fechoría los ha puesto entre los elegibles a cualquier cargo de administración estatal. Pero la esfera de los presidentes de la república tiene varios aspirantes a un premio fuera de concurso. Desde la instauración del Frente Nacional, los presidenciables y los presidentes han sido, en conjunto, unos mediocres. Aquella frase que hizo famosa el asesinado Jorge Eliécer Gaitán ha hecho carrera en el último medio siglo de la historia de Colombia: “El pueblo es superior a sus dirigentes”. El pueblo colombiano, aplastado metódicamente mediante masacres, torturas, desapariciones, paramilitares, guerrilleros; es decir, el pueblo colombiano aplastado por la barbarie del conflicto armado y por el pésimo sistema educativo, no ha sabido discernir entre la parranda de delincuentes disfrazados de políticos que han asumido el control del Estado.

Hay un expresidente  -que aún vive y habla- que encabeza, a mi juicio, el listado de malos presidentes de Colombia; se trata de Belisario Betancourt Cuartas. En su gobierno sucedieron dos hechos terribles e imborrables de la memoria colectiva, así tengamos ahora versiones incompletas y distorsionadas de esos sucesos. En una semana de su gobierno hubo la toma del Palacio de Justicia, entre el 6 y 7 de noviembre de 1985, y luego, un 13 de noviembre, una avalancha de lodo provocada por la erupción de un volcán sepultó una población de 20.000 habitantes. En esos sucesos no hubo nada de fatalidad divina, no fue asunto de un destino indescifrable ni un designio sobrenatural que los seres humanos no pudiesen evitar, menos hablar de una simple mala suerte de un gobernante. En ambos casos hubo negligencias, omisiones, imprevisiones. La toma del Palacio de Justicia, cuyo plan había sido desvelado días antes, habría podido impedirse con el cumplimiento de normas básicas de protección del edificio y de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia; ¿porque no se evitó esa toma? El presidente Betancourt no lo explicó entonces ni lo ha explicado hoy en su condición holgazana de expresidente. El desastre de Armero, así se llamaba aquel municipio arrasado por la avalancha, también pudo evitarse con advertencias claras, con seguimiento al fenómeno volcánico, con medidas oportunas.

Que el expresidente Belisario siga hablando en público sin inmutarse por sus acciones y omisiones durante su cuatrienio, que no haya dicho la verdad sobre su comportamiento en la toma del Palacio de Justicia, que no acepte de buena gana su responsabilidad en los excesos de la retoma oficial en la que hubo ejecuciones, desapariciones y torturas sobre mucha gente inerme e inocente; que no acepte que su gobierno no cumplió labores preventivas que evitaran el arrasamiento de una población, todo  eso es una deuda imperdonable. Sólo la soberbia de nuestra dirigencia política, unida al cinismo general de la sociedad colombiana, le ha permitido dormir tranquilo a alguien que podría haber sido enjuiciado por cobardía o por violación masiva de los derechos humanos. Y eso es poco para alguien que en su larguísima trayectoria de expresidente ha podido disfrazarse de “poeta”, “humanista”, “traductor”. Un supuesto mecenas editorial que ha contribuido a los  exclusivismos y las arbitrariedades de las políticas culturales en Colombia. El señor Belisario de humanista no tiene un gramo, fue un político de mala calidad con dos trofeos enormes en sus manos: un centenar de muertos en el Palacio de Justicia; veinte mil muertos en el extinto municipio de Armero. Él y su gabinete ministerial de aquellos momentos luctuosos deberían ser puestos en el sitio más alto de un pabellón de la ignominia. 




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