Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

miércoles, 19 de junio de 2019

Historia del pensamiento, historia de las ideas, historia intelectual



Historia del pensamiento, historia de las ideas, historia intelectual, historia conceptual. Los historiadores creamos nuestros propios laberintos, aunque creamos que son soluciones que terminan siendo simples ilusiones. Una historiografía remozada en los últimos dos o tres decenios ha inclinado su interés por hacer “historia intelectual”, un terreno difuso pleno en interferencias y relaciones entre disciplinas. Todas esas historias han sido, parcialmente, una derivación de la historia política que ha ido buscando otros objetos y otros métodos en una ardua disputa con las supuestas frivolidades de los estudios políticos. Ante la superficialidad de aquellos científicos anclados en categorías que ponen en terreno abstracto la historia política de un país y cuyos análisis viven alejados de cualquier peripecia documental que les obligue a relativizar la desmesura o, peor, la inaplicabilidad concreta de esas categorías, ante eso la “historia intelectual” exhibe una pródiga inclinación por “restituir problemas”, por “reconstruir discusiones colectivas”; anima a ir por partes en la larga historia de la vida pública de cualquier país y apela a un archivo denso para mostrar momentos históricos de los conceptos políticos fundamentales de la deliberación cotidiana de cualquier sociedad.

Hablar de historia del pensamiento político puede ser fórmula arcaica; en todo caso, evoca una forma de hacer historia anclada en las obras de los filósofos, de los grandes pensadores, de aquellos que construyeron un sistema de pensamiento en apariencia coherente, sistemático y abarcador. Entonces el historiador se detiene en unos cuantos nombres condensadores, representativos, de épocas, corrientes o tendencias; estudiará el pensamiento político de Platón, Aristóteles, Santo Tomás, San Agustín, Hobbes, Montesquieu, Rousseau. Acaso tendrá distracciones con algún pensador juzgado como menor o accidental que sirvió para alentar alguna controversia. La historia del pensamiento pone el acento en las alturas de un pensamiento que legó abstracciones, categorías con pretensión de eternidad o, al menos, de una larga continuidad.

La historia de las ideas políticas parecía acudir a un archivo más incluyente, caminar por el bosque y contemplar varios árboles. Iba a zonas más intermedias; al lado de los grandes pensadores puso énfasis en los ensayistas políticos, en los políticos profesionales, en los individuos que contribuyeron a dotar de personalidad histórica ciertas coyunturas de la vida pública. Eso le dio un aspecto más plural y, también, más cerca de lo episódico y concreto. Las ideas políticas son, además, más efímeras que el pensamiento de los grandes filósofos. Las ideas andan rápido y hasta se arrastran por las multitudes y cobran vida en partidos políticos, movimientos, hechos de masas.

Ahora bien, la historia intelectual tiene más pretensiones para superar tanto a la historia del pensamiento como a la historia de las ideas. Visita las nubes de los filósofos, explora en el día a día de las palabras de los políticos y los intelectuales y a eso le agrega las experiencias colectivas, las creencias, las representaciones y las prácticas de grupos humanos más amplios; incluso le interesa las expresiones iconográficas que puedan dar testimonio de una actitud política. Allí se anudan la exploración de los lenguajes políticos, los momentos históricos de los conceptos, el análisis del discurso. El contexto de conversación se vuelve importante para establecer por qué alguien dijo algo, a quién se lo dijo, en medio de qué deliberación. Entonces se vuelve importante lo que dijeron e hicieron, sobre todo desde la década de 1960, historiadores como Reinhart Koselleck, Quentin Skinner, John G. A. Pocock, Michel Foucault; algunos de ellos recuperan, a su modo, algunos postulados de Bajtin. Y luego a ellos se agregan las obras de Pierre Rosanvallon, en Francia, y las de Martin Jay, en Estados Unidos.

Sin embargo, al leer los variopintos aportes de la historia intelectual, vemos que sus postulados teóricos y metodológicos contrastan mucho con sus reconstituciones históricas. Es cierto que algunos de esos autores han hecho hallazgos notables, han enriquecido con matices la historia del pensamiento político o de las ideas políticas, pero no logran llevarnos a universos completamente nuevos ni por los objetos de estudio ni por los métodos empleados. La historia intelectual ha despertado, sin duda, una sensibilidad por los hechos lingüísticos, por las palabras y sus usos públicos, pero no ha logrado separarse de modo radical de esas viejas historias ancladas en grupos de pensadores e intelectuales. Habrá que saber discernir qué sirve y qué no sirve de las supuestas innovaciones de la historia intelectual.


Pintado en la Pared No. 197.

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