Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 9 de octubre de 2011

Pintado en la Pared No. 59


DICCIONARIO DE CONCEPTOS POLITICOS

El sacerdote católico

¿Puede hablarse de historia política en América Latina sin mencionar al sacerdote católico? No asombra decir que, desde hace muchos siglos, la Iglesia católica ha sido una institución de enorme importancia política y cultural, relacionada muy estrechamente con el poder y, en el caso de América, con la expansión europea en su proceso colonizador; y más exactamente, coadjutora del dominio imperial español en el nuevo continente, desde el siglo XVI.

El sacerdote católico estuvo presente de muchas maneras, en diversos flancos de intereses, en la coyuntura de la Independencia; contribuyó a la redacción de constituciones y periódicos, acompañó y bendijo las tropas patriotas o, según el caso, las realistas. Miembros del clero pronunciaron y publicaron sermones de aprobación o de condena de la reasunción de la soberanía del pueblo; escribieron catecismos republicanos o cartas pastorales que defendieron a ultranza la primacía del rey. Luego, en la formación de la república, moldearon con su experiencia el incipiente sistema electoral y llegaron a ser, al inicio, los principales árbitros locales en el ejercicio del derecho al voto. Se volvieron, además, asiduos representantes del pueblo y no encontraron dilemas entre ser pastores del rebaño de fieles y candidatos a cargos de representación. Muchos de ellos fueron al Congreso en nombre del pueblo. Fueron organizadores de asonadas y fundadores de formas asociativas que acompañaban el forcejeo electoral. Eran políticos avezados que se encargaron de prolongar la influencia de la Iglesia católica en el tiempo republicano.

Su injerencia en la vida pública fue relativizada y cuestionada de manera temprana. La presencia creciente del abogado, del criollo letrado, ya era indicio, a fines del siglo XVIII, de cierto grado de secularización en el control de la sociedad. El Semanario del Nuevo Reino de Granada (1809), en una de sus memorias, proponía una reforma administrativa de la institución eclesiástica fundada en la supuesta supremacía de una dirigencia civil. Antonio Nariño, en su perspicaz Bagatela (1811), se preguntaba acerca de la conveniencia de otorgarles protagonismo político a unos individuos que, en unas ocasiones, fungían como avezados políticos y, en otras, se escudaban en el fuero eclesiástico. Hacia 1826, Francisco de Paula Santander, en el periódico El Patriota, alertaba sobre la labor propagandística de los curas en el púlpito. A comienzos de la década siguiente, el mismo Santander le pedía a un sacerdote católico que vigilara, en Cartagena, las inclinaciones secesionistas de la dirigencia política local. Ese mismo sacerdote se encargó de establecer algunas logias masónicas en la costa atlántica.

Para mediados de siglo, los partidos políticos se habían organizado en defensa o en ataque a la institución eclesiástica; el mapa electoral que Manuel Murillo Toro elaboró, en 1855, se basaba en la distribución de curas liberales o conserveros. Un poco antes, entre 1851 y 1852, otro dirigente liberal, Manuel Ancizar, había hecho un balance de la importancia del sacerdote católico en la vida aldeana. Los curas párrocos eran, en muchos lugares, según su informe titulado Peregrinación de Alpha, el único funcionario público en muchos distritos o parroquias y de él dependía el grado de comunicación política entre la elite reunida en Bogotá y las demandas particulares de las comunidades locales. En 1857, la novela Manuela, de Eugenia Díaz Castro, concentrada en la descripción de la volátil vida pública lugareña, describe la popularidad y la importancia intelectual del cura párroco sobre la intrusión de un liberal radical untado de un republicanismo abstracto y libresco; en diálogo memorable, el cura afirma ante el docto liberal recién llegado: “A nosotros nos oyen cada ocho días y, se lo diré sin vanidad, nos creen” (Díaz Castro, 1889: 26). Ante la carencia de una burocracia estatal, ante los bajos niveles de educación de jueces, alcaldes y hasta maestros de escuela, el sacerdote católico fue por mucho tiempo el único elemento ilustrado en los distritos.

Sin embargo, el laicado conservador percibió, en la segunda mitad del siglo XIX, que una ofensiva política y cultural en nombre de una república católica exigía una re-educación del clero, ponerlo al día ideológicamente para el combate cotidiano contra todos los males modernos: el protestantismo, la masonería, el espiritismo, el liberalismo, el comunismo, en fin. Sergio Arboleda, Manuel Maria Madiedo, Mariano Ospina Rodríguez, entre otros, coincidían en que era necesario acentuar el papel moral del cura ante las gentes del pueblo. Algunos miembros del clero tomaron la iniciativa en la creación de asociaciones católicas; cuando el liberalismo radical puso a funcionar su reforma instruccionista, a inicios de la década de 1870, la Iglesia católica había emprendido una reorientación cultural del clero colombiano. Los dirigentes conservadores y la jerarquía eclesiástica formularon una especie de programa de acción para atraer jóvenes a los seminarios de formación en el sacerdocio; se crearon bibliotecas circulantes; se organizó una vigilancia de la disciplina del clero; se fijó reglas acerca de la forma de predicación, del vestuario que los debía distinguir, de las actividades proselitistas que debían orientar en la parroquia: la asociación caritativa, la escuela primaria confesional, la asociación de jóvenes católicos, la redacción de un periódico, principalmente.

En algunas regiones, notoriamente en los estados de Cauca y Antioquia, los sacerdotes católicos lograron consolidar un mapa escolar y político de sello conservador, difusor de un catolicismo intransigente en contra de las perversiones de la escuela oficial patrocinada por los regímenes liberales radicales. Esos sacerdotes fueron, hacia 1876, los principales patrocinadores de la guerra religiosa por antonomasia, conocida también como la guerra de las escuelas. Después de esa guerra, la debacle liberal fue inevitable y comenzó el ascenso político del ideal de una república católica, de una nación compuesta, ante todo, de fieles a un dogma religioso. La contribución del sacerdote católico a esa victoria es, en términos historiográficos, insoslayable y permite comprender cómo ha sido de determinante, en el diseño de la república, el peso de las relaciones cotidianas del cura con los fieles de su parroquia.

Gilberto Loaiza Cano, octubre de 2011

Alguna bibliografía.

ORTIZ, Luis Javier, Obispos, clérigos y fieles en pie de guerra. Antioquia, 1870-1880, Universidad Nacional de Medellín, 2010.

BIDEGAIN, Ana María, dir., Historia del cristianismo en Colombia, Bogotá, Taurus, 2004.

LOAIZA CANO, Gilberto, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación. Colombia, 1820-1886, Universidad Externado, 2011.

1 comentario:

  1. Muy interesante el relato sobre el sacerdote católico en el siglo XIX. Sin embargo, cabe una aclaración. Historiográficamente ha sido común seguir la idea de Tadeo Lozano, quien afirmó en la apertura del Colegio Electoral de Cundinamarca, en 1813, que la revolución de 1810 era ante todo una "revolución clerical". A.M. Bidegain ha sido una de ellas y aunque hubo una participación clerical importante en las juntas durante esos primeros años del XIX, no es conveniente sostener una tesis de ese nivel. Las listas de sacerdotes judicializados en los años de Reconquista demuestran que no hubieron más de 50 casos de rebeldía. Muy distinto fue el caso de Quito o México, donde la revolución sí tuvo una relevante participación religiosa cuantitativa y cualitativamente hablando.
    Viviana Arce E.

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