La nación inventada
(Entre Manuela y María, la novela de la nación).
PARTE 2
DE
LA REPÚBLICA DE LOS ILUSTRADOS
A
LA NACIÓN INVENTADA
Hasta bien entrado el
decenio de 1830 se insistió en la necesidad de limitar cualquier ejercicio
pleno de la soberanía del pueblo y colocar toda la fuerza de la legitimidad del
nuevo orden en la representación política. El punto de partida de la reflexión
era la división inevitable de la sociedad en individuos capacitados e
individuos poco aptos para las tareas de gobierno. El pueblo como la masa total
de los individuos no era el elemento más apropiado para tomar decisiones
fundamentales; en El Argos americano de
1810 se afirmaba: “Son muy arriesgadas las elecciones que emanan directamente
del pueblo, porque este en primer lugar no se halla en estado de discernir
cuáles sean los individuos más dignos de ejercer en tan arduo y delicado
ministerio”[i]. Los
escritores del decenio de 1820 fueron más aplicados en determinar los límites
de la soberanía; por ejemplo, en los periódicos La Indicación, de 1822, y la Bandera
tricolor, de 1826, se hizo una sistemática diferenciación entre “la
soberanía radical y primitiva”, momento único de superioridad del pueblo como
principio fundador de un orden político, y “la soberanía actual o de ejercicio”
que era el resultado del “pacto representativo”.[ii] La
soberanía popular era un ejercicio efímero –aunque fundador- porque en la
práctica gubernativa funcionaba una soberanía de ejercicio que era el resultado
de la delegación de esa soberanía primitiva en representantes que habían sabido
demostrar las virtudes y los talentos necesarios para ocupar ese lugar en el
sistema de gobierno. Por eso, más drástica y claramente, los escritores
políticos hablaron de un nuevo principio en el régimen representativo y era
aquel según el cual “el ejercicio de la soberanía no reside en la nación, sino
en las personas a quienes la nación ha delegado”.[iii]
Remplazar al pueblo o,
mejor quizás, desplazar al pueblo de una constante presencia en la vida pública
era la solución ofrecida por el pacto representativo. El único gran momento
democrático admisible, el único momento en que el pueblo recobraba su soberanía
radical y primitiva era el de las elecciones; en otras palabras, el “poder
electoral” debía ser el único momento legítimo y legal de realización de la
voluntad soberana del pueblo. Al pueblo le quedaba la facultad de elegir a sus
representantes, el ejercicio del derecho de petición y de la libertad de
pensamiento; el pueblo podía ejercer la vigilancia y censura de los actos de
gobierno, podía imprimir y publicar sus opiniones, y elegir periódicamente a
sus representantes. Todo esto, por supuesto, sólo podría hacerlo gente
instruida y pudiente capaz de leer, escribir y contratar los servicios de un
taller de imprenta. El pueblo reunido para deliberar era “una verdadera
usurpación” de los poderes creados por el acto constitucional. Ningún grupo de
individuos podría reunirse para deliberar acerca de asuntos que eran potestad
exclusiva de los órganos de representación política, especialmente el Congreso.
El pueblo, simplemente, al aceptar el pacto de la representación, al confiar en
la delegación de poder, se había despojado de su soberanía. Ese despojo de la
voluntad general a favor de la voluntad de unos pocos, la instauración y
aceptación de las condiciones del “gobierno popular representativo” fueron
definidos como “la democracia ficticia”[iv].
La democracia ficticia
era la imposición de las virtudes de la democracia representativa porque
asomaba como la solución a la imposibilidad – y al peligro- de la “democracia
pura”, de la democracia directa. Era la solución a un problema práctico que
habían vislumbrado Sieyes, Constant, Burke, Montesquieu, y que consistía en la
dificultad de reunir frecuentemente a la “masa general”. Solamente en las
pequeñas repúblicas antiguas había sido posible el funcionamiento de la
democracia directa; pero, aun así, según también Vicente Azuero, “las reuniones
tumultuarias” fueron incluso en las democracias de la antigüedad actos ilegales
de fracciones del pueblo. Solucionar el problema práctico de la deliberación
popular constante parecería la justificación más inmediata y cierta del despojo
de la soberanía popular; sin embargo, la insistencia en la restricción de la
actividad deliberativa del pueblo pareció favorecer la consolidación de un
personal político activo que necesitaba apropiarse de la misión representativa.
