Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

sábado, 21 de septiembre de 2024

Pintado en la Pared No. 325

Cien años de Luis Tejada

 

El escritor de paradojas.

La generación de Luis Tejada experimentó en formas de escritura; sacaron de la rutina a la poesía, he ahí los ejemplos de León de Greiff y Luis Vidales; el más sistemático fue el primero, para 1925 tenía su primer libro de versos extraños, Tergiversaciones. Fernando González exploró un pensamiento libre con ayuda de aforismos y parábolas, inspirado sin duda en sus lecturas de Nietzsche. Los aforismos conocieron varios oficiantes por lo menos desde José María Vargas Vila, a inicios de la década 1910. Luego de González siguieron Enrique Restrepo y Nicolás Gómez Dávila. Mientras tanto, Luis Tejada escogió la paradoja y no hallamos, ni antes ni después, otros oficiantes en la literatura colombiana.

Hay una correspondencia entre el método del vagabundeo callejero, el interés por las pequeñas cosas y la escritura paradojal. La paradoja fue algo así como la culminación retórica de un ejercicio de filosofía de lo cotidiano. No es simple reflexión sobre cosas desprovistas de trascendencia: el sombrero de una mujer, los cordones de los zapatos, la corbata, una silla, los pantalones. Es, más bien, un sentido hallado al proceso de las cosas en un momento de la vida pública colombiana. La paradoja fue desafío a los juicios dominantes sobre hechos y cosas. Eso quiere decir que Tejada encontró un modo de conversación con el discurso del orden, el progreso, la utilidad que se imponía en aquellos de modernización material en las incipientes urbes colombianas.

Presumo que el punto de partida de la paradoja, en Tejada, es el escepticismo. La mutación acelerada de las costumbres ante el ritmo violento y veloz de las novedades como el automóvil, el tren, la iluminación eléctrica, el avión, el agua potable, el reloj público le impuso una mirada desconfiada sobre los alcances de esos hechos:

 “Antes la vida era sencilla y plena; se ignoraba que escupir en el suelo podría constituir un atentado contra la raza; el agua se bebía en el cuenco sudoroso de la mano, tal como surge de los laboratorios nada limpios y poco escrupulosos de la Naturaleza y los hombres eran fuertes y alegres y fecundos y vivían largos años. Hoy la vida se ha hecho compleja y deficiente; al miedo a los dioses celestes, a lo desconocido de ultratumba, se ha venido a sumar este otro terrible miedo a los invisibles dioses sanguinarios que andan en nuestras venas, que viven en nuestro vino y en nuestro pan, que acechan en los dulces labios de la amada y en la mano que nos tiende nuestro mejor amigo.” (“La tiranía de los microbios”, El Espectador, Medellín, 12 de abril de 1920).

La paradoja fue resultado de una elaboración de un sentido propio sobre las cosas que venían sucediendo, sobre unas ideas predominantes acerca del progreso, la civilización, el bienestar, el bien y el mal. En 1923 decía que

“la civilización contemporánea se caracteriza por la ausencia de sentido común en sus bases y en sus métodos; la noción primordial de la Justicia y del Bien, ha sido oscurecida por la ambición, atrofiada por el prejuicio, desvirtuada muchas veces por el exceso de inteligencia y de cultura. Pero ya se anuncia en todas partes el retorno a la visión pura y exacta de la vida: esa agitación creciente que adelanta contra un orden de cosas monstruosamente equivocado y que concluirá con él, indica la presencia del sentido común entre los hombres, la súbita lucidez mental que se está acentuando en el mundo. La revolución no es sino la generalización del sentido común”.

Esa tarea de hallar el sentido común de las cosas ya la había anunciado en 1918, en una crónica que tituló, sugestivamente, “Las circunstancias”: “Así hablaba esta mañana, aquí en la redacción, un pequeño filósofo que cree de buena fe dar a cada paso con un sentido recóndito y nuevo de las cosas”. (“Las circunstancias”, El Universal, Barranquilla, 21 de diciembre de 1918).

La paradoja era la frase afirmativa de ese sentido común y nuevo; pero para lograr ese sentido debía tener un discurso que le sirviese de diálogo. La paradoja era la puesta al revés de algo que ya alguien había dicho bajo el amparo de la autoridad del Estado o de la ciencia o de la verdad oficial. La paradoja era la puesta en cuestión, era la palabra contradictora de algo que ya estaba dispuesto de un modo. Por eso, y sólo apurando ejemplos, Tejada afirmó: “El optimista es el ser más desgraciado de la tierra”; “en el hombre actual, la falta de cola es un defecto verdaderamente esencial”; “he afirmado que la inteligencia es una curiosa enfermedad”; “no se debe perder el tiempo trabajando tanto”; “siempre he creído que no se debe dormir acostado o, al menos, esa es la peor manera que se ha podido inventar para hacerlo”; “¿quién ha dicho que la noche se hizo para dormir? No, la noche es, no sólo para no dormir, sino para gozar de ella…”.

Si tomáramos cada frase como un simple indicio, podríamos reconstituir todo lo que la antecede y la rodea, todo lo dicho antes y que al “pequeño filósofo” le resultaba cuestionable.

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