El sistema estatal universitario colombiano está
sostenido, en muy buena medida, en una variopinta presencia de universidades
regionales nacidas por convicciones de élites locales. Unas remontan sus
orígenes a los inicios del siglo XIX, como sucede con la Universidad del Cauca
cuya historia parece comenzar con la creación de la cátedra de medicina, en
1826; o como sucede con la Universidad de Antioquia que prefiere situar su
origen en 1803, fecha anterior al nacimiento de la vida republicana. De todos
modos, varias de esas instituciones están atadas a viejas tradiciones y
filiaciones políticas y religiosas. Todas ellas han reproducido las asimetrías
de la formación nacional, las carencias y los excesos de unas regiones con
respecto a otras, las potencialidades de unos grupos empresariales sobre otros.
Unas tuvieron pretensiones universalistas en la
creación de diversos programas académicos; otras surgieron para cumplir
funciones muy limitadas; por ejemplo, la Universidad del Quindío nació en la
década de 1960 con una evidente vocación pedagógica, concentrada en la
formación de licenciados para la educación media de ese departamento,
principalmente; la Universidad Tecnológica de Pereira nació y funcionó por lo
menos en sus tres primeras décadas como un instituto politécnico. Un poco
antes, entre 1949 y 1950, la Universidad de Caldas intentó armonizar el auge de
la economía cafetera con la creación de Facultades de Agronomía y Veterinaria.
Ese entusiasmo fundacional de universidades adscritas
al Ministerio de Educación Nacional correspondía con el propósito de ampliar la
cobertura universitaria en aquellos lugares donde no alcanzaba la expansión de
la Universidad Nacional. También correspondía, en el caso antioqueño, con el
ánimo de contrarrestar el modelo laicizante del liberalismo y acentuar el sello
hispanófilo y católico del empresariado de esa región.
Hoy, ese entusiasmo ha decaído y las élites locales
han diferido sus intereses al fundar instituciones universitarias que hacen
competencia a las viejas universidades de sello estatal. Por ejemplo, en el
caso de la Universidad del Valle, el empresariado regional prefirió preparar un
nuevo nicho de formación y reclutamiento de intelectuales y funcionariado con
la fundación del Icesi. Proyectos de programas académicos que habían sido
pensados originalmente para despegar en la Universidad del Valle fueron
trasladados al Icesi, como sucedió con la frustrada creación de la Facultad de
Derecho. Hoy, las ciencias humanas y sociales del Icesi son subsidiarias de la
tradición creada en la Universidad del Valle. Este fenómeno se asemeja a lo
sucedido con la Universidad Eafit en Medellín, como contraparte de la
Universidad de Antioquia y de las sedes de la Universidad Nacional.
Un síntoma del alejamiento de las élites locales de
las mismas universidades estatales regionales que contribuyeron, alguna vez, a
fundar es que el legado documental dio origen a archivos históricos que
prefieren ser conservados en las instalaciones de esas universidades privadas
recientes. Ese desapego, in crescendo,
se ha ido notando en el control del proceso de formación de los médicos, en la
decadencia de los hospitales universitarios regionales, en la composición de
los gabinetes de los gobiernos en alcaldías y gobernaciones.
A eso se agrega la condición subordinada de ese
intelectual formado en las universidades regionales; ante la restringida
proyección de esas universidades, limitada a las fronteras de la comarca, el
prestigio y reconocimiento de esos intelectuales están ceñidos a las
posibilidades de ascenso y consolidación de la política menuda local. Su
proyección nacional sólo puede darse, en algunas áreas de conocimiento, según
la capacidad de conexión con redes nacionales y transnacionales de comunidades
científicas. En términos generales, las universidades estatales en las regiones
han comenzado a llevar una vida marginal y necesitan recomponer sus relaciones,
sus prioridades, sus vocaciones y, por supuesto, sus fuentes de financiación.
Pintado en la Pared No. 184.
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