Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 30 de junio de 2024

Pintado en la Pared No. 318

 La formación doctoral en ciencias humanas en Colombia (2)

En Colombia tenemos la triste tradición de un Estado pobre o tacaño, como queramos verlo, que no ha tenido una política de incentivo a la formación de doctoras y doctores; es un comportamiento sustentado en una idea muy precaria acerca de lo que debe ser una universidad. Nuestras universidades públicas, principalmente, han tardado en crear una institucionalidad volcada a la actividad investigativa y mucho menos en centros de investigación orientados por los oficiantes de las ciencias humanas. 

El Estado colombiano creó en 1950 el Icetex y más recientemente, en 1991, nació Colfuturo. La primera institución ha sido creación neta del Estado con el propósito de financiar mediante créditos la formación de pregrado y de posgrado. Mientras tanto, Colfuturo ha tenido una composición mixta de Estado y empresarios para financiar con créditos-beca los estudios de posgrado. Según el cumplimiento de determinados compromisos y obligaciones, los egresados financiados por Colfuturo pueden ser exonerados del pago de la totalidad o parte del crédito. En 1992, Colciencias, que a partir de 2019 será el Ministerio de Ciencia y Tecnología, comenzó a tener un programa de apoyo a la formación de investigadores dentro y fuera del país, con un modelo de incentivo muy semejante al de Colfuturo.

Esa institucionalidad creada por el Estado colombiano ha sido insuficiente para la consolidación institucional y profesional de la investigación en las ciencias humanas. No hemos conocido una institucionalidad netamente diferenciada que tenga como centro de su interés la formación de investigadores en nuestras disciplinas, con una política y un presupuesto concentrados en el fomento de los estudios y la investigación en las áreas propias de los campos de saber de las ciencias humanas, las ciencias sociales y las humanidades. Esta situación la reproducen nuestras universidades, tanto las públicas como las privadas. El Estado y nuestras universidades reproducen una concepción peyorativa de lo que son y pueden ser las ciencias humanas, de su repercusión en la vida pública, de su utilidad para observar, interpretar y pronosticar acerca de los hechos sociales.

En consecuencia, las ciencias humanas en nuestras universidades son subsidiarias, periféricas o marginales. En universidades con bajo presupuesto, en universidades con pocos recursos destinados a la investigación, las ciencias humanas reciben las migajas de esa escasez. Eso significa que los programas de doctorado en nuestras disciplinas son los menos dotados, los menos atendidos, los que reciben menos incentivos y recursos.

Otra gran consecuencia es que los programas de posgrado en las universidades públicas colombianas terminaron funcionando como actividades auto-financiadas, sostenidas por onerosos pagos de matrículas. Han sido los pocos estudiantes, con el pago de altos precios en matrículas, los fundamentales mecenas del funcionamiento de los programas de maestría y doctorado en nuestro país. Esta privatización, dentro de las universidades públicas, tiene variadas incidencias en la calidad de esos niveles de formación; también tiene incidencia en el carácter de nuestras universidades que dejaron de ser garantes del derecho fundamental a la educación y han ido convirtiéndose en agentes muy activos de un mercado de ganancias y pérdidas.

(Sigue).

Pintado en la Pared No. 317

 

La formación doctoral en ciencias humanas en Colombia (1)

Mientras esperamos que la presidencia de Gustavo Petro sepa y pueda hacer una reforma importante de la educación superior en Colombia, lo cual pongo en duda cuando nos acercamos a la mitad de su errático gobierno, quiero compartir un diagnóstico y algunas propuestas en torno a la formación doctoral en las ciencias humanas basado en mi experiencia y en lo que he podido observar en los últimos veinte años. Mi experiencia es relativa y, por supuesto, subjetiva; de modo que no aspiro a generalizar categóricamente. Mi condición de coordinador de una maestría y de un doctorado en varias ocasiones; el trajín de la dirección de tesis doctorales; el hecho de haber sido muchas veces jurado de otras; también haber impartido seminarios por muchos años en maestrías y doctorados de Historia y de Literatura de varias universidades; finalmente, el papel de par evaluador de programas académicos por mandato del Consejo Nacional de Acreditación; incluso, haber redactado alguna vez el documento que postulaba la creación de un programa doctoral que nunca tuvo realización; en fin, toda esa experiencia la usaré ahora como apoyo para unas reflexiones sobre lo que ha venido siendo la formación doctoral en las ciencias humanas en mi país.

Mi primera constatación es que en estos últimos veinte años ha habido cambios cualitativos y cuantitativos en la formación doctoral en al menos disciplinas como la Historia, la Sociología y la Literatura. Un informe del Consejo Nacional de Acreditación (CNA) de 2008 mostraba a un país atrasado en las cifras de formación doctoral; entramos a la década 2010 como uno de los países con más bajo índice de doctoras y doctores en América latina. Esa carencia de doctores era notoria a la hora de los concursos profesorales en las universidades, los pocos postulantes con doctorado traían su título de universidades extranjeras. Y ese dato nos envía a otra constatación; por lo menos al inicio de esa década eran muy pocas las universidades colombianas que ofrecían programas de doctorado para alguna vertiente de las ciencias humanas. En definitiva, en Colombia comenzamos el siglo XXI como un país rezagado en la formación doctoral tanto en las ciencias exactas como en las ciencias humanas.

