Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Las universidades y el Estado, el Estado y las universidades



¿Podemos pensar, hoy en día, en un Estado que tenga el control absoluto de la educación de los habitantes del territorio colombiano? Imposible. Hay un acumulado histórico de un sistema mixto, competitivo, conflictivo en que las iniciativas privadas han ido minando la capacidad hegemónica de un Estado colombiano que, además, nunca ha tenido la vocación de ejercer algún nivel de control expansivo de la educación. Nuestro Estado ha sido tolerante, permisivo y, mejor decirlo, débil en la formulación y aplicación de proyectos educativos, por lo menos desde los tiempos del fiscal Antonio Moreno y Escandón, por allá en la segunda mitad del siglo XVIII. Desde antes, algunas comunidades religiosas habían consolidado una tradición de dominio de la institucionalidad educativa, desde entonces el Estado ha tenido que forjar una muy débil institucionalidad laica, poco competitiva ante el predominio simbólico y económico de la institucionalidad católica con sus proyectos educativos.
En el siglo XIX hubo una gran apuesta del liberalismo (el de los radicales), por relativizar el peso cultural de la Iglesia católica; el nacimiento de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia fue la gran concreción, aún vigente, de un proyecto de educación laica en nombre de un Estado con pretensión de lograr una cobertura nacional con escuelas de primeras letras, escuelas normales y la universidad que iba a estar en la cumbre de la pirámide educativa. Era la Universidad Nacional la que garantizaba la calidad de todo el sistema educativo estatal. Pero la segunda mitad del siglo XX conoció una ofensiva contra la universidad nacional como bastión de la formación de una élite para el Estado en las coordenadas de la neutralidad religiosa y de la meritocracia. El empresariado se alineó, con la Iglesia católica, en la expansión de universidades privadas; la desconfianza y el miedo se apoderó de la clase política colombiana porque creyó que la Universidad Nacional solo reclutaba y adiestraba un variopinto izquierdismo que iba a engrosar la militancia guerrillera. Con ayuda de la fórmula excluyente del Frente Nacional, la principal universidad del Estado comenzó a quedar al margen en la formación de la clase política y, por tanto, fue disminuyendo su injerencia en las políticas y acciones de gobierno. Las universidades privadas bogotanas comenzaron a ser las proveedoras de cuadros ministeriales y presidenciales.
La Universidad Nacional y las universidades de origen estatal nacidas en las regiones quedaron cumpliendo un papel subordinado, con alcance burocrático local y sometidas a los forcejeos de los cacicazgos políticos de las comarcas. En cambio, las universidades privadas se afianzaron en la construcción del proyecto económico neoliberal y en el control de la burocracia central y centralista del Estado. Recuerdo una reciente visita al Universidad del Rosario –hoy con exrector que se trasladó a uno de los ministerios del presidente Duque- en que un profesor informaba, casi como una aventura, que las salidas de campo de su curso consistían en llevar a sus estudiantes al Museo Nacional. Esa es, sin caricatura, la idea de país que alcanzan a tener los colegas universitarios bogotanos. Hasta el Museo Nacional les queda lejos, imaginemos cómo ven lo que está más allá de la cumbre capitalina.
Una de las necesarias e inmediatas discusiones y luchas tendrá que ver con el regreso de las universidades estatales, conocedoras de los mosaicos sociales y étnicos de nuestro complejo país, a las máximas instancias de gobierno. Las universidades públicas tienen que volver al control simbólico e intelectual del Estado y el Estado, a su vez, tiene que reconciliarse con las universidades que financia. Las universidades privadas pueden ayudar a las grandes misiones que lidere ese Estado, por supuesto; pero no pueden seguir teniendo el privilegio de proyectar sus intereses muy particulares y mezquinos como si fuesen los de la nación. Nunca ha sido así, nunca podrá ser así.
¿Estamos listos para una discusión de tal naturaleza? Quizás tengamos que comenzar por creer en nosotros mismos como empleados públicos, como intelectuales formados en los débiles cánones de un Estado vergonzante que mantiene, a regañadientes, unas universidades estatales que pueden generar visiones de país que riñen con los discursos y las acciones que han predominado en los gobiernos de por lo menos los últimos cincuenta años.

Pintado en la Pared No. 183

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