¿Podemos pensar, hoy en día, en un Estado que tenga el
control absoluto de la educación de los habitantes del territorio colombiano?
Imposible. Hay un acumulado histórico de un sistema mixto, competitivo,
conflictivo en que las iniciativas privadas han ido minando la capacidad
hegemónica de un Estado colombiano que, además, nunca ha tenido la vocación de
ejercer algún nivel de control expansivo de la educación. Nuestro Estado ha
sido tolerante, permisivo y, mejor decirlo, débil en la formulación y aplicación
de proyectos educativos, por lo menos desde los tiempos del fiscal Antonio
Moreno y Escandón, por allá en la segunda mitad del siglo XVIII. Desde antes,
algunas comunidades religiosas habían consolidado una tradición de dominio de
la institucionalidad educativa, desde entonces el Estado ha tenido que forjar
una muy débil institucionalidad laica, poco competitiva ante el predominio simbólico
y económico de la institucionalidad católica con sus proyectos educativos.
En el siglo XIX hubo una gran apuesta del liberalismo
(el de los radicales), por relativizar el peso cultural de la Iglesia católica;
el nacimiento de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia fue
la gran concreción, aún vigente, de un proyecto de educación laica en nombre de
un Estado con pretensión de lograr una cobertura nacional con escuelas de
primeras letras, escuelas normales y la universidad que iba a estar en la
cumbre de la pirámide educativa. Era la Universidad Nacional la que garantizaba
la calidad de todo el sistema educativo estatal. Pero la segunda mitad del
siglo XX conoció una ofensiva contra la universidad nacional como bastión de la
formación de una élite para el Estado en las coordenadas de la neutralidad
religiosa y de la meritocracia. El empresariado se alineó, con la Iglesia
católica, en la expansión de universidades privadas; la desconfianza y el miedo
se apoderó de la clase política colombiana porque creyó que la Universidad
Nacional solo reclutaba y adiestraba un variopinto izquierdismo que iba a engrosar
la militancia guerrillera. Con ayuda de la fórmula excluyente del Frente
Nacional, la principal universidad del Estado comenzó a quedar al margen en la
formación de la clase política y, por tanto, fue disminuyendo su injerencia en
las políticas y acciones de gobierno. Las universidades privadas bogotanas
comenzaron a ser las proveedoras de cuadros ministeriales y presidenciales.
La Universidad Nacional y las universidades de origen
estatal nacidas en las regiones quedaron cumpliendo un papel subordinado, con
alcance burocrático local y sometidas a los forcejeos de los cacicazgos
políticos de las comarcas. En cambio, las universidades privadas se afianzaron
en la construcción del proyecto económico neoliberal y en el control de la
burocracia central y centralista del Estado. Recuerdo una reciente visita al
Universidad del Rosario –hoy con exrector que se trasladó a uno de los
ministerios del presidente Duque- en que un profesor informaba, casi como una
aventura, que las salidas de campo de su curso consistían en llevar a sus
estudiantes al Museo Nacional. Esa es, sin caricatura, la idea de país que
alcanzan a tener los colegas universitarios bogotanos. Hasta el Museo Nacional
les queda lejos, imaginemos cómo ven lo que está más allá de la cumbre
capitalina.
Una de las necesarias e inmediatas discusiones y
luchas tendrá que ver con el regreso de las universidades estatales,
conocedoras de los mosaicos sociales y étnicos de nuestro complejo país, a las
máximas instancias de gobierno. Las universidades públicas tienen que volver al
control simbólico e intelectual del Estado y el Estado, a su vez, tiene que
reconciliarse con las universidades que financia. Las universidades privadas
pueden ayudar a las grandes misiones que lidere ese Estado, por supuesto; pero
no pueden seguir teniendo el privilegio de proyectar sus intereses muy
particulares y mezquinos como si fuesen los de la nación. Nunca ha sido así, nunca
podrá ser así.
¿Estamos listos para una discusión de tal naturaleza?
Quizás tengamos que comenzar por creer en nosotros mismos como empleados
públicos, como intelectuales formados en los débiles cánones de un Estado
vergonzante que mantiene, a regañadientes, unas universidades estatales que
pueden generar visiones de país que riñen con los discursos y las acciones que
han predominado en los gobiernos de por lo menos los últimos cincuenta años.
Pintado en la Pared No. 183
No hay comentarios:
Publicar un comentario