Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

sábado, 4 de enero de 2020

Primero la vida





Me equivoqué, había dicho que el primer lugar de la protesta social colombiana, dictada desde el 21 de noviembre de 2019, era para los jóvenes. Hoy creo que no, las duras circunstancias del asesinato de líderes y lideresas sociales me han obligado a cambiar de opinión. Las estadísticas más conservadoras refieren más de 200 asesinatos al terminar 2019.

Matar a un líder o una lideresa social es eliminar la ciudadanía activa, la ciudadanía que delibera, que divulga derechos y deberes, la ciudadanía que congrega, organiza a grupos sociales específicos. Matar a un líder social es matar a quienes piensan, leen, escriben y, muchas veces, cuestionan o discuten decisiones gubernamentales en legítimo uso del derecho a disentir.

Los líderes sociales son el resultado genuino de una sociedad que intenta organizarse para hacer prevalecer derechos; su formación y presencia en la vida pública corresponden con la movilización permanente de fragmentos sociales que necesitan reivindicar aspiraciones muy particulares y, por supuesto, muy vitales. Unos son líderes o lideresas forjados en la lucha por la restitución de la propiedad de la tierra; otros han ido moldeándose en la reivindicación de libertades e igualdades relacionados con la diversidad de género o con la diversidad étnica del país. Otros defienden asuntos laborales de gremios específicos. Otros más son estandartes de la defensa de los recursos naturales. Por eso, ellos y ellas se vuelven símbolos de debates por ciertas libertades y ciertos derechos. Todos ellos expresan, además, la conjunción muy compleja de viejas y nuevas sensibilidades políticas.

Los líderes sociales son gente desarmada, no están hechos para el uso de las armas; han confiado en las supuestas garantías de deliberación de un régimen democrático. Les han hecho creer en las virtudes del Estado de derecho, en la acción legal, en la discusión pública, en la apelación a las instituciones. Los líderes sociales pertenecen al ámbito de la democracia participativa en que fragmentos de la sociedad intentan resolver conflictos, satisfacer aspiraciones.

Asesinar líderes sociales, por tanto, alimenta la desconfianza en los fundamentos de la democracia, pone en tela de juicio el funcionamiento de los organismos de protección del Estado; suprime brutalmente la posibilidad de solucionar pacíficamente cualquier conflicto. El asesinato intimida, silencia y, sobre todo, obliga a que la sociedad se repliegue y, peor, a que todos dudemos del estatuto deliberativo de quienes, circunstancialmente, sean nuestros antagonistas en la discusión de cualquier asunto. El mensaje llano del asesinato es, más o menos, el siguiente: “No quiero que exista alguien que discuta contra mí; prefiero eliminar a mi rival en la discusión social o política”.  

De modo que al matar a un líder o a una lideresa social está muriendo la democracia; las buenas costumbres de la civilidad son eliminadas por la aspereza del recurso armado. Y eso nos lleva a un retroceso feroz en las reglas de la convivencia, nos obliga a reivindicar algo muy preliminar, la necesidad de respetar la vida humana. Hay que pedir que dejen vivir a los líderes sociales, que dejen vivir la acción política cotidiana, cualquiera que sea su sentido reivindicativo. Primero eso, y luego podemos hablar de otras cosas que también son apremiantes.

Pintado en la Pared No. 207.


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