Esta apropiación de la misión representativa por parte de un personal letrado
que se auto-consideraba el mejor o el único capacitado para las tareas de
gobierno, esta confiscación de la soberanía popular para imponer una soberanía
de las capacidades distinguió los primeros decenios republicanos y fue un
momento discursivo más o menos bien definido en que el cuerpo de la nación quedó identificado con
el cuerpo representativo; es decir, eso que hemos decidido llamar la república
de los ilustrados no fue más que la imposición de la soberanía de las
capacidades, la soberanía de la razón. Fue un tiempo retóricamente
caracterizado por el disenso entre facciones de la élite letrada apropiada de
las funciones de la representación política. El pueblo era apenas un principio
abstracto evocado para legitimar el ejercicio de la soberanía representativa;
pero el pueblo real, el pueblo sociológico concreto había estado marginado, por
fuera de las coordenadas de la vida asociativa y de la participación en los
asuntos de la polis; el pueblo era la
plebe incómoda, volátil, peligrosa que solamente debía ser convocada,
fragmentariamente, en los momentos electorales, cuando en la condición básica
de los sufragantes parroquiales podía incidir , muy indirectamente, en la
elección de los representantes del pueblo.
La necesidad de ganar
elecciones propició el nacimiento de “partidos eleccionarios” que convocaban,
para alguno de los momentos de las jornadas electorales a los sectores
populares que algún beneficio podían extraer de los resultados de una elección.
El pueblo era convocado para agitar candidaturas, alterar resultados, sabotear
urnas. La expansión de clubes políticos liberales y, en menor medida,
conservadores, contribuyó a crear las primeras estructuras nacionales de
partidos políticos, algo que se insinuaba desde fines del decenio 1830 pero que
tomó consistencia entre 1846 y 1851, cuando el notablato liberal aliado con
sectores populares de diverso origen socio-racial instaló en el país un
centenar de clubes políticos que sirvieron de escuelas republicanas y difusoras
de un transitorio igualitarismo político. El
Neogranadino, el principal vocero del liberalismo democrático de mitad de
siglo constataba que “las cuestiones eleccionarias han descendido hasta el
fondo de nuestra sociedad y conmueven y agitan a multitud de gentes que antes
no las comprendían ni las apreciaban”.[v] Sin
embargo, la dirigencia liberal, al comienzo orgullosa de haberle dado la
palabra a las gentes del pueblo, pronto se percató, en 1851, de las
consecuencias funestas de esa expansión democrática y dio marcha atrás y se
replegó en clubes políticos elitistas y trató de fijar una línea fronteriza con
las asociaciones que habían aupado. Lo sentenció José Maria Samper, uno de los
patricios liberales que fomentó el florecimiento asociativo de aquella
coyuntura: “La gloria del partido liberal se detuvo en 1851” .[vi]
Entre 1850 y 1851
creemos hallar un punto de quiebre histórico; la ruptura entre artesanos y
liberales impulsó una eclosión de escritura identitaria entre los artesanos que
ya se sentían decepcionados con una alianza que terminó convertida en
retaliaciones de parte y parte.[vii] Varios
artesanos, habituados a pequeños cargos públicos y con formación autodidacta
publicaron varios libelos, sostuvieron periódicos, apelaron a un lenguaje llano
para un auditorio compuesto por sus cofrades, como supo advertirlo uno de esos
periódicos publicado por los artesanos de Cartagena: “Vamos a tomar parte en la
discusión de los negocios públicos hasta donde lo permitan nuestra inteligencia
y nuestros medios”[viii];
reivindicaron la necesidad de asociarse y defender sus oficios, exaltaron la
participación ciudadana, la inserción en ese mundo hostil pero indispensable de
la representación política. En esos años, el régimen liberal de José Hilario
López hizo aprobar gran parte de su reformas que constituyeron, en América
latina, la primera gran ofensiva contra el tradicional poder de la Iglesia
católica; pero, además, hubo un embate reformador contra lo que el liberalismo
de la época podía considerar como vestigios de una sociedad tradicional, se
aprobaron las leyes sobre abolición de la esclavitud, eliminación de los
resguardos indígenas, libertad absoluta de imprenta, descentralización
administrativa, supresión del fuero eclesiástico, expulsión de los jesuitas.
