La formación doctoral en ciencias humanas
en Colombia (1)
Mientras
esperamos que la presidencia de Gustavo Petro sepa y pueda hacer una reforma
importante de la educación superior en Colombia, lo cual pongo en duda cuando
nos acercamos a la mitad de su errático gobierno, quiero compartir un
diagnóstico y algunas propuestas en torno a la formación doctoral en las ciencias
humanas basado en mi experiencia y en lo que he podido observar en los últimos
veinte años. Mi experiencia es relativa y, por supuesto, subjetiva; de modo que
no aspiro a generalizar categóricamente. Mi condición de coordinador de una
maestría y de un doctorado en varias ocasiones; el trajín de la dirección de
tesis doctorales; el hecho de haber sido muchas veces jurado de otras; también
haber impartido seminarios por muchos años en maestrías y doctorados de
Historia y de Literatura de varias universidades; finalmente, el papel de par
evaluador de programas académicos por mandato del Consejo Nacional de
Acreditación; incluso, haber redactado alguna vez el documento que postulaba la
creación de un programa doctoral que nunca tuvo realización; en fin, toda esa
experiencia la usaré ahora como apoyo para unas reflexiones sobre lo que ha
venido siendo la formación doctoral en las ciencias humanas en mi país.
Mi
primera constatación es que en estos últimos veinte años ha habido cambios
cualitativos y cuantitativos en la formación doctoral en al menos disciplinas
como la Historia, la Sociología y la Literatura. Un informe del Consejo
Nacional de Acreditación (CNA) de 2008 mostraba a un país atrasado en las
cifras de formación doctoral; entramos a la década 2010 como uno de los países
con más bajo índice de doctoras y doctores en América latina. Esa carencia de
doctores era notoria a la hora de los concursos profesorales en las
universidades, los pocos postulantes con doctorado traían su título de
universidades extranjeras. Y ese dato nos envía a otra constatación; por lo
menos al inicio de esa década eran muy pocas las universidades colombianas que
ofrecían programas de doctorado para alguna vertiente de las ciencias humanas.
En definitiva, en Colombia comenzamos el siglo XXI como un país rezagado en la
formación doctoral tanto en las ciencias exactas como en las ciencias humanas.
En
2016, Colombia tenía 12, 6 doctores por millón de habitantes, por debajo de
países como Costa Rica, Brasil, Chile, México y Venezuela. Y a ese dato se unía
que era uno de los países con menos inversión de presupuesto para
investigación. A eso agreguemos que era, y sigue siendo, uno de los países que
menos becas y ayudas económicas ofrece a los estudiantes de posgrado. En suma,
pocos programas doctorales de calidad, pocos incentivos para el ingreso a la
formación de posgrado, poco interés del Estado para invertir en ciencia y en
investigación. Ante ese panorama, hemos tenido muy pocos doctores formados en
universidades colombianas y quizás un número mayor de jóvenes investigadores
que prefirieron buscar otros horizontes en universidades extranjeras.
Hoy,
en contraste con la situación de hace veinte años, tenemos más doctoras y
doctores entre los 30 y 40 años de edad; los concursos universitarios de los
últimos diez años pueden reunir a varias decenas de candidatos con títulos de
doctorado. Pero ese aumento no es el resultado de una política de ciencia y
tecnología generosa y sistemática; es, mejor, el resultado de los esfuerzos de
algunas universidades colombianas, de la iniciativa y hasta la osadía de muchos
jóvenes. Y, también, es el resultado de una pauperización y hasta banalización
de la formación doctoral que ha permitido que mucha gente desprovista de las
capacidades haya terminado con título de doctora o de doctor gracias a programas
doctorales de muy dudoso rigor. Por eso hoy podemos hablar de un cierto aumento
de doctores y de programas doctorales al amparo de una mediocridad casi
desbocada.
(Sigue).
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