Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

sábado, 24 de septiembre de 2016

Pintado en la Pared No. 146

National Museum of African American History and Culture

Estados Unidos vive sus paradojas; el gobierno del racialmente híbrido Barack Obama parecía la mejor esperanza para la golpeada población afroamericana. Sin embargo, durante su lapso presidencial se incrementó el crimen policial contra la gente negra. En el exterior, el alicaído imperio norteamericano ha sido varias veces burlado por el cinismo de Vladimir Putin, todopoderoso en el este de Europa y con influjo perverso sobre zonas geoestratégicas de África y Asia. Obama se despide dejando la impronta de un gobierno internamente muy débil, a pesar de la voluntad risueña y democratizadora del presidente mulato.
En estos días pre-electorales se han juntado vida y muerte, eros y tanatos, en la convulsa vida pública de Estados Unidos. Los intelectuales afroamericanos se regocijan de un sueño hecho realidad institucional, acaba de inaugurarse el National Museum of African American History and Culture. La tierra de Franklin Frazier, Louis Armstrong, George Gershwin, Martin Luther King, Claude Colvin, Nina Simone, Angela Davies,  Aretha Flanklin y de tantos otros activistas, pensadores, artistas y deportistas con vínculos afrodescendientes que han dejado huella universal, esa tierra que ha expoliado, masacrado y discriminado la sociedad negra esclavizada celebra hoy la inauguración de un museo. No es solamente el triunfo de la perseverancia intelectual de las comunidades afrodescendientes y sus organizaciones, es cierto. También ha participado en este logro las demás diversidades étnicas, sociales y religiosas de ese país.
Buena parte de la historia cruenta, segregacionista y racista del Estados Unidos contemporáneo está encerrada en piezas, instrumentos, dispositivos que evocan los tiempos lúgubres del Ku Klux Klan o las confrontaciones callejeras en la lucha por los derechos civiles. Al lado de eso están aquellos elementos que informan de las tradiciones y legados africanos que le han dado colorido al continente americano: músicas, creencias, bailes, pinturas, palabras, todo ese inmenso repertorio de símbolos que han hecho, no sólo de Estados Unidos, un paisaje multi-étnico.
La historia larga y dolorosa que va desde la humillante esclavización, pasando por los hitos emancipadores, hasta la contradictoria consolidación de la población afro-descendiente en el esquema del capitalismo avanzado. Todo eso está relatado o, mejor, representado paso a paso en el naciente museo cuya construcción comenzó hace algo más de una década, en el gobierno de George W. Bush, y que hoy hace parte del corazón de Washington.

Sin embargo, esa celebración lleva su luto; otras muertes violentas de jóvenes negros perseguidos por agentes de la policía. Nuevos disturbios y las cifras de excesos policiales con la población negra se acrecienta como un dato vergonzoso de la historia reciente del país del norte. Regocijo y dolor, celebración y muerte. El museo de la historia y cultura afroamericanas tendrá que narrar, desde hoy, 24 de septiembre de 2016, el triste recuerdo del racismo institucional contemporáneo, a pesar de la buena voluntad del mulato Obama, el presidente que acaba de inaugurar el majestuoso edificio, “un sueño hecho realidad” para la gente negra de Estados Unidos. 

viernes, 9 de septiembre de 2016

Pintado en la pared No.145-La investigación en ciencias humanas (V)

El asedio externo

Hay un frecuente y a veces muy molesto asedio externo a la investigación en las ciencias humanas. En apariencia, es la sociedad, desde muy diversos flancos y con muy diversos intereses, que le pide a la institucionalidad científica que se ponga al día con las discusiones o dilemas de esa sociedad; esa es la apariencia, porque creo que, más bien, es una sociedad que quiere contar con la ciencia para dotar de sentido sus luchas cotidianas. Es decir, desea que la ciencia cumpla una función ancilar para determinados grupos organizados de la sociedad cuyos intereses van a un ritmo muy diferente de lo que las ciencias humanas hacen. La agenda del científico no puede ser la misma de la sociedad; puede coincidir parcial o generalmente, pero las ciencias humanas tienen su propia tradición, su propia discusión de objetos y problemas que no tienen por qué coincidir con la volubilidad de las coyunturas de discusión de una sociedad. Eso no es fácil de entender ni para los grupos sociales que invocan a cada rato una ciencia comprometida ni para los científicos que nos sentimos en muchas ocasiones arrastrados por el oleaje de las circunstancias.
Esa sincronía entre dilemas de la sociedad y dilemas de la ciencia no tiene por qué existir, no puede volverse una exigencia. Sin embargo, esa sincronía es cada vez una petición de varias partes que agobia la vida de las disciplinas científicas. ¿Las ciencias humanas tienen que estar prestas a resolver las encrucijadas del ahora? Digamos que no, de entrada. Digamos, más bien, que unas, más que otras, pueden tener esa disposición, pero en general la prioridad de las ciencias humanas no está en atender los llamados circunstanciales de la vida pública, del ahora. Para muchos, es cierto, esos llamados son cantos de sirena, momentos oportunos para hacer brillar un saber, para demostrar que aquello que sabemos es útil para la sociedad, entonces nos volvemos acuciosos consultores o asesores.
Sin embargo, el presente y sus dilemas no son la brújula de la investigación en las ciencias humanas, es una simple  derivación, una afortunada coincidencia que puede diluirse en la velocidad del instante. Luego hay que regresar y recluirse en el ritmo casi silencioso de nuestros sub-mundos disciplinares. Esto no es una oda a la hiper-especialización, pero es una advertencia para no distraernos y confundir lo urgente con lo prioritario. Las ciencias humanas no están hechas para resolver asuntos inmediatos que no están en la agenda de las experiencias y trayectorias disciplinares; están hechas para examinar y proponer soluciones a problemas estructurales de cualquier sociedad. Eso las hace más consistentes de lo que sus detractores creen. Las ciencias humanas y sociales son formas de conocimiento que han nacido y caminado con los procesos de formación de los Estados burocráticos modernos, han acompañado los complejos procesos de formación nacionales y en tal medida tienen un acumulado simbólico, unas tradiciones y unos legados que les permiten tener un horizonte de expectativa mucho más lejano que las meras coyunturas de debate público.
Hoy, por ejemplo, en la Colombia que pretende cerrar un ciclo de violencia política y comenzar una etapa nueva, las ciencias humanas y sociales emergen como una genuina alternativa en la preparación de agentes y acciones estatales para esa fase casi inédita de la historia pública colombiana. Eso obliga a acudir a los legados de cada ciencia, a lo que ellas han podido averiguar acerca de nuestra sociedad.

