NUESTROS
TIEMPOS
A los historiadores nos interesa, por
supuesto, discutir acerca del tiempo histórico. A los historiadores colombianos
nos debe interesar, suponemos, discernir acerca de las fronteras temporales
según determinados criterios de orientación en la reconstitución del pasado. No
vemos una gran unidad amorfa sino que distinguimos variaciones y reiteraciones,
rupturas y permanencias. Podemos preguntarnos, por ejemplo: ¿Cuándo y por qué
terminó nuestro siglo XIX? En consecuencia, ¿cuándo y por qué comenzó nuestro
siglo XX? ¿Qué nos permite distinguir un siglo del otro? Estos son dilemas
obvios que merecen digna respuesta de los historiadores colombianos. Las
conmemoraciones bicentenarias han hecho posible un despertar de nuestra
historiografía y un sacudimiento de lugares comunes. Y aunque no tuviésemos
encima ese pretexto conmemorativo, delante nuestro hay de todas maneras un
panorama de redefiniciones de la disciplina histórica tanto en su horizonte
epistemológico como en sus derivaciones didácticas.
Precisamente, el hecho de discutir el
carácter de una revolución política nos permite hoy pensar que es muy posible
que desde entonces estamos inmersos en una gran unidad temporal marcada al
menos por una gran constante definitoria. La revolución de independencia
implicó la instauración de un sistema político fundado en un principio de
representación basado en la soberanía del pueblo. Desde las primeras
constituciones políticas y desde los primeros ejercicios de representación de
la soberanía popular hemos estado inmersos en una lógica de funcionamiento de
la vida pública; con sus degradaciones, decepciones y perversiones, hemos
estado bajo las coordenadas de una democracia representativa que, es muy
probable, haya derivado en una democracia delegataria. En todo caso, llevamos
doscientos años insertos en una dinámica de la representación política que ha
intentado fundamentarse en un cuestionable pero regular y persistente
procedimiento electoral. En muchos ámbitos de la vida pública, el sistema
representativo se ha adoptado casi como una práctica natural, confiable, como
si fuese el sistema menos engañoso o menos insatisfactorio de organización de
las relaciones entre grupos de individuos.
En esa gran unidad temporal signada por el
principio de la representación política cómo podemos discernir y encontrar
momentos fundamentales plenamente diferenciados; sobre todo, qué criterios
podemos adoptar para establecer esas etapas. Una posibilidad de solución se
sitúa en el examen de cuándo y cómo hubo cambios en las formas de deliberación
política; cuándo, cómo y por qué la política basada en la representación
política dejó de ser regulada por unos elementos de deliberación y aparecieron
y se impusieron otros. ¿Cuándo y por qué un tipo de personal político fue
desplazado por otro? Algo que entrañaba un desplazamiento de las condiciones de
la organización del poder, entre otras cosas. Dicho de otro modo, cuándo las
condiciones de funcionamiento del sistema político representativo tuvieron un
cambio rotundo.
Lancemos nuestra hipótesis. El cambio puede
situarse en aquellos momentos en que las condiciones originales en que emergió
el sistema político representativo fueron desplazadas por otras; o mejor,
cuando unas reglas originales de la deliberación política, que nacieron con el
sistema político mismo, sufrieron un cambio cualitativo que hizo posible que la
deliberación política cambiara tanto como para dar paso a otros agentes y otras
formas de deliberación política, aun dentro del mismo esquema de la
representación. En consecuencia, preguntémonos cuándo y por qué la política
dejó de expresarse y regularse exclusiva o principalmente mediante la
producción de impresos; y cuándo y por qué el principal o exclusivo agente de
enunciación política dejó de ser el político letrado que emergió triunfante de
la revolución de independencia. Hallar ese momento de desplazamiento nos sitúa
en la frontera entre un siglo y otro, es allí donde tenemos un elemento
significativo de diferenciación dentro de la gran unidad temporal regida por el
principio político de la representación.
Un cambio de regulación del sistema político
representativo es un cambio en las formas de deliberación que contiene una
multiplicación de los agentes, una relativización de las instituciones que
habían regulado esa deliberación, una variación drástica en los medios de
enunciación de la política. La mutación no es, por tanto, solamente en el orden
político sino una transformación en todos los niveles de la cultura: de agentes,
de instituciones, de medios de comunicación, de producción de símbolos.
De agentes, puesto que el político letrado
comienza a ser relativizado por la presencia muy activa de otros agentes
sociales que inciden en la vida pública; por ejemplo, la presencia de la mujer
tanto en la acción política y en la creación intelectual. Cuándo la acción
política y la creación intelectual de la mujer pusieron en entredicho una
tradición, cuestionaron unas instituciones y unas creencias. Los indígenas, los
afrodescendientes, una emergente clase media urbana fueron minando, en sus
diversos ámbitos, el lugar prominente que había ocupado una figura central de
lo político. Esa mutación y multiplicación de los agentes incluye, claro, los
cambios en el campo artístico con la aparición de creadores intelectuales de
orígenes plebeyos que contribuyeron a una democratización de lo que antes había
estado fundado en unas reglas de exclusividad.
De instituciones, porque hay que captar
cuándo y por qué la Iglesia católica comenzó a perder el control canónico
acerca de lo bello, lo bueno y lo verdadero, cuándo dejó de ser la institución
reguladora de la vida pública, la principal institución que buscaba reglamentar
lo estético y lo moral; cuándo la erosión de su autoridad estuvo acompañada de
la aparición de instituciones específicas que expresaron la autonomía relativa
de lo artístico.
De medios de comunicación, puesto que no es
dato anecdótico el hecho de que el universo de los impresos, gran dispositivo
de regulación de las deliberaciones en la sociedad republicana, haya perdido su
tradicional preminencia y comenzara a ser desplazado por otros que terminaron
ocupando lugar central en la relación de una elite productora de símbolos y un
consumo masivo; se trata de las impactantes llegadas del cine, la radio y la
televisión. Su aparición y expansión signaron, sin duda, las condiciones de
enunciación de cualquier forma discursiva; cambió de manera protuberante lo que
se decía, quiénes, cómo y por qué. Y, por tanto, el régimen de producción
simbólica pasó a otra dimensión.
Esta sumatoria de cambios que, entre otras
cosas, no son sucesos aislados sino más bien hechos relacionados entre sí
tuvieron su momento de acumulación, hallar ese momento diferenciador es hallar
una gran transición que conduce a una nueva etapa histórica. En esa gran unidad
temporal de doscientos años de vida republicana es posible hallar, por tanto y
en resumen, por lo menos tres grandes etapas: la primera basada en el ritmo del
universo de producción y circulación de impresos en la que se impuso la figura
del político-letrado, allí hubo un lenguaje público predominante y en momentos
exclusivo; luego, una etapa de transición, de acumulación de mutaciones en
varios órdenes de la vida que la podemos situar entre los decenios 1920 y 1950;
por último, la que estamos viviendo, muy cercana a nosotros por lo reciente
pero al mismo tiempo muy desconocida porque aún no comprendemos la magnitud de
su impacto.
Gilberto Loaiza Cano, Cali, agosto de 2012.
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