La nación inventada
(Entre Manuela y María,
la novela de la nación).
PARTE I
INTRODUCCIÓN
Nadie pone en
duda hoy que María (1867) se impuso
como el canon de la novela nacional en la Colombia de la segunda mitad del
siglo XIX; tampoco cuestionamos la relativa calidad intrínseca del relato ni el
éxito editorial que tuvo en América latina. Fue una novela bella y popular, dos
adjetivos que, en apariencia, son incuestionables. Sin embargo, se ha hecho
poco examen de las condiciones políticas y culturales que hicieron posible que María existiera y se impusiera sobre
otras novelas. Las condiciones que propiciaron su éxito y evitaron que otras
novelas gozaran de los mismos honores publicitarios son poco conocidas y, en
consecuencia, parecen excluidas o innecesarias para cualquier valoración acerca
de cómo una obra y un autor adquirieron una notoriedad y, sobre todo, cómo
logró imponerse como el modelo de literatura de ficción que podía condensar un
ideal de orden republicano en Colombia. Y al mismo tiempo que ignoramos las
condiciones de enunciación que hicieron posible María, desconocemos las condiciones que impidieron que la novela Manuela (1858), escrita y parcialmente
publicada una década antes que María,
no hubiese gozado de los privilegios de circulación masiva que tuvo la novela
de Jorge Isaacs. La novela de Eugenio Díaz Castro fue recibida, al inicio, con
entusiasmo por quienes ostentaban la calidad de “jueces en materia literaria” y
hasta sirvió de buen pretexto para fundar el primer gran periódico literario
del siglo XIX, en 1858, El Mosaico;
pero pronto la novela dejó de ser publicada por entregas, llegó hasta el octavo
capítulo, y quedó guardada por tres décadas hasta que por fin, en 1889, fue
publicada como libro en París por la Librería Garnier.
El propósito de
este ensayo se vuelve, entonces, evidente y quizás simple: explicar por qué María sí y Manuela no. Examinar las condiciones del mundo político y letrado
de parte de la segunda mitad del siglo XIX, en Colombia, que hicieron posible
el triunfo de María y el relativo
desprecio de Manuela. Para ese examen
voy a partir de varias tesis; la primera tiene que ver con la necesidad de
situar esas novelas y otras formas de escritura en un momento discursivo que
nos permitiría entender su génesis, su emergencia. Y esa génesis, creemos, está
relacionada con el despliegue de formas de escritura en que el pueblo y la
nación fueron las categorías centrales del ejercicio de representación; en
otras palabras, esas novelas y otras tentativas de relatos aparentemente
literarios hicieron parte de una producción escrituraria en diversos géneros
que tenía como premisa la necesidad de inventar una nación, de imaginarla,
proponerla o imponerla como el ideal de orden en la vida republicana. Ese
momento discursivo fue pletórico puesto que tuvo cierta saturación discursiva,
si se compara con el momento discursivo precedente, y el catalizador de ese
torrente escriturario fue la irrupción en la vida pública del pueblo como
agente social y político inquietante, peligroso pero fatalmente indispensable;
un sujeto político incómodo pero necesario. Ese momento lo hemos de llamar el
de la nación inventada, porque es
cuando se acumularon esfuerzos y resultados de agentes políticos y culturales
que, con variados dispositivos, concentraron sus esfuerzos en dotar al Estado
de la capacidad de decir algo acerca de la sociedad que pretendía gobernar;
porque es el momento en que grupos de letrados, aun sin vínculo directo con las
tareas del Estado, se organizaron para construir un ideal de orden político que
pasó por ampliar un mercado lector –el público de la opinión- capaz de consumir
con cierta frecuencia variados productos de escritura; porque se ampliaba el
universo de los escritores, porque algunos artesanos autodidactas habían adquirido
alguna notoriedad escribiendo en periódicos y como autores de libros y
panfletos. Porque, en fin, se trataba de una democratización en el acceso a la
cultura letrada que correspondía con una expansión política que, a pesar de
guerras y revoluciones, hizo que la política fuera asunto de más gentes y se
superara en definitiva lo que hasta entonces había sido lo que hemos
denominado, como momento discursivo antecedente, la república de los
ilustrados.
La tesis
siguiente es que en ese nuevo momento discursivo, que arranca desde la
expansión asociativa de mitad de siglo, y más exactamente desde 1846 y se
cierra en 1851 para tener un primer trágico desenlace en el golpe
artesano-militar del 17 de abril de 1854, ese nuevo momento discursivo
–decimos- se va a caracterizar por una contienda entre tres agentes de
producción de discursos acerca de lo que debió ser el orden republicano: los
dirigentes liberales, los dirigentes conservadores en alianza orgánica con la
Iglesia católica y el pueblo republicano hecho visible principalmente por
grupos organizados de artesanos con alguna experiencia en los asuntos públicos.
Tres fuerzas históricas en competencia que hicieron esporádicas y problemáticas
alianzas, por ejemplo la equívoca alianza de los artesanos que anhelaban
medidas proteccionistas con el notablato liberal que auspiciaba el
librecambismo económico. Esa competencia hegemónica la fueron ganando los
dirigentes conservadores, los principales beneficiarios de la ruptura entre
artesanos y partido liberal; fueron los conservadores quienes impusieron sus
tácticas publicitarias y sus cánones acerca de lo verdadero, lo bello y lo
bueno hasta lograr erigirse en autoridades del proceso de producción de
escritura acerca de la nación. Sus círculos letrados, sus periódicos y un
público disponible hicieron parte de las condiciones que hicieron posible la
aparición (e interrupción) de las dos novelas que vamos a examinar en este
ensayo. Interesante retener el fenómeno que intentamos describir: una elite
político-letrada que, en aquel momento, decenios de 1850 y 1860, estaba por
fuera de cargos públicos –por designación y por representación- había logrado
convertirse en detentadora del control del campo de producción de las
escrituras acerca de la nación. De modo que mientras el liberalismo colombiano
se concentraba en su utopía educativa y en formas de sociabilidad elitista
(verbi gracia la masonería y la asociaciones de institutores), corría en
simultáneo y con mayor fuerza persuasora una utopía conservadora que, como veremos,
se basó en la consistencia ideológica de un grupo de escritores que escribieron
las obras fundamentales del pensamiento conservador en Colombia. Fue en los
códigos de esa utopía conservadora –he ahí otro postulado nuestro- en que emergió
y se impuso y María.
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