NUESTROS TIEMPOS (2)
Hemos dicho en nuestro No. 73 que situábamos entre 1920 y 1950 una larga mutación
en todos los órdenes de la vida en la historia colombiana. Precisemos: un
conjunto de mutaciones que condujeron a cambios drásticos en las condiciones de
la creación intelectual, en las condiciones del consumo de esas creaciones. El país
atrozmente moderno, violentamente moderno, en que hemos nacido y sobrevivido
(porque muchos de nuestros compañeros de viaje han muerto) arrancó en el
decenio de 1950 y más exactamente, para colocar un mojón de orientación, con la
instauración del pacto bipartidista llamado Frente Nacional (24 de julio de 1956)
y cuyo primer gobierno fue el de Alberto Lleras Camargo, entre 1958 y 1962. Situemos
ahí el despegue de la porquería de país moderno, peligroso y seductor, doloroso
y excitante que hemos tenido el privilegio y la desgracia de gozar y padecer. Muchos
más autorizados e informados que yo pueden ayudarme en el inventario de
acontecimientos que han ido sumándose, imbricándose hasta dotar de personalidad
ese enorme monstruo colectivo de nuestra historia reciente: nadaistas, hippies,
movimientos guerrilleros, autodefensas, mafias del narcotráfico, ejércitos
para-estatales, instituciones estatales corruptas. Abogados que no saben de
Derecho; médicos forenses sin título que dirigen institutos de medicina legal;
ingenieros que no saben hacer ni puentes ni túneles; sacerdotes católicos que
no creen en el más allá; izquierdistas tan peligrosos o más que sus rivales de
la derecha. Añadamos una colección de masacres y magnicidios; los logros y también
los desastres culturales de la radio y la televisión, en menor escala el cine,
que volvieron añicos la cultura del libro. Pero también mujeres organizadas
para conquistar derechos básicos en la vida pública; artistas autónomos en sus
ejercicios de creación; comunidades indígenas y afrodescendientes que han
sacudido el monólogo del blanco ilustrado y católico; un sistema universitario (medio
fraudulento y todo, pero tenemos algunas universidades serias); organizaciones
de teatro; las diversas tendencias de las artes plásticas; un premio Nobel de
literatura surgido de las entrañas de una vigorosa cultura oral. En fin, como
ven, un amasijo de virtudes y perversiones que constituyen nuestra modernidad última.
Para llegar a esa modernidad tenebrosa y a la vez liberadora, fue
necesario caminar un largo pasaje en que hubo un cambio de sensibilidad y, dándole
la vuelta, una sensibilidad del cambio. Ese fue un proceso lento, con sus pequeñas
y grandes heroicidades, en que algunas figuras individuales dotaron de sentido
esa transición. Sin los héroes de esa transición no habríamos acumulado los
elementos del cambio desatado después. Ellas y ellos enfrentaron casi en
solitario un sistema de valores y creencias que se había prolongado, que se había
naturalizado y que se creía dueño de los cánones acerca de lo bello, lo bueno y
lo verdadero. Entre los decenios de 1920 y 1950 fue cuestionado el orden
literario mediante géneros menores como la poesía y la crónica periodística, en
las plumas de León de Greiff, Luis Vidales y Luis Tejada. La mujer irrumpió en
la política de masas gracias al ejemplo de María Cano. La condición de la mujer
artista y del arte pictórico cambio con las irreverencias, no exentas de
sentimientos católicos de culpa, de la pintora Débora Arango (les pedía perdón
a los curas por pintar mujeres desnudas). Quintín Lame recorrió valiente y
orgulloso el duro camino sinuoso de defensa de los derechos ancestrales de las
comunidades indígenas. Los afrodescendientes presentaron sus propios intelectuales
y políticos. Jorge Eliécer Gaitán, oscilante y ambiguo, situado entre la tradición
ilustrada del siglo XIX y el innovador en la política multitudinaria del XX, desafió
las aristocracias de los partidos liberal y conservador. Los directores de la
refinada revista Mito pusieron a
discutir temas y autores escabrosos para una sociedad pacata y gris y enseguida
llegaron los artistas plebeyos con su escándalo nadaísta. Y luego los cuerpos
comenzaron a moverse y a juntarse con desenfado al ritmo de orquestas como las
de Lucho Bermúdez. Después nos iríamos acostumbrando al lema del muerto al
hueco y el vivo al baile, lo que nos recuerda una modernidad zurcida con hilos
de sangre; con desigualdades sociales; con exclusiones políticas. Hasta llegar
hoy a este país asimétrico, mezcla de atrasos inexplicables con adelantos
indescifrables.
Gilberto LOAIZA CANO, septiembre de 2012
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