Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 18 de septiembre de 2022

Pintado en la Pared No. 263


Apuntes de Historiografía (I). 

La Regeneración.

 

La Regeneración es uno de los periodos de la historia política colombiana más descuidados, el resultado hasta hoy es que poco sabemos acerca de ese periodo y seguimos conformes con algunas viejas caracterizaciones muy generales. Por ejemplo, todavía es válida la vieja valoración que hace Marco Palacios desde que escribió su historia sobre el café en Colombia. Algunos otros aportes son muy epidérmicos o episódicos, como el también viejo estudio de Frederic Martinez; otras incursiones son muy puntuales en su temario, como las de Mario Aguilera y la protesta urbana en Bogotá o el estudio de David Sowell sobre los artesanos bogotanos o el ensayo de Renán Silva sobre la educación en ese periodo. Algunas tesis doctorales dan cuenta de la vida asociativa regional entre 1886 y 1900, pero no dicen gran cosa que permita saber qué distinguió claramente a la Regeneración de lo que le antecedió, qué novedades instituyó en la vida pública, en las disputas partidistas, en la institucionalidad cultural, en fin.

Voy a compartir una intuición acerca de por qué la Regeneración se llamó así.  Mi hipótesis es que la Regeneración es una metáfora, como muchas de las que circularon y se impusieron en el vocablo cotidiano de la política en Colombia y en el mundo en el largo siglo XIX. Es una metáfora o analogía proveniente de la medicina que sirvió, a los políticos, como consigna de lucha, como palabra que invocaba la necesidad de transformación, de rehabilitación, de cambio ante una situación degenerativa o decadente. Dicho en breve, la Regeneración, como metáfora, implicó su término opuesto, la Degeneración.

La segunda mitad del siglo XIX conoció la expansión de las teorías de la degeneración, la decadencia, la degradación y, por supuesto, sus términos consecuentes como rehabilitación, regeneración o reforma. Nuestros políticos, entre ellos varios que vivieron temporadas en Europa, conocieron la circulación de esas palabras tanto en el mundo específico de la medicina como sus prolongaciones metafóricas en la vida pública.

El primer responsable intelectual del auge de aquellos conceptos fue el médico psiquiatra austro-francés Benedict Morel (1809-1873) con la publicación, en 1857, de su Tratado de las degeneraciones físicas, intelectuales y morales de la especie humana. Morel era un católico militante, educado según los principios del catolicismo social del abate Lamennais. Su libro era en buena medida el resultado de observaciones y experimentos en un hospital de Paris y de su interés por darle una explicación histórica a las enfermedades del cuerpo humano y del cuerpo social; su perspectiva, afirmada en la religión, le hizo creer que sólo en la génesis de las especies, en sus formas primitivas, había perfección y que la historia de cada especie era de una continua degradación. Esa teoría, en el siglo XIX, sirvió para criticar las fallas de la modernización industrial y fue acogida no solamente por católicos, sino también por socialistas y demás críticos de las ilusiones del progreso.

La obra de Morel tuvo repercusiones en la creación literaria; mucha de la novelística del siglo XIX estuvo impregnada de esta visión moreliana del progreso y de la historia. En Francia, algunas novelas de Balzac, Zola y Flaubert fueron propagandas explícitas de la degeneración moral, asociaron trastornos mentales con determinados hábitos de higiene o con las condiciones precarias de las ciudades industriales. En Inglaterra, la literatura de ficción también reprodujo con entusiasmo las tesis degenerativas, como sucedió con Arthur Conan Doyle y su personaje Sherlock Holmes, Robert Louis Stevenson y su clásico Doctor Jekyll and Mister Hyde, Herbert G. Wells y los monstruos de su Máquina del tiempo. La lista podríamos extenderla, pero basta decir por ahora que ficción literaria y discursos de la ciencia deliberaban cotidianamente sobre los postulados pesimistas morelianos, los hallazgos evolucionistas de Darwin y a eso se agregó, sobre todo en la década de 1870, la teoría microbiana de Louis Pasteur. Muy cerca de ellos, los políticos se inquietaban por el crecimiento incontrolado de las poblaciones urbanas; algunos explicaban las derrotas bélicas de sus países por algún síntoma de degeneración colectiva; otros inventaban estrategias para vigilar las horas de ocio de los obreros y evitar el aumento del consumo de alucinógenos o las tendencias dipsómanas, entonces recomendaban, muy apegados a la terapéutica moreliana, la creación de asociaciones de temperancia y de socorro mutuo. Algunos científicos sociales se esforzaban por construir estadísticas sobre las condiciones de vivienda en las ciudades industriales; las revistas y boletines médicos y de higiene pública se multiplicaron en la segunda mitad del siglo XIX, siempre nutridos de estudios monográficos tratando de hallar las causas de determinadas enfermedades, de rasgos degenerativos en ciertas clases sociales y, por supuesto, indicando terapéuticas.   

Rafael Núñez, el político colombiano que creemos responsable del uso deliberadamente político del término regeneración como consigna de batalla contra el desorden republicano provocado por las reformas del liberalismo radical, debió conocer muy de cerca aquella intensa discusión de las élites en Europa. Núñez vivió en varios países de Europa entre 1865 y 1874, estuvo en Le Havre, París, Bruselas y Liverpool, de modo que tuvo que conocer de primera mano lo que los científicos y políticos europeos decidían y discutían. De hecho, sus escritos de esos años, publicados como Ensayos de crítica social, indican la familiaridad del político cartagenero con algunos fenómenos sociales y políticos de Europa. En ese lapso conoció los episodios de hambruna padecidos por España, las secuelas de la guerra franco-prusiana, el aumento de la pobreza y la mendicidad en las ciudades británicas.

Se recuerda que Rafael Núñez, en 1878, en calidad de presidente del Senado, pronunció el discurso con que recibe y juramenta al presidente Julián Trujillo y allí dijo que el país estaba en el dilema de una “regeneración administrativa fundamental o catástrofe”. Desde entonces, la regeneración fue lema constante difundido en los periódicos; el propio Núñez, en sus artículos de prensa de 1881 a 1884, se dedicó a darle sustancia a la palabra. Como buen político, quiso demostrar que él no era el único ni el primero que usó públicamente el vocablo en Colombia; recordaba que el general Santos Gutiérrez, en 1868, en un acto de contrición de los liberales radicales, admitió que el país exigía una regeneración.

El influyente político cartagenero, especialmente en un artículo de 1882 (Urbi et Orbi), explica la degeneración y la regeneración de Colombia en un lenguaje médico inequívoco. La degeneración del país era un “estado patológico que se revela en la superficie” y que la sociedad es como “un cuerpo humano en convalecencia” que, si no se cuida, estará expuesto “a fáciles recaídas”. Todo esto lo decía en medio de un balance “de media centuria de trastornos” que sólo podían ser superados por un espíritu político regenerador.

Hasta aquí hemos expuesto una intuición que podría llevarnos a examinar con detalle y con otros atisbos interpretativos lo que fue el periodo político de la Regeneración en Colombia.

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