Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Pintado en la Pared No. 130

Palacio de Justicia
6 y 7 de noviembre de 1985 son días que han dejado un triste recuerdo en Colombia. Hace 30 años hubo una masacre en el Palacio de Justicia, en pleno centro de Bogotá; murieron cerca de cien personas en la toma ejecutada por un grupo guerrillero, el M19, y en la pretendida retoma organizada por el ejército y la policía nacionales. Muchas otras personas sufrieron desaparición forzada y torturas; en su mayoría, gente humilde e inerme,  simples empleados de la cafetería del lugar o del sistema judicial. Los testimonios de los pocos sobrevivientes nos taladran todavía y en la conmemoración de hoy se siente el peso de un suceso nefasto en que grupos armados, a nombre de la revolución, de un lado, y a nombre de la institucionalidad, del otro, arrasaron con la sede principal del sistema de justicia colombiano y asesinaron a sus más altos magistrados, eminentes jueces que ya habían padecido el asedio criminal del narcotráfico.
La conmemoración de los 30 años ha estado marcada por evocaciones desde todos los ángulos; el clamor de los familiares y de víctimas sobrevivientes ha logrado impactar incluso a las jóvenes generaciones que no supieron de ese par de días dramáticos. Se ha sentido el peso de la indignación por la injusticia, porque hasta hoy ninguno de los máximos responsables ha sido condenado, porque la verdad de lo que allí sucedió no se conoce. La amargura y el desasosiego siguen acompañando a quienes necesitan saber qué pasó con sus seres queridos en aquellos días cruentos; y el resto de colombianos hemos sentido, sino solidaridad y afecto por los que han sufrido directamente por aquel hecho, al menos tristeza por algo que la sociedad colombiana no ha resuelto debidamente. Alrededor de estos hechos abundan versiones e interpretaciones, todas insatisfactorias, todas contribuyen a aumentar la incertidumbre. Son 30 años sin saber la verdad de lo que allí sucedió.
En esta conmemoración, el presidente Santos, en cumplimiento de una orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pidió perdón y admitió la responsabilidad que le concierne al Estado colombiano; el gesto es tardío e incompleto. Ha sido por la exigencia de una institución externa y no porque haya funcionado a plenitud la justicia en Colombia. Además hace falta la verdad sobre los hechos; quiénes y por qué mataron a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia; por qué hubo desapariciones y torturas; por qué fueron asesinadas casi un centenar de personas; muchas de ellas habían salido sanas y salvas del lugar.
El presidente del país en aquel momento y su gabinete tuvieron su responsabilidad, mal o nulamente admitida por ellos mismos. Los guerrilleros del M19 cometieron un acto delirante, tomaron como rehenes a los miembros de la Corte Suprema de Justicia para forzar un diálogo con el débil gobierno de Belisario Betancourt. Las fuerzas militares colombianas apelaron a los peores métodos para recuperar el edificio; en nombre de las  instituciones y las leyes, masacraron, torturaron y desaparecieron a personas inermes e inocentes. En fin, aquel evento fue una apología funesta de los peores recursos de los poderes armados.
Hoy, los principales responsables políticos y militares de esos hechos se revuelcan en su arrogancia. No admiten plenamente sus acciones y omisiones. Los exmiembros del M19 admiten parcialmente su responsabilidad, pero los agentes del Estado colombiano se han empecinado en obstaculizar las investigaciones, desde el mismo 7 de noviembre de 1985. Lo sucedido en el Palacio de Justicia es un testimonio de las perversiones que alcanzó en Colombia, en tiempos recientes, el conflicto armado. Sus protagonistas olvidaron límites éticos y despreciaron a la población civil.

Los guerrilleros colombianos, no solamente los del M19, han creído que el pretendido propósito revolucionario sacraliza cualquier acción armada; que la lucha armada es (o era) el más elevado esfuerzo de un militante de la izquierda. Mientras tanto, nuestras fuerzas militares fueron adoctrinadas para emplear los métodos más ruines para aniquilar la subversión. La pretendida defensa de la nación y las instituciones dotaba de heroicidad cualquiera de sus actos. Los unos y los otros han estado equivocados y deberían recibir condena por sus errores.    

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