Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 9 de abril de 2018

A los 70 años del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán


Es ilustrativo de la condición de la democracia colombiana, del proceso histórico de su vida pública que los máximos hitos estén asociados con la tragedia. Precisamente aquellos momentos más cuestionables en el funcionamiento cotidiano de la democracia son los hechos que nos atraen y convocan. No es el nacimiento de algo o de alguien ni la creación de algo determinante lo que concite nuestra débil memoria colectiva. Nuestros recuerdos están teñidos por la sombra de la muerte. Nuestra vida pública no es vida, no contiene alegrías. Aparte de las efímeras glorias futboleras, no tenemos referentes comunes que se basen en algo portentoso que hayamos creado.
En el momento presente, los acuerdos de paz con una legendaria guerrilla no nos han producido sino malestar, tensiones cotidianas y han revivido odios viscerales. Además, los acuerdos con las FARC no han detenido, sino, al contrario, han desencadenado asesinatos de líderes sociales, sobre todo vinculados con el anhelo de restitución de la tierra.   
Por estos días, la televisión nos ha saturado con ilustres hombres asesinados. Documentales sobre el lamentado cura guerrillero, Camilo Torres Restrepo, una telenovela basada en el asesinado del humorista político, Jaime Garzón, y ahora tenemos que evocar los 70 años del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, uno de los líderes más populares que ha tenido la política colombiana del siglo XX. Y a eso podemos agregar otros magnicidios que tienen su aniversario propio y que siguen siendo puntos de referencia de nuestras actitudes y comportamientos cotidianos.
Con este acumulado de experiencia, la sociedad colombiana, al menos en uno de sus fragmentos esclarecidos, debería dedicarse a crear otras formas de recuerdo y, sobre todo, a provocar otro tipo de sensaciones colectivas, alejadas de la confrontación, del odio y del deseo de aniquilación del adversario político. Sin embargo, estamos en un momento muy confuso de la historia política colombiana, un momento irresoluto en que nos debatimos entre un retorno a las pasiones encendidas, a la desmesura emocional que empuja hacia conductas amenazantes y la intención (apenas eso) de dotar de un ánimo reflexivo y tolerante el debate público de las ideas políticas. Hay una gran fuerza de regresión en Colombia que parece haberse fortalecido por estos días en que deberíamos habernos percatado de un cambio fundamental en lo que había sido la cotidianidad política de los últimos cincuenta años.   
Colombia es, según muchas encuestas, unos de los países más felices del mundo. Esa es una forma de afirmación de una gruesa patología. En vez de reconfortarnos, esa presunta felicidad es síntoma de un esfuerzo evasivo. Un país cuya vida pública ha estado dotada de tanta violencia en tantos sentidos, el sentimiento de goce o de disfrute o de alegría revela una profunda anomalía que los especialistas en psicología y siquiatría pueden ayudarnos a escudriñar.

Pintado en la Pared No. 175.

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