Es posible que las modulaciones del presente hagan exigencias dramáticas, pero no pueden llegar a sacudir lo que cada ciencia ha ido acumulando silenciosa y tranquilamente, porque ese legado es su consistencia, su fundamento, y eso no puede abandonarse fácilmente.  

martes, 2 de agosto de 2016

Pintado en la Pared No. 144

El tren

En Colombia hubo recientemente un largo paro de conductores de tractomulas. En los últimos veinte años, el paro de los transportadores de carga ha sido recurrente; mientras tanto, ese tipo de transporte ha tenido un crecimiento exorbitante, por no decir que descontrolado. Un país con pocas vías de comunicación terrestre, saturadas por camiones que han adquirido, de hecho, la exclusividad del uso de unas vías todavía precarias, necesita desde hace muchos años replantear sus prioridades sobre los medios de transporte más adecuados. Sin embargo, a pesar de una situación tan apremiante, no aparece en la agenda de nuestros economistas y dirigentes políticos una búsqueda de alternativas más racionales y eficientes para el transporte de carga. Es cierto que en los últimos años ha habido un gran esfuerzo por ampliar la red vial del país; pero sigue siendo ostensible la asimetría entre el volumen de vehículos de carga y la cantidad y calidad de nuestras carreteras.

Precisamente, durante el largo paro hubo debates y reflexiones por todos los medios de comunicación y los especialistas en economía invocaron, con insistencia, los principios de la racionalidad económica para persuadir a los dirigentes del paro camionero más largo que ha tenido el país. La racionalidad proviene, decían los economistas, de las leyes del mercado. La competitividad, por ejemplo, fue una invocación constante; hay que buscar soluciones competitivas para el transporte de carga en Colombia, afirmaron con frecuencia. Sin embargo, nunca invocaron o evocaron en sus exhortaciones a nombre de la racionalidad la importancia del tren como el medio quizás más eficiente (y racional) para el transporte rápido de altos volúmenes de carga.

La dirigencia política y técnica de Colombia olvidó la eficacia del tren que alguna vez atravesó amplias zonas de nuestro paisaje. La historia contemporánea de Colombia refiere que alguna vez el tren fue para ingenieros, economistas y políticos en general el gran símbolo del progreso. Alrededor del tren se construyó una épica de la inserción del país en la economía mundial. Su belleza metálica fue exaltada por poetas e inspiró crónicas sobre los nuevos hábitos colectivos. Gente reunida en estaciones, viajeros que podían leer sentados, la brisa que arrullaba aquellos rostros que contemplaban el paisaje. El país que vivió con el tren ha ido despareciendo y sólo quedan algunas edificaciones vetustas que hablan de un lejano esplendor.

Los análisis presuntamente racionales de nuestros economistas no alcanzan a evocar la importancia del tren, ni siquiera atisba un cálculo simulado al respecto; nuestra dirigencia política, que ha vivido o visitado tantos lugares del mundo, debería saber de los beneficios mercantiles del transporte por las vías férreas. Es cierto que hubo, en tiempos recientes, una tentativa fallida para recuperar viejas rutas del tren; pero la rápida muerte de esos proyectos (por ejemplo, entre Cali y Armenia) habla de las pocas convicciones de quienes inauguraron el hecho –recuerdo que hubo discurso entusiasta del presidente Santos- y de las pocas energías desplegadas para sacudirnos de algo tan irracional como el montón de camiones que aplasta el débil asfalto colombiano a un promedio de veinte kilómetros por hora.

La historia contemporánea de Colombia enseña que en el corazón del siglo XX, por intereses económicos poco racionales, el tren fue desahuciado; algo semejante sucedió con el tranvía. Y el metro sigue siendo para nosotros una quimera. Los vínculos comerciales con Estados Unidos privilegiaron la apertura de un mercado para llenar al país de automóviles y camiones que no caben ni en nuestras ciudades ni en nuestras carreteras. Si la racionalidad económica fuese una auténtica premisa para obrar en beneficio del bienestar colectivo, nuestras ciudades serían hoy menos feas y estarían menos atascadas. En ese país nuevo que estamos intentando soñar, en esa aún imaginaria nueva etapa de la vida colombiana, debe haber un lugar primordial para el tren y otros medios modernos de transporte masivo. Y sospecho que para lograr eso no contaremos con la presunta racionalidad de nuestros economistas y dirigentes políticos, al contrario.



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