SIGUE LA BASURA INTELECTUAL
No es difícil
conseguir colegas que nos odien; pero según un recomendable método terapéutico
hawaiano no solamente hay que perdonarlos, también hay que pedirles perdón y
amarlos; que nos perdonen por haber provocado en ellos tanto rencor, por
haberles despertado sentimientos tan hostiles; y amarlos porque es la mejor
manera de aplacarles esas fuerzas desparramadas en el odio. Uno de esos
colegas, con o sin razón, pero con mucho odio, sentenció alguna vez: “Y sigue
la basura intelectual”. Eso se unió a otros comentarios de otros colegas, no
muy distantes institucionalmente, que han supuesto que el autor de estas notas
que salen episódicamente en este blog están contagiadas de “afrancesamiento”,
que son ‘boberías” lanzadas al campo virtual sin ningún sustento científico. Después
aparecieron avisos en que se repetía la ofensiva palabra basura junto al adjetivo
intelectual.
Sin derrame de pasión,
creo que esa ferocidad crítica con prolongación anónima tiene algo de razón. Los
profesores universitarios estamos muy cerca de la producción y consumo de
basura; es posible que aquello que hoy nos resulta trascendental mañana va fácilmente
a un depósito de basura, a un último rincón de un anaquel polvoriento de alguna
sala olvidada; peor aun, puede ser sometido al descuartizamiento definitivo. Las
gentes que habitamos las universidades somos propensas a deleitarnos con una dulcería
de la cual dejamos después, saciados, los desperdicios que otros recogerán y le
darán quién sabe qué merecido o triste destino.
A eso se añade la
dificultad para tener un auditorio fascinado con la basura que producimos. Por
desgracia o por fortuna, los auditorios universitarios son escasos en personal
dispuesto a dejarse seducir por nuestros cantos de sirena. Son más bien pocos
los incautos que siguen con devoción a alguien. Hoy, en el caso estricto de los
historiadores, la única persona que puede reclamar y proclamar un auditorio
fascinado y cautivo, sobre todo en horario dominical, es la profesora Diana
Uribe con sus relatos radiales que nos ahorran páginas de aburridas lecturas.
Lo que ahora llamamos
historia intelectual es un campo de producción de conocimiento histórico muy susceptible
de recibir esos improperios que son, en cierta manera, la mejor bienvenida a
alguna novedad mal asimilada. Un autor muy autorizado, Martin Jay, de la
Universidad de California (no es francés, por supuesto), definía bien la
historia intelectual como un campo muy hibrido y, por tanto, expuesto a dardos
de insatisfacción provenientes de flancos diversos. La historia intelectual
intenta superar la tradicional historia de las ideas y se mezcla con una
historia de los intelectuales, de sus creaciones y de las instituciones a las
que pertenecen; y puede agregar, además, preocupaciones muy propias de la
historia cultural clásica: historia del libro y la lectura, por ejemplo. En
fin, dentro de las tantas cosas posiblemente repugnantes de la historia
intelectual es su presunta concentración en asuntos elitistas y su poca
capacidad para servir de música de fondo para marchas de protesta de
determinados grupos sociales. Y así como nada puede ofrecerles, en principio, a
los de abajo, la historia intelectual tampoco deja contentos a los amigos filósofos
o sociólogos que pueden regodearse con sus finas interpretaciones.
Por ahora me basta
aventurar que la historia intelectual sugiere una sensibilidad en la interpretación
que, en estos tiempos, no es nada despreciable. Si en algo es necesario cambiar
ahora es en eso: en la sensibilidad interpretativa; el asunto ahora no es de
volumen de fuentes documentales sino de calidad en la mirada y hasta de belleza
en la escritura. Diana habla mucho porque no escribe, es mi sospecha. Y esa
incapacidad se ha multiplicado en otros, aunque a veces logran encadenar un
sustantivo con un adjetivo sin mayores sobresaltos gramaticales.
Delicioso el texto. No se preocupe por el eco de los ladridos. Debe ser de un perro viejo que ladra echado. O yo estoy perdiendo la audición o usted tiene hipersensibilidad auditiva a los ladridos de perros viejos que hasta sarnosos serán.
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