Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 29 de octubre de 2017

Pintado en la Pared No. 166- El concepto de revolución en la generación de Los Nuevos (2)


Mientras Jorge Eliécer Gaitán vinculó desde sus inicios en la vida pública a la revolución rusa con un proyecto político reformista en que no cabía la movilización armada, en otros miembros de su generación se admitió la posibilidad de la violencia. Un buen ejemplo de esa posición lo brinda Luis Tejada (1898-1924). En su corta existencia, el autor de Gotas de tinta le adjudicó a la idea de revolución un matiz mucho más expansivo y omnipresente; porque creía que la revolución podía incluir, además de la acción política, la vida cotidiana, la creación artística, la sensibilidad colectiva. Unas revoluciones podían ser lentas, pacíficas y casi imperceptibles, otras podían ser necesariamente violentas. Esa violencia estaba revestida, además, de misticismo y romanticismo, porque quienes actuaban violentamente en nombre de la revolución eran portadores de una “idea del porvenir”. Tejada exaltó la violencia revolucionaria como un hecho esencialmente bello:

“Sin embargo, la revolución es bella. Lo es, con belleza encendida y brutal, porque constituye un hecho esencialmente bárbaro, un retroceso a la calidad del hombre instintivo de la selva. La revolución, como toda solución violenta, significa el triunfo del instinto sobre la razón”. (La revolución, 1920)

La breve lucidez de Tejada le alcanzó para dejarnos una idea expansiva del hecho revolucionario. La revolución no era un asunto limitado a una esfera de la vida. Su reivindicación de la violencia hacía parte de la búsqueda de un mito movilizador para los jóvenes intelectuales que habían nacido con el siglo y habían visto el derrumbe de antiguos ídolos.
La revolución violenta también la exaltó, en el decenio 1920, su amigo José Mar (1900-1967); pero lo hizo con otras intenciones. Para 1922, el joven periodista boyacense era el secretario general del partido liberal y era el mensajero de los proyectos insurreccionales del viejo general y jefe de ese partido, Benjamín Herrera. Había en ese tiempo un clima conspirativo de un arrinconado partido liberal. La idea de revolución, en José Mar, era un rezago de la cultura política del siglo XIX. Fue con ese sentido que en 1922 invitó a la juventud estudiantil a adherirse al partido liberal y, sobre todo, a una rebelión armada:

“Para nosotros la guerra no es palabra prohibida. Nosotros no consideramos que el liberalismo deba renunciar al recurso de las armas; nosotros no consideramos que las presentes circunstancias políticas del país eliminen toda posibilidad o toda justificación de una guerra civil”.
(El temor de la guerra, 1922)

El brioso José Mar que militó en el comunismo incipiente del decenio 1920 se volvió un ardoroso defensor del proyecto político liberal encarnado en la figura de Alfonso López Pumarejo en la década siguiente. La revolución en marcha era, en su opinión, la encarnación del izquierdismo liberal y, principalmente, la posibilidad de realización de un programa político modernizador por la vía de las reformas. El liberalismo se había vuelto revolucionario porque asumía “la cuestión social”, asunto despreciado por la seguidilla de gobiernos conservadores. Una clase obrera aliada con el liberalismo en el poder, y no con el comunismo, era la situación nueva que promovieron algunos de los jóvenes militantes comunistas del decenio anterior. El ascenso al poder había hecho olvidar cualquier intención de alzamiento armado.   


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