Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 30 de agosto de 2021

Memoria de la peste

 

Pintado en la Pared No 238

(continuación de Una experiencia histórica).

El pueblo colombiano en las calles.

 

El 28 de abril de 2021, las organizaciones sindicales colombianas convocaron un paro nacional con las peticiones que el gobierno de Duque había despreciado en las protestas multitudinarias del segundo semestre de 2019. El detonante fue la amenaza de una reforma tributaria en plena pandemia que era criticada hasta por los amigos del presidente Duque. Nadie, ni los organizadores, ni el gobierno anticiparon que el paro nacional iba a derivar en una protesta difusa, violenta, masiva que se extendió a más de 700 municipios y que se prolongó en el tiempo por más de dos meses.

No hay antecedente inmediato ni lejano en el pasado colombiano de una protesta popular asumida con tal determinación por sectores sociales y étnicos muy diversos. Se trata de la primera gran protesta urbana luego de los acuerdos de paz entre guerrilla de las Farc y Estado colombiano; es la expresión de la emergencia de movimientos sociales que han buscado reconocimiento y satisfacción de sus demandas por fuera de los partidos políticos y las organizaciones guerrilleras. Algunos historiadores se ocuparon de buscar semejanzas con eventos de alzamiento popular en los siglos XIX y XX; pero, sin entrar en detalles, los sucesos de 2021 no tienen punto de referencia en las protestas sociales de esos siglos. Quizás sea indispensable remontarnos a la rebelión comunera de la década de 1780, cuando poblaciones del sur de América, bajo la dominación de la monarquía española, se sublevaron contra las reformas fiscales borbónicas; desde Venezuela hasta parroquias o distritos de lo que hoy es Perú hubo alzamientos, motines, asonadas, fugas de esclavizados.

Las marchas fueron multitudinarias, festivas y coloridas; comunidades barriales organizaron barricadas en esquinas y plazas. Pero al lado de eso hubo enfrentamientos violentos con la policía, saqueos de bancos y supermercados; luego vinieron destrucciones de estaciones de los muy precarios sistemas de transporte público de las principales ciudades, saqueos e incendios de entidades públicas, especialmente de palacios de justicia en algunos municipios. La primera reacción gubernamental fue la represión violenta. La apuesta equivocada del gobierno Duque fue aplacar la protesta a sangre y fuego y no lo logró; al contrario, provocó una desconfianza general contra la policía cuya imagen de una banda delincuencial al servicio del Estado quedó plasmada en la sevicia con que actuó en las calles. Para el 3 de mayo ya había denuncias de una veintena de asesinatos cometidos por los excesos de la fuerza policial.

Con el paso del tiempo, la protesta adquirió una fisonomía juvenil; una generación de jóvenes sin empleo y sin acceso a la educación asumió un liderazgo inédito que superó los cálculos de las organizaciones gremiales y políticas. Uno de los grandes hechos de esta protesta fue la aparición repentina de una masa juvenil que reclamó un lugar en el paisaje político y que intentó imponer una ruta de diálogo y negociación a un gobierno nacional confundido. Pero, también, con el paso del tiempo, la protesta comenzó a degradarse con la presencia difusa de, posiblemente, guerrilla urbana, bandas de narcotráfico, grupos delincuenciales. Hacia el 7 de mayo, los bloqueos de las principales vías del país estaban provocando un desabastecimiento general de alimentos.

Hubo una evidente composición asimétrica de la protesta social. Unas ciudades más que otras fueron epicentro de fuertes enfrentamientos cotidianos entre manifestantes y las “fuerzas del orden”. Cali, la principal ciudad del suroccidente colombiano, reunió una compleja amalgama de expresiones colectivas en sus calles. Allí hubo presencia muy activa de la minga indígena caucana, de colectivos de comunidades barriales, de estudiantes, de comunidades afrodescendientes. A eso se agregó la mortífera connivencia de la policía con grupos de autodefensa locales; las cámaras de televisión captaron imágenes de policías acompañados por civiles armados que disparaban contra grupos de manifestantes.  Cali quedó bautizada por esta experiencia como la ciudad de la dignidad y de la resistencia. En esa ciudad se condensaron las frustraciones de múltiples agentes socio-étnicos; en la región suroccidental de Colombia han ocurrido el mayor número de asesinatos selectivos contra líderes sociales y desmovilizados de la guerrilla; la capital vallecaucana reúne desplazados que huyen de los grupos armados que controlan el cultivo y comercio de la coca, el comercio de armas, la tala de bosques, la minería ilegal.

La protesta social fue brutalmente reprimida y alimentó la desconfianza ciudadana en instituciones como la policía. Hubo abundantes testimonios de brutalidad policial que no fueron acciones ni espontáneas ni aisladas, cumplieron con un patrón de violación sistemática de derechos humanos y de agresión a gente inerme que marchaba pacíficamente. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos visitó el país en el mes de junio –a pesar de la animadversión del gobierno Duque- y preparó un documentado informe de denuncias de los abusos y excesos de fuerza por parte de la policía. Para esa comisión, el 89% de la protesta social en Colombia fue pacífica y fue evidente el uso desproporcionado de la fuerza y el empleo indiscriminado de armas de fuego. La reforma de la policía asomó, durante las protestas, como una necesidad prioritaria con el fin de determinar mejor las funciones de una institución que debe contribuir a la convivencia ciudadana y a la implementación de los compromisos surgidos del acuerdo de paz.

La determinación de grupos de manifestantes en varios lugares del país obligaron al gobierno nacional y las alcaldías a inclinarse por la negociación con grupos de manifestantes, muchos de ellos autodenominados de “primera línea”, que adquirieron protagonismo por la creatividad, la resistencia y la dignidad con que asumieron el paro nacional. Esa multiplicación de agentes y de demandas sociales volvió aún más difusa la naturaleza de la protesta urbana y es el nuevo acertijo para las agendas de los líderes políticos y sindicales, y para el mismo Estado.

Esta irrupción multitudinaria de la protesta social constituye un gran desafío para la clase política; la democracia representativa ha sido fuertemente cuestionada, porque ni los partidos políticos, ni el congreso son voceros genuinos de los reclamos y necesidades de las gentes. Además de la brecha de desigualdad socio-económica, la protesta urbana colombiana ha puesto en evidencia la fractura entre el sistema político y la sociedad. Por eso el enigma más inmediato es cómo va a reorganizarse el campo político ante el desprestigio de las instituciones del Estado, la impopularidad del poder ejecutivo y el fracaso de los partidos políticos en sus tareas de representación de la voluntad popular. Las elecciones presidenciales de 2022 podrían ser la medición de un cambio político radical o, al contrario, otro momento de frustración colectiva.  

 

 

 

 

  

 

 

 

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