Seguimos con los relatos breves de nuestro amigo, el joven escritor Jean-Pierre Velasco (traducción libre de G.L.C)
Pauline Abellán Rubio es una francesa de padres
españoles, nació hace ochenta y dos años y vive en las afueras de París, en
Pavillons-sur-bois, un pequeño municipio lleno de casonas con fachadas encantadoras. Pauline lleva una vida tranquila de mujer jubilada (los franceses
usan la palabra retiro en vez de la
palabra jubilación), los miércoles y
sábados sale al pequeño mercado ambulante, no tanto para comprar alimentos que
serán quizás olvidados en el fondo de la nevera, sino, principalmente, para
conversar animadamente con sus amigos de generación. Es el momento de “ponernos
al día”, dice Pauline; hablamos de nuestros achaques, de las visitas al médico
y de nuestra asociación de caminantes. Pauline participa de la programación de
caminatas quincenales, casi siempre los domingos, por los parques y bosques de
la región parisina, aunque también, con la ayuda de la alcaldía, les organizan a
los viejos retirados salidas más largas a Normandía o Bretaña o Bélgica.
Pauline va muy poco a París; “Paris sigue
siendo hermoso para mi, pero ya no está hecho para mis viejos pulmones”. De vez
en cuando sube al RER B (el equivalente a un tren de cercanías) y en veinte
minutos está en la gare du Nord. Prefiere
reunirse con sus pocos amigos de París en el Petit Palais, uno de los pocos
museos con entrada gratuita y con una acogedora cafetería. “Me aburre ver
cuadros y esculturas, me gusta ir a conversar con mis antiguos compañeros de
trabajo que todavía viven”. Los casi
veinte años de jubilación la han convertido en una habilidosa jugadora de
crucigramas. Tiene una colección de revistas con juegos de palabras y de
números, y al lado pone un deshojado Petit
Robert que le ayuda a resolver algunos enigmas. Se pone al frente del
televisor, prepara una sopa de verduras y cuando se cansa de los crucigramas y
de la mala televisión francesa sale a dar la vuelta diaria de la compra del pan
para el desayuno del día siguiente.
Una visita a su casa se vuelve un asalto a su
rutina. Queda desacomodada por algunos días, vuelve a sacar su carro que conduce con la destreza de una adolescente,
les muestra a los visitantes los pequeños encantos de los pueblecillos de la banlieue parisina y se deleita con los
platos que saben preparar los recién llegados. Luego de marcharse la visita, todo vuelve de un golpe al mismo orden, al mismo ritmo, las botellas de vino vacías se han acumulado y hay que salir a botarlas, la mesa del comedor hay que recogerla y la conversación vuelve a ser un monólogo previsible; el paseo en el mercado ambulante se
torna una necesidad apremiante y los vacíos desafiantes de los crucigramas incompletos
necesitan llenarse antes del anochecer. “Las palabras no me han dejado morir”.
Pintado en la Pared No. 172
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