En 2016, Colombia tenía 12, 6 doctores por millón de habitantes, por debajo de países como Costa Rica, Brasil, Chile, México y Venezuela. Y a ese dato se unía que era uno de los países con menos inversión de presupuesto para investigación. A eso agreguemos que era, y sigue siendo, uno de los países que menos becas y ayudas económicas ofrece a los estudiantes de posgrado. En suma, pocos programas doctorales de calidad, pocos incentivos para el ingreso a la formación de posgrado, poco interés del Estado para invertir en ciencia y en investigación. Ante ese panorama, hemos tenido muy pocos doctores formados en universidades colombianas y quizás un número mayor de jóvenes investigadores que prefirieron buscar otros horizontes en universidades extranjeras.

Hoy, en contraste con la situación de hace veinte años, tenemos más doctoras y doctores entre los 30 y 40 años de edad; los concursos universitarios de los últimos diez años pueden reunir a varias decenas de candidatos con títulos de doctorado. Pero ese aumento no es el resultado de una política de ciencia y tecnología generosa y sistemática; es, mejor, el resultado de los esfuerzos de algunas universidades colombianas, de la iniciativa y hasta la osadía de muchos jóvenes. Y, también, es el resultado de una pauperización y hasta banalización de la formación doctoral que ha permitido que mucha gente desprovista de las capacidades haya terminado con título de doctora o de doctor gracias a programas doctorales de muy dudoso rigor. Por eso hoy podemos hablar de un cierto aumento de doctores y de programas doctorales al amparo de una mediocridad casi desbocada.

(Sigue).

martes, 18 de junio de 2024

Pintado en la Pared No. 316

 

Una lección de una elección

 

La traumática elección del rector de la Universidad Nacional de Colombia ha puesto en evidencia muchas cosas. Primero, quizás lo más notorio, es que hay poderes internos enfrentados que consideran un gran botín la dirección de la principal universidad pública colombiana. Segundo, demuestra que la composición del Consejo Superior es, de entrada, un atentado a la soberanía institucional de la universidad pública; hay demasiada participación de los representantes del gobierno y de elementos externos a la comunidad universitaria. Tercero, no son suficientes ni los ejercicios democráticos de las consultas a los estudiantes y profesores y tampoco convencen los criterios meritocráticos; en últimas, ni la democracia ni la meritocracia tienen aplicación plena en la elección de un rector. Y cuarto, el asunto que más me interesa destacar ahora: no funcionan los mecanismos de representación de los estudiantes y de los profesores.

En las universidades públicas colombianas hay procesos de elección de los representantes de los profesores y de los estudiantes para hacer parte de los consejos de facultades y para los consejos académico y superior. La pregunta es si ejercen con autenticidad el compromiso de representar a las comunidades que los eligieron. En la elección del rector de la Universidad Nacional, los votos de la representante estudiantil y del representante de los profesores eran decisivos; sin embargo, los representantes no cumplieron con representar el dictamen mayoritario de las consultas entre estudiantes y profesores. ¿Por qué? Tal parece -eso se rumora- que la estudiante y el profesor prefirieron escuchar a políticos que son enemigos acérrimos del presidente Petro desde tiempo atrás; es decir, actuaron al revés, no como los voceros de las comunidades que los eligieron, sino como representantes de intereses políticos externos. En consecuencia, en vez de ser los primeros baluartes de la escasa autonomía universitaria, fueron los primeros en despreciarla.  

Nosotros, aquí, en la Universidad del Valle, deberíamos aprender algo de esa experiencia que no es tan lejana. Hemos estado demasiado acostumbrados a tener representantes profesorales y estudiantiles que participan de decisiones contrarias a las aspiraciones de las comunidades que representan. Muchas veces, cuando buscamos información o apoyo de aquellos que nos representan, nos encontramos con unos “representantes” de muy dudosa índole, hablan como funcionarios, reproducen el lenguaje de la dirección universitaria y su espíritu crítico de lo que sucede en la institución anda por debajo de los talones. Yo, por ejemplo, quedé recientemente muy sorprendido por la respuesta que me dieron los representantes profesorales ante el servicio de salud de la Universidad del Valle; parecían los impasibles directores de ese mal servicio.

Los representantes estudiantiles y profesorales deberían ser nuestros ojos y nuestras voces en los organismos de dirección de la universidad; deberían ser los primeros en advertirnos sobre decisiones que pueden perjudicarnos. Hoy se habla de la amenaza de una nueva crisis financiera de la Universidad del Valle y, sin embargo, nadie nos suministra información confiable, sustentada en cifras y documentos, que confirme o descarte las amenazas de una crisis. Sabemos, como simples pacientes del servicio de salud y como simples profesores, que hay una especie de nómina paralela, que hay gastos superfluos, que hay contrataciones innecesarias en que actividades propias de la universidad les han sido adjudicadas a agentes externos. Pero eso lo percibimos porque son hechos ostensibles, no tanto porque haya una representación profesoral que nos sirva de guía.

A nuestros representantes profesorales hay que preguntarles, con más frecuencia de la deseada, a quién representan. Ojalá no sean otros representantes al revés, como los de la Universidad Nacional, que, en vez de representar a la comunidad que los eligió, estén dedicados a representar a los dueños de la política lugareña.

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