Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 2 de julio de 2021

Memoria de la peste

 

Donde morir es fácil

Pintado en la Pared No. 233

 

La peste ha provocado muertes masivas diarias registradas en conteos más o menos detallados. Todos los días, las emisiones de noticias contienen una sección que destaca las cifras de muertes, de pruebas, de nuevos contagios, de recuperados. Esa información se volvió rutinaria, a veces acompañada de análisis y prospecciones de alguna utilidad para la audiencia; otras veces es una información rápida, deshilvanada, sin ningún acompañamiento gráfico que permita percibir mejorías y empeoramientos de la situación general.

Durante los primeros meses nos sorprendía la muerte diaria de cincuenta personas; luego eran más de cien y se nos ocurrió hacer analogía con la caída diaria de un avión de pasajeros, a ver si de ese modo sentíamos algún impacto emocional. La muerte colectiva ha ido creciendo, pero la noticia diaria nos sigue pareciendo lejana, como si no nos incumbiera, como si esos aviones cayesen muy lejos de este país. Colombia es así, un país rudo con la muerte. El lamento es superficial, la solidaridad es un movimiento tenue, un aderezo sombrío de una conversación corriente. Lo peor del asunto es que no solamente la sociedad colombiana es así, nuestra clase política, nuestro gobierno son los principales difusores de esa rudeza, de eso que ahora llaman, técnicamente, “falta de empatía”.

El gobierno Duque nos ha ido acostumbrando a las malas noticias, a notificarnos diariamente de los avances mortales del virus, a suavizar con eufemismos una tragedia que no tenía los controles necesarios para morigerarla. Ni al presidente ni a su ministro de salud se les ha ocurrido, en casi año y medio de pandemia declarada, hacer un alto en el camino para invitar a toda la población a sentir y expresar la trascendencia de lo que ha venido sucediendo con la vida y con la muerte. A ningún líder político o espiritual (muy escasos) se le ha ocurrido que encendamos una vela o icemos un trapo blanco en nuestras casas o depositemos una flor en alguna parte en memoria de los demás colombianos, conocidos y desconocidos, que se han ido a causa del virus mortal. Hubo tres días de duelo porque se murió un ministro de defensa que era, precisamente, uno de los principales protagonistas de las malas noticias sobre el derecho a la vida en un país donde matan muy fácilmente. Es decir, el gobierno Duque puso a Colombia a hacer duelo por un miembro de su gabinete, como si fuese el único gran muerto importante por esta peste. Mientras tanto, ha hecho mucha falta hacer duelo por todos los 100.000 muertos y más que hemos acumulado hasta este mes de julio de 2021.

La peste está cerca de su final, parece, y ha servido para poner a prueba nuestros grados de altruismo; algunos gobiernos han obrado con benevolencia y han acudido a medidas sociales y económicas excepcionales, a tono con una circunstancia inédita y extrema; otros gobiernos han sido despiadados y han aprovechado para poner el pie en el acelerador para hacer reformas que, en otra situación, nadie les hubiese permitido que las hicieran. La política general del miedo al contagio sirvió para coartar libertades y restringir acciones de protesta social.

La señora Ingrid Betancur lo dijo para un caso en particular, ojalá que en Colombia alguna vez lloremos juntos por algo. La peste ha podido ser un buen pretexto para que la sociedad colombiana compartiese la misma impotencia, el mismo dolor, la misma tristeza porque todos hemos perdido a alguien conocido, a un vecino, a un amigo, a un compatriota e, incluso, a un enemigo; todos hemos sentido incertidumbre y alguna forma de miedo a la muerte. Este es un país donde morir es fácil y por eso mismo ya no nos duele que alguien, cercano o lejano, se vaya definitivamente. Nos hemos enseñado a no lamentarlo, nos han acostumbrado a ver la muerte como simples cifras de un informe diario. Peor, nos han enseñado a examinar la muerte como una desgracia individual y como la pírrica victoria de los sobrevivientes. “Sálvese quien pueda” ha sido la consigna, explícita o sugerida, del gobierno y a ella nos hemos acomodado insensibles.

 

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