Varias de esas medidas justificaron la rebelión de hacendados esclavistas en el
suroccidente colombiano y, también, alentaron las expresiones igualitarias de
esclavos negros que tuvieron situación propicia para arremeter contra sus
antiguos expoliadores. Y fue en 1851, mientras el suroccidente era escenario de
una guerra civil, que el Estado dio inicio a una tarea científica aplazada, la
de recorrer y conocer el territorio y la población. La de medir, la de representar
en mapas, dibujos y la de describir población y territorio en un informe
escrito oficial que pronto iba a convertirse en paradigma de la descripción de
costumbres: Peregrinación de Alpha.
En fin, entre 1850 y
1851 hubo una definición de agentes políticos históricos enfrentados, cada cual
apelando a dispositivos de escritura, difundiendo ideales de orden en el mundo
republicano. El pueblo había irrumpido en la política e hizo emerger un variado
espectro de escrituras para controlarlo, para contenerlo, también para
conocerlo. De la idea de nación restringida al cuerpo político que ejercía la
representación, se había pasado, no sin violencia, a una idea de nación que
vislumbraba todo aquello que estaba por fuera del universo predecible de los
políticos letrados; comenzaba a percibirse que la nación era un territorio y
una población variados, inmensos y desconocidos que era necesario ir a conocer
in situ. Era un Otro que estaba
afuera del círculo político-letrado. Las expediciones de la Comisión
Corográfica parecían admitir la existencia de un mundo desconocido y recomendaban
un método de solución: la premisa científica de conocer la nación para
gobernarla; la necesidad de representar la nación a medida que dejaba de ser un
objeto lejano o ausente. El círculo letrado organizado en la estructura
incipiente de un Estado salía con sus instrumentos a hacerse su propia idea de
ese mundo disperso, mayoritariamente no letrado, abigarrado social y
étnicamente, quizás aferrado a otros sistemas de creencias, a otros valores, a
otras autoridades. La irrupción de un pueblo republicano había obligado a
pensar en esa desconocida nación de la cual había emergido.
NOTAS
[i] “Reflexiones sobre nuestro estado”, El
Argos americano, Cartagena, 10 de diciembre de 1810, p. 48
[ii] Un autor central en este decenio y en estos periódicos, como difusor de las
virtudes del sistema representativo, fue Vicente Azuero (1787-1844).
[iii] “Autoridad del pueblo en el sistema constitucional”, La Indicación, Santafe de Bogotá, No. 5, 24 de agosto de 1822, p. 19
y 20.
[iv] Observaciones sobre el
gobierno representativo,
Caracas, Devisme Hermanos, 1825, Fondo Pineda 166, Biblioteca Nacional de
Colombia, p. 21-40.
[vi] Carta de José María Samper a Victoriano de Diego Paredes, Ambalema,
16 de septiembre de 1852, sección ACH, AGN.
[vii] No es tanto el golpe de Melo del 17 de abril de 1854, que lo vemos,
mejor, como un corolario de una situación de ruptura que se estaba viviendo
desde años antes. El golpe artesano-militar fue una consecuencia, una
resultante de un acumulado de elementos que venían exponiéndose, por lo menos,
desde la guerra civil de Los Supremos y que luego, con la expansión de los
clubes políticos liberales, puso en evidencia los agentes políticos y sus
proyectos de orden republicano.
[viii] El Artesano, Cartagena,
1º de febrero de 1850, p. 